ANUARIO 2022 | La efectividad del odio como mensaje y la construcción del otro como enemigo.
Los discursos de odio no son algo nuevo. Las noticias falsas y las miradas intencionalmente parciales no son algo nuevo en los grandes y poderosos medios de comunicación. Lo que sí adquirió ribetes novedosos y en permanente movimiento, es el rol de las redes sociales en la diseminación de esos mensajes.
Cadenas por whatsapp con información falsa, fotos retocadas y titulares estridentes se riegan como pólvora con el soporte de los algoritmos que saben todo de nosotres y nos refuerzan una y otra vez eso que pensamos y que tan gratuitamente les informamos a fuerza de likes.
El atentado a Cristina Fernández de Kirchner pareció ser el punto más alto de esta escalada de violencia porque llevó ese odio de la declamación a la acción: de los carteles y posteos de “ojalá te vayas con Néstor” a gatillarle un arma a escasos centímetros de la cabeza. El país es otro después del intento de asesinato a la vicepresidenta. Más bien: ahora sí se nota, a la vista de todos, que el país ya era otro desde mucho antes.
La política reducida a la batalla cultural y la batalla cultural reducida a la palabrería que se dice en las pantallas de la TV y el celular son el peor marco explicativo para recuperar la paz democrática. El problema no está en el tono de lo que se dice y en lo que se dice. El problema es que no estamos habitando en un mismo lugar y que no hay conversación. Hay monólogos para los propios.
Mariana Spada, jefa creativa de Tectónica -una agencia que asesora a partidos y organizaciones progresista de todo el mundo- decía en su conferencia en el I Argentino de Periodismo y Opinión Pública en Santa Fe, que “las redes están hechas para amplificar mucho más fácil un mensaje de odio, simplista, antes que uno complejo que tiene una argumentación delicada. Y además están hechas para hablar a la gente que piensa igual que nosotres. Si como izquierda no podemos procesar e invitar a un cierto grado de conflicto que implique a personas que no piensan como nosotros en un objetivo común, no se puede crecer. Además, es una enorme muestra de falta de imaginación política. Hay que hablar con la gente que piensa distinto para construir políticamente. Y lo digo desde una identidad que no es particularmente hegemónica, soy una mujer trans”.
El discurso de odio abreva en una desigualdad económica que fue creciendo desde 1976 a la fecha y que está en sus puntos más extremos, después de que en 2015 se abortara el único proceso político democrático que supo reducirla: el kirchnerismo. Una desigualdad económica que se transformó en una desintegración social. Sobre ese sustento el odio neofascista se puede volver popular.
Como nunca, tras casi una década de estancamiento, el odio tiene espacio para abrirse camino sobre esa experiencia recelosa. El odio germina en esa fractura, donde vivió toda su vida laboral Fernando Sabag Montiel, su novia, sus amigos. Para las clases populares, el odio es un suicidio colectivo, pero puede individualmente sonar muy razonable, más si sus usinas están en el corazón del mundo de los más exitosos.
Una dificultad central para enfrentar estos discursos es que se hace imprescindible salir de la tribu propia y, al mismo tiempo, no ceder en lo básico. Por dar un solo ejemplo, que los genocidas tienen que estar presos. La dificultad para desafiar el odio es no salirse de las reglas democráticas. Conversar y tener un conflicto ordenado, a la vez. Una democracia robusta es siempre una paradoja disparada hacia adelante.