Los dioses, o los más malvados demonios, escribieron el guión de esta final del mundo. "No se puede sufrir tanto, la puta madre", se repetía una y otra vez en cada encuentro, en cada abrazo después del pitazo final.
Lo repetíamos acá y era lo primero que decían allá los jugadores cuando les ponían un micrófono. "Somos argentinos y estamos destinados a sufrir", era lo que todos pensaban de una u otra forma.
Y si, en la final del 86 pasó también, ir ganando bien, el empate 2-2 casi sobre el final y el gol de Argentina en los últimos minutos para la gloria eterna. Acá tuvimos una vuelta de rosca más, ir ganando dos veces y tener que definir por penales.
Por delante vendrán días, semanas y años en los que se escribirán historias, crónicas, anécdotas de este 18 de diciembre. Dónde estábamos, con quiénes, si lloramos o no, si seguimos las instrucciones de las brujas a medida que el partido iba y venía, de qué nos acordamos, en quiénes pensamos, cuánto sonreimos cuando lo vimos a Messi enfundado en esa capa medio de hechicero levantando la copa mágica.
Nuestra generación, la que no vio a Diego levantar la copa en el 86, jamás había visto las calles de la ciudad como las vimos este domingo. Qué hermosa la alegría colectiva, qué hermoso ser felices así aunque sea un rato.
Bulevar, y todas las calles que caen en él, eran un hormiguero de Messi's: miles de camisetas celestes y blancas con el 10 y su nombre estampado en la espalda. Niños, niñas, mujeres, varones, travas, maricas, tortas, abuelas y abuelos, gente en silla de ruedas, con muletas, bebés recién nacidos, espuma y papelitos, gigantografías de Messi y Britney Spears, el chetaje y la negrada, sabaleros y tatengues. Todos, todas y todes, campeones del mundo.