Ganar el Mundial fue un sueño cumplido para toda la camada de jóvenes que creció cuando Diego ya se había retirado.

El tercer título de Argentina fue esperado y deseado por una generación que aprendió a amar la camiseta albiceleste con la leyenda del 86 y de Maradona sin el privilegio de haberla vivido.

El tipo se sienta en la punta de la mesa, se sirve el vaso y sentencia: “Acá no se habla de fútbol, ni de religión ni de política”. Hay algo nebuloso en esa frase, un sentido que se vislumbra apenas. Los temas prohibidos en el asado del domingo son los que no se pueden discutir sin que se te revuelvan las vísceras y los recuerdos. Colón o Unión, Perón o Alfonsín, catolicismo o judaísmo. La fibra que se toca es la del tío que te volvió hincha, tu mamá que te llevó a su local partidario cuando empezaste a caminar o las misas a las que ibas con tu abuela.

Pero ese domingo el tipo no prohíbe nada y se queda callado, con los ojos pegados al televisor. Afuera zumba la tensión de un silencio que se quiebra con el ruido de alguna corneta o de las bocinas. Algo pasa en él cuando escucha la corneta o las bocinas: se le agita un poquito el corazón. Y se acuerda. Vienen como fotos de una polaroid a su cabeza la primera camiseta, el 78 que lo vio joven y todavía con sueños, el 86 que le mostró que Dios existe y que es argentino. Mira a su alrededor: sus pibes no vibraron frente a la tele el día que Dios se puso la casaca azul para jugar contra los ingleses. Para vengarnos de los ingleses.

Es 18 de diciembre y Argentina juega la final de la Copa del Mundo contra Francia en un país del que sabe poco. Tampoco le interesa. Se concentra y se ilusiona, pero no emite sonido. Le brillan los ojos, pero no se atreve siquiera a imaginar el momento en el que Messi bese la Copa como antes lo hizo el Diego. No quiere pasar otro 94, el día que a Dios le cortaron las piernas. Sigue los gestos del árbitro y lo mide. El marcador se abre por un penal, el mejor delantero del mundo tiene puesta la celeste y blanca y acierta el tiro. No sabe si pateó como pateó porque vio que el arquero se adelantó un poco, no sabe. Solamente se ilusiona, recarga el vaso, mira a sus hijos ya grandes, abrazándose y festejando con la misma camiseta de ese 10. La camiseta de Lionel Messi.

La pelota zigzaguea, el pasto se levanta, pero él no habla y no comenta. No porque no confíe, sino por costumbre. Por íntima cábala quizás, esa forma que tenemos los mortales de rezarle a los dioses del planeta fútbol cuando encarnan en un chico que hace jueguito en un potrero de Fiorito o que gambetea como nadie en un barrio de Rosario.

Y llega el segundo: un golazo de Di María desde la punta, a ese lo grita con todo porque puede ser que esta vez realmente traigamos la Copa. Que esta vez repitamos aquel sueño, que es un fuego vivo pero ya lejano. Que esta vez, por fin, nos coronemos con la tercera estrella.

Aguanta las tripas los primeros 30 del segundo tiempo. Prende un cigarrillo, otro. Mira el televisor. Piensa. A partir del minuto 75 todo se da vuelta y en un puto abrir y cerrar de ojos estamos empatados. La sensación de rozar la copa y que se le escape entre los dedos lo abraza como una maldición. Se levanta y se apoya en la pared, piensa en rezar, pero hace mucho que no agarra un rosario, ya ni se acuerda cómo era. No. Ya no hay cábalas, ya da lo mismo. Ahora solo depende de esos pibes en quienes creyó y todavía cree. Empieza a llorar sin lágrimas y sale al patio para comprobar que el mundo sigue ahí afuera. El sol le incendia la frente.

***

El viejo se levanta de la mesa, le pasa por al lado y sale al patio. Ella lo mira de reojo y vuelve al partido. Las sienes le laten. No quiere agarrar el teléfono, ver sus grupos de WhatsApp, los mensajes de las amigas deseándose suerte. Llora y se pregunta por qué así, por qué siempre tan cerca y sufriendo. La sensación de rozar la copa y que se le escape entre los dedos la abraza como una maldición.

