Los milicos vs. la ilimitada fantasía

Quema de libros del CEAL en Sarandí. Foto: Ricardo Figueria

El documental Los libros cautivos, una realización colectiva dirigida por Gabriela Fernández, aborda la censura a la literatura infantil durante la última dictadura cívico militar como parte del plan sistemático de represión a la cultura y las voces disidentes.

“Fue premonitorio: en marzo de 1976 nos quedamos sin papel”, recuerda Amanda Toubes, integrante del Centro Editor de América Latina. Su testimonio abre Los libros cautivos, un documental dirigido por Gabriela Fernández y realizado como tesis colectiva de la Universidad Nacional de La Plata. En 1977, ya bajo el gobierno de facto de Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Rafael Agosti, un decreto de la Junta Militar prohibió Un elefante ocupa mucho espacio de Elsa Bornemann por contener “cuentos destinados al público infantil con una finalidad de adoctrinamiento que resulta preparatoria para la tarea de captación ideológica del accionar subversivo”.

Dos años después, nuestra provincia censuró La torre de cubos, el primer libro infantil de Laura Devetach, por “simbología confusa, cuestionamientