¿Qué fuerza mueve al pensamiento para que salgan las palabras? ¿De qué está hecha esa fuerza, y por qué la mañana le sienta tan bien?
Por Francisco Bitar
Hay una parte del pensamiento que no tiene palabras, y mis hijas me instruyeron en ella. Como ya se ha dicho —aunque quizá no en estos términos—el pensamiento es la cara de adentro de las palabras, o en todo caso es el pensamiento un interior invisible cuya exterioridad son las palabras. Pongámoslo así, para que nadie se enoje: el pensamiento está unido de un lado a las palabras y del otro a la fuerza, que las tracciona. Esta fuerza no está hecha de palabras, pero las hace salir de su agujero y las mantiene en estado de flotación.
Está doble constitución es fácilmente verificable: hace falta responder a una pregunta con un “dejame pensarlo”, o interrumpir una exposición —durante una clase, en un examen, en una charla cualquiera— con el objeto de dar una forma más acabada a una idea, para detenernos en seco y no pensar en absoluto. Es que, donde creíamos dar órdenes al pensamiento, en realidad no hicimos otra cosa que detener el flujo de su fuerza. Cuando uno está pensando, lo mejor es correrse de adelante y seguirle la corriente al pensamiento, si se quiere obtener, de él, palabras. Porque nunca se piensa cuando se quiere pensar sino cuando la fuerza permite hacerlo.
Con todo, por caprichosa que fuera su ley, algo se puede decir de su funcionamiento. Por ejemplo, que las mañanas le son favorables. ¿Cómo puede ligar la mañana, sobre todo a primerísima hora, el silencio profundo del día que comienza y el desencadenamiento de las palabras, que pronto empezarán a correr? Porque su anuncio es ya presencia, y hace falta un chispazo, quizá el que activa la hornalla de la cocina para recibir la pava, para sacar al pensamiento del calor de su nido y ponerlo a volar en palabras.
Pero la mañana no es el momento en que mejor se traduce la fuerza del pensamiento en palabras, o no es solamente eso: es sobre todo el momento en que, luego de traducir un trozo de fuerza en palabras, se puede volver a ella, a la fuerza, como anuncio de las palabras. Durante la mañana, la fuerza —que se presenta de manera apaciguada, puede visitarse una y otra vez en su condición previa a las palabras, es decir, como fuerza pura. Lo hacemos justamente al interrumpir la lectura o la escritura, cuando nuestra mente queda en blanco, con los ojos en la nada. Ese blanco de la mente, esa nada que ven los ojos, es sin embargo actividad muda. La inminencia de la fuerza, el retorno circular a ella, es lo que gozamos del pensamiento matutino.
A la tarde, en cambio, la fuerza ha declinado y no quedan otra cosa que palabras, un mar de palabras que vuelve ya imposible su anuncio, su inminencia: a esta altura, si se interrumpe el flujo de las palabras es para pasar a otra cosa, tan cansados estamos de frecuentarlas. Por eso, la tarde es el mejor momento para la lectura: como nuestra fuerza ha disminuido, mejor recurrir a la de otro. Quizá, incluso, la fuerza que vemos por debajo del hilo de palabras ajenas reavive algo de la propia.
Ahora, ¿sería posible mantener a raya aquel estado de anuncio de la mañana, permaneciendo en la fuerza que hay detrás de las palabras, pero sin decir nada, simplemente contemplándola? Ese estado por el que se ven pasar a los pensamientos sin detenerse en ninguno, tiene un nombre: meditación. El yoga usa como punto permanencia en ese perpetuo fluir de las palabras a la respiración, pero podría apoyarse en otros, por ejemplo, la circulación de la sangre o de los alimentos. Propongo uno: la escritura. Cuando se escribe se está ya en un estado de meditación, de interrupción y recomienzo del discurso, de ida a lo que se fija en las palabras y vuelta a lo que se propicia en la fuerza. Pero sugiero además practicarla por lo que tiene, no de inscripción, sino de fuerza; no por las palabras, sino por lo que hay entre ellas. De este modo, el acto de escribir se iguala con los de respirar o comer.
Pero decía que fueron mis hijas quienes me instruyeron en lo no dicho de la fuerza. Es que en ellas pude ver, antes de que se largaran a hablar, el doble funcionamiento del pensamiento. Lo que en un adulto, que ya ha adquirido el lenguaje, aparece de manera sincrética (fuerza-palabras), en el niño aparece en dos tiempos: en lo no dicho anterior a la adquisición, y en el lenguaje que luego se aprende de manera forzosa. Antes los niños son salvajes, luego salvajes domesticados, reducción de aquella fuerza inicial que coincide con la etapa de entre los dos y tres años, llamada “de los berrinches” (cuando, junto con las palabras, los niños aprenden que no pueden hacer cualquier cosa que se les dé la gana). Mis hijas resistieron tanto como pudieron a la reducción, y recuerdan ahora aquella libertad inicial, pura fuerza, en lo que más se le acerca a ese recuerdo, todavía fresco: la música.