Piensa en la primera vez que fue consciente de un Mundial. Se le viene a la mente la voz de Ricky Martin cantando Allez, Allez, Allez! en la época en que ella iba al jardín. Más tarde, su papá despertándola muy temprano para ver juntos los partidos de Corea-Japón. Y luego sí: Alemania 2006, colgar el póster de la Selección en la pieza, declararse fanática del capitán Juan Pablo Sorín. Fue en ese Mundial que soñó con ser futbolista y que aprendió, como su papá, a mirar los partidos en silencio. Tenía 12 años y quería jugar así, con la albiceleste, correr rápido, patear, transpirar la camiseta. En la escuela las nenas jugaban al vóley y ella se quedaba mirando, la ñata contra el tejido, cómo los varones se divertían porque, claro, no hay juego más lindo que la pelota. De vez en cuando su primo la invitaba a patiá penale y trataba de probar los trucos que veía en la tele.

El anhelo futbolero le quedó como un recuerdo de infancia, pero años después sonrió por dentro cuando las pibas empezaron a copar las canchas. Y también creció con la imagen de un Dios terrenal, el que le había dado lo mejor a su pueblo. Si hay una imagen que todavía le produce ternura es la de ese Diego Maradona de 15 años y en blanco y negro, diciendo que sueña con jugar un Mundial. Un pibe de barrio, como ella. Pero un pibe-Dios, que ella solo pudo disfrutar mirando videos viejos. Más de una vez intentó imaginarse a sus papás en el Mundial 86, cómo habrán festejado, de qué tamaño se les habrá puesto el corazón cuando vieron en vivo y en directo la Mano de D10S y aquel barrilete cósmico imparable. Porque, más allá del archivo, solo lo vio como director técnico en Sudáfrica.

Algo parecido a la intuición le dice que esta vez Argentina no puede no ser campeón del mundo, con Lionel siguiendo la pelota sobre el césped escrachado del estadio Lusail y con D10s alentando desde el cielo.

Cuando empatan los franceses no contiene el llanto. Ya había pasado con Alemania en Brasil, ese penal que nunca se cobró. Ya había visto a su camiseta eliminada en octavos de final con una AFA decadente. Ya se había desencantado del fútbol y si alguna vez criticó a Messi por no darlo todo, después comprendió que el fútbol, como la política y las religiones, también está hecho de vísceras, de seres humanos y de miserias.

Se cansó de los comentaristas exitistas que, a fin de cuentas, siempre parecieron hinchas de cualquier país menos de la Selección. Empezó a valorar a aquel chico que, como ella, tampoco había visto a Argentina con la Copa y que –a pesar de vivir desde muy chico en España– nunca dejó de hablar con la tonada que se escucha en cualquier barrio de Santa Fe. Fue ese mismo pibe el que la llevó a creer, a agitar, a gritar goles hasta quedar sin aire. El que le trajo también su primera Copa América. 

El árbitro da el pitido y se viene el tiempo complementario. Mira para el patio y lo llama: dale que se viene el alargue. Y ahí vuelve él, fumando en silencio. Lo mira de reojo: el que vivió el 78 y el 86, el que le enseñó las reglas del fútbol y el que fue perdiendo las esperanzas con los años, está cagado de miedo.

Si Messi puede salir a comerse la cancha después de haber acariciado la Copa y sentir el abismo de poder perderla, cómo ellos no. Cómo todo un pueblo no. El 10 hace un gol de potrero sobre el cuerpo del arquero y el viejo vuelve a sentarse. Empiezan los cantitos y ella siente un regocijo enorme por ser de este país cabulero, eterno campeón de las hinchadas, que agita hasta con el Himno Nacional. La panza se le anuda con el tercero de Francia y solo cuando pasan los penales siente que revive.

Argentina lo dejó todo. Puso arte y estrategia. Tuvo a los mejores adentro y afuera de la cancha y un equipo de varones que no dudó en mostrarse amor en público y en emocionarse cada vez que hizo falta. Un grupo que mostró que las cosas siempre salen mejor en equipo. Quizás no elegimos creer. Quizás, en verdad, esta era nuestra.

Desde la calle llega la euforia de los gritos y las bocinas. Terminó el partido y aquel jugador tan cuestionado, tan talentoso, tan campeón y tan humano sonríe con amor inmenso a su tribuna. Con esa imagen de Lionel Messi en vivo y en directo, ella suelta las lágrimas. Por ella y por esos pibes. Por la felicidad inmensa de cumplir, a los 30 años, el sueño que tuvo desde muy niña: poder decir “papá, esta vez se nos dio, esta vez somos campeones”.

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