Fútbol y cábalas: la grandeza es lo único que puede depararle el futuro a un pueblo que elige creer.
¿Es el pueblo argentino el más sufrido de la historia de la humanidad? Nos encanta pensar eso, sí. Somos sin lugar a dudas el país con el mayor porcentaje de superadores de anécdotas y gente que te quiere hacer sentir culpa de, al menos, el universo conocido. Es obvio que eso se va a transformar en esto que somos ahora: un cúmulo de desgracias, más o menos evitables, de las que nos quejamos todos los días, a veces con debida razón.
No sé qué nos depara el futuro político, cultural, social, económico o futbolístico, pero tengo algo en claro: nos quejaremos, nos sentiremos incompletos, habrá algo de ese futuro que creeremos que no nos merecemos. Todo esto nos hace insoportablemente entrañables.
Es lo que explica el fanatismo de otros pueblos por la idiosincrasia argentina. En las últimas semanas, hemos sido testigos del fenómeno más absurdo y perfecto de todos: hemos visto como la hinchada de este país tiene no menos de veinte nacionalidades. ¿Alguien realmente sabía qué era de la vida de Bangladesh hasta hace unos días? Yo estoy segura de que no. También estoy segura de que saldrá desde algún rincón un argentino (probablemente porteño) que vendrá a decirte que sí, que él sabía todo de Bangladesh, que sabe más de Bangladesh que la propia gente que vive ahí, y que hizo incluso un podcast al respecto.
Esta interminable introducción viene a colación de un estudio pormenorizado que he estado realizando en las últimas semanas, y en el que por ahora todas las conclusiones son preliminares. El evento deportivo por excelencia de este, nuestro planeta, me ha invitado a observar infinitas horas de fútbol que sólo puedo plasmar en breves comentarios y algún que otro conocimiento adquirido sobre “ocupar los espacios”, “tirar el achique” y “jugar en diagonal”. De lo que he aprendido mucho es de hinchadas. Y en esto voy a ser tajante: la hinchada argentina es la mejor.
Como pueblo, hemos desaprovechado en nuestra breve pero tumultuosa historia el verdadero potencial de los y las argentinas en su conjunto: la mística. Es aquí adonde quiero detenerme en esta columna. No hay nada más argentino que tener mística. Nada nos resume de mejor manera. Nada cierra tan bien la grieta entre lo que es y lo que no es argentino.
Mientras la selección jugaba contra Australia yo pensé, en la soledad de los treinta metros cuadrados del monoambiente en el que vivo, que quizás no había hecho todo lo que podía hacer de mi parte para que el partido saliera tal y como todos y todas queríamos. Dirán ustedes que no podía hacerse mucho, y es cierto que en el plano deportivo poco tengo para aportar (aunque estoy mejorando mucho la marca en mitad de cancha y los pases filtrados, que son mi especialidad). No, no podía hacer nada en el plano futbolístico pero ¿en el plano místico? Ahí había muchísimo para hacer.
Lo primero que recordé fue que en el partido contra México me había invadido la misma ansiedad angustiosa, esa que no podemos sacarnos con nada que no implique movernos un poco, poner el cuerpo en movimiento. Yo no miro los partidos, no los escucho: los intuyo. Me dejo guiar por el relato lejano que se filtra por la ventana de algún vecino y las expresiones que me van llegando desde las mismas casas conforme el cotejo avanza. Pero en esta ocasión no estaba en casa. Estaba en una quinta en el medio de la nada rodeada de gente que no sólo miraba el partido, sino que frente a un inesperado (pero entendible) corte de luz hizo lo que toda persona de bien haría: prender la radio.
De eso no nos podemos escapar nosotros, los ansiosos hipertensos que nos autopercibimos mufas. Ahora que lo pienso, ¿cuántos seremos? Me gustaría que nos juntemos a debatir entre nosotros, a darnos ánimos, algo. Me encantaría saber que cosas han hecho con tal de revertir el curso natural de algún evento que consideraban de importancia. Los que nos miran de afuera creen que los mufas somos unos marginales excluídos, pero no entienden que lo que verdaderamente tenemos es poder.
Esto es lo que más me ofusca del affaire con el ex presidente Macri y su propensión a atraer la mala suerte. En su pequeñez de mente y espíritu, Mauricio no puede concebir que quizás la forma de que su innegable mufa no lo lastime políticamente hablando es ponerse a laburar. Ya sé lo que me van a decir: a estas alturas del partido pedirle eso al ingeniero de ojos celestes es un montón. Pero si Messi puede seguir gambeteando a ocho tipos con sus 34 años de edad, ¿cómo no va a poder el hijo de Franco hacer el mínimo esfuerzo? Eso implica, de movida, que se comprometa con la causa. Que asuma, como hemos asumido otres, que hay grandeza en atraer las malas vibras, y que en ese lugar que el cosmos nos ha otorgado cargamos con la responsabilidad de aguantar las balas para que otros disfruten.
Mauricio tendría que salir todos los días a tirarle buena onda a la persona odiada de turno. Su buena onda, sabemos, es en realidad una forma de designar al destinatario como un futuro punto de aterrizaje de la desgracia. Pero Mauricio, que no sabe convivir ni con la frustración ni con la falta de validación constante, no se va a bancar esa misión. No va a hacer lo que hacemos los mufas del mundo que levantamos esa bandera: alejarnos tanto como se pueda de lo que nos da placer, para que no se rompa.
En ese día del partido con México, mientras todos disfrutaban de la sombra y las bebidas frescas, yo emprendí un camino que me llevó lejos de la radio (alejando así mi rango de influencia por sobre el partido que estaba disputándose) y cerca de una improvisada casilla donde reposaba una figura del Gauchito Gil de tamaño real. El rostro del Gaucho de yeso, pintado de tal manera que le daba un aire de parentesco con Kempes, me devolvió la mirada vacía pero certera de quien se ha pasado toda su vida recibiendo promesas y exigencias. Nada conmueve ya a ese Gaucho. Mi ofrenda, sin embargo, no buscaba conmover: buscaba sacudir el amperímetro de la mística argenta. Le dejé, en medio del calor arrasador, un vaso fabricado con una botella plástica cortada donde preparé un Amargo Obrero con muchísimo hielo. También hice ofrenda de dos puchos. Esperé ahí un rato, hasta que sentí el inconfundible sonido de un gol siendo gritado por quién sabe qué persona y desde donde.
Verán entonces que aquí no hay magia, sino pura empiria: me alejo de la radio, hago la ofrenda, Argentina gana. Di todo de mí. Hice todo lo que estaba a mi alcance. No quiero y no puedo saber qué hubiera pasado si no lo hubiera hecho. Volví esas cuadras en el sol sintiendome todo poderosa, conciente de que tal y como nos enseñó el Tío Ben en la liturgia de Spiderman, todo gran poder conlleva una gran responsabilidad.
Pero llegado el momento del partido contra Australia, me encontraba en otro espacio. Aquí en el centro de la ciudad, donde tengo mi guarida de trabajo y ocio, no poseo ningún tipo de santuario similar cerca. Quizás deba ahora fundar uno, colocarlo en la esquina frente al Hospital Cullen, y dejar que la gente haga el resto. En esa tarde de calor y ansiedad, mientras aguardaba con cierto nerviosismo las coordenadas sonoras de mis vecinos que parecían haber fenecido a causa de vaya una a saber qué, me impacienté. Recurrí a dos rituales dignos de este pueblo: primero, le prendí dos velas al cuadro de Eva Perón que me acompaña a todos lados. No pedí nada. Una sabe que Evita interpreta incluso los deseos que no nos animamos a decir en voz alta. Consternada por la falta de goles, y para no cargarle toda la efectividad a la capitana, recurrí a otro ritual que aprendí en estos días en Twitter: busqué entre mis figuritas repetidas del álbum de Qatar las únicas dos de Australia que poseo, y las metí en el freezer. Un minuto después, Messi hizo un gol.
Los resultados, entonces, son pasajeros. El futuro puede que sea incierto. Pero este país, nutrido de esa sapiencia popular, ancestral e inchequeable, está destinado a la victoria más tarde o más temprano. Lo único que puede depararle el futuro a un pueblo que elige creer es su propia grandeza.