Bajo la tesis de la música intraducible de Borges ¿qué es un viaje?
Viajo desde Santa Fe a Paraná en colectivo y desde Paraná a Gualeguay en auto para una lectura. El sol de las tres y media de la tarde adormece. El trayecto antes del túnel, mientras surca el micro sobre la pampa recta, se parece a una ensoñación o a un enigma, tal como afirma la tesis borgeana. Hago para mí misma el translate y escribo en mi mente una variación de la canción que me genera la llanura: notas de piano en tonos bemoles en el medio del estallido seco del sol que revienta alrededor de los ranchos. Ruido blanco que interrumpe la canción de notas suspendidas. Desde arriba en la autopista, sobre los rulos del Yatch Club, la música revuelta de la Laguna Setúbal, ese sapo inmenso que se hincha y se deshincha según el Paraná se incline sobre ella.
Llegando a la entrada del puente, la tierra deja de ser chata y la vegetación crece en matas y colas de zorro. La música es a algo con acordes y viento, podrían levantarse muy alto barriletes. Las pelucas desordenadas de las matas desaparecen bajo el oído sordo en el Túnel Subfluvial. Ponés mute al entorno y entrás como en un frasco de agua, sin agua. Si viajás con auriculares, los oídos igual entran en sordina. Abajo del agua, vacío. Fffup.
Salís del tapón de aire ¡Pop! y Paraná es como Córdoba Capital pero amable, rural y fresca. Se oyen los sonidos de las calles sin mucho tránsito o con tránsito liviano (¿los coches en Paraná deben durar más, o menos que en la llanura?) y el aire siempre es más limpio que en Santa Fe. Al oído, ambas cosas suenan como una canción instrumental, con la letra por escribir. Es decir, una promesa.
Me buscan en auto por la puerta de la terminal, atestada de gente esperando. La terminal de Paraná es circular y eso permite un random de visión y de escucha amplio. Los sonidos de pies, bolsos, risas, llantos de bebés, toses, operaciones verbales de compra y venta en los quioscos, son como una canción de Bjork con capas superpuestas. Al entrar al auto, suena un CD de Sumo que nos acompañará todo el viaje y FM Vida que tiene repetidoras en esa ruta, a puro trap y reguetón. De Oro Verde en adelante, los más variados colores en la gama del verde, el marrón y el amarillo, aparecerán para poner el ojo como si uno estuviera en otro planeta, uno enteramente verde y lisérgico. Me cuentan en el viaje en auto dos cosas: una, sobre una feria de libros ambulante donde el vendedor revende ediciones fotocopiadas de clásicos de la literatura mundial, a dos mangos; el vendedor arma ferias de pueblo en pueblo entrerriano y en la última, arma la venta en la iglesia, bajo la cruz principal del salón; el otro relato lo narran a la altura de Laguna del Pescado, pegada a Victoria: la laguna guarda en su interior naves de ovnis que suelen salir a perseguir autos. Nos quedamos callados mientras observamos el espejo de agua de la laguna. Es azul y enorme. Después, mucha charla entremezclada, saturada de interjecciones, sorbos de mate, una bajada en Victoria a cargar agua. Algunas lecturas que hago de poemas de Emma Barrandeguy, en voz alta, nos ponen a reírnos y a pensar en silencio mientras tomamos mate.
Llegando a Gualeguay, la tardecita hace al cansancio del viaje, porque hizo mucho calor. Baja la temperatura, corre una brisa fresca. Llegamos a la casa de los amigos que nos reciben para la lectura. Charlamos y descansamos. El sonido es el de las palabras atropelladas de los que hace mucho que no se ven, y de los que recién se conocen, ese traspié de ir y venir en las conversaciones que permiten a los seres humanos reconocerse: el habla. Nos dejamos estar en ese final de disco. ¿Hay cosa más cálida que la conversación, esa dulzura que tenemos para nosotros, los humanos?