Por Agustín de Azcuénaga
Acaso fuera el rumor del motor que se le antojaba más áspero que a la ida lo que lo hacía pensar que iban en dirección contraria. O tal vez fuera el viento que chiflaba más agudo al colarse por la hendija ínfima que liberaba el desgaste del burlete. O quizá la posición de la luna, que podía ver desde el parabrisas, y en ese momento pensó, vaya a saber uno por qué, que ese cinco octavos visible de satélite debía estar a sus espaldas. Lo cierto es que la autovía de dos carriles funciona en espejo al abrigo de la noche, y solo con un gps o brújula tradicional uno puede inferir hacia qué punto cardinal está apuntando la trompa del automóvil. Eso, o estar sobrio también.
El conductor estaba convencido del trayecto decidido, era para allá. Aunque la insistencia de su acompañante, activada e impulsada por la gota de ácido desprendida del pedacito de cartón que se disolvió lentamente en la cavidad sublingual y disparó el efecto de su sustancia hasta alcanzar a un buen número de neuronas, empezaba a hacerlo dudar. La sudoración ya se había hecho presente temprano en la jornada, antes incluso de ingerir cualquier sustancia, sobre todo por los cuarenta grados de temperatura que habían acompañado a la reunión. Ni el barril de cincuenta, helado siempre, con buen tiraje y con el contenido liviano de la cerveza local, que pasa por la garganta como agua, ni la alternancia en el consumo de vasos con soda y mucho hielo, pudieron aplacar la sensación de sofoco de toda la tarde. Sí, los chorros derivados de la manguera gruesa que se vertieron en las nucas calientes, otorgando un poco de lucidez en la confusión que las sustancias dibujaban.
En una reunión de festejo, en una quinta alejada de la ciudad, un día caluroso de primavera, la carne y las achuras siseando sobre la parrilla, atacadas por las brasas al rojo vivo, encendidas casi sin la necesidad de fósforo alguno, son el acompañamiento infaltable a lo largo de la jornada. Porque no será una comida de mediodía, al estilo familiar, con la mesa tendida, los platos simétricamente separados unos de otros, las fuentes de ensaladas, condimentadas o no, presentadas como pinturas, con sus colores variopintos y las cucharas de maderas ensartadas en su interior. No. Este asado es asado. La carne y las achuras saliendo de a ratos de la parrilla, para desparramarse en tablas de cortes, donde los comensales pincharán sus bocados, cortados por uno o dos de ellos, racionando en porciones, para deglutir cada tanto, durante varias horas, y alternar la ingesta con las demás sustancias, que buscan claramente otro efecto.
Las charlas y anécdotas, aún las que estaban precedidas por una postura que presumía seriedad, se tornaban triviales, porque la risa imperaba en todo y en todos. El clima festivo, distendido, libre de preocupaciones, transcurría con la tarde flotando en el aire, con una sensación de liviandad que no pretendía caerse mucho dentro de la realidad, solo lo necesario como para anclarse físicamente y no perderse del todo en el otro plano. Las visiones estaban parcialmente distorsionadas, los movimientos de unos, normales gestos de expresión gestual que acompaña el habla, se deformaban en la percepción visual del otro, que veía multiplicarse la materia a lo largo de su recorrido. Un comentario, un chiste, una risa, activaba más risas, explotadas exageradamente, desnudando una necesidad de diversión asistida.
Ahora, a la vuelta, el conductor sudaba, ya no tanto por el calor, aplacado por el aire acondicionado del vehículo automotor, sino más bien por la idea, introducida como un parásito en su cabeza, a través del orificio de la oreja derecha, que llegaba como un fuerte susurro impulsado de la boca de su acompañante. Pero él sabía, estaba convencido de que había tomado bien la salida y que en cualquier momento iba a divisar, en un horizonte oscuro, las luces de la ciudad. El otro ya se sentaba resignado, con los brazos cruzados y la vista al frente, esperando encontrarse, como había anunciado un momento antes, también convencido de su premonición, con la casilla de peaje que indicaba el recorrido hacia la otra ciudad. Pero ni una cosa ni la otra llegaron. Y en la locura de sus convicciones, con estados alterados y visiones parciales, siguieron rodando infinitamente, en esa ruta de doble vía que al abrigo de la noche funcionaba como espejo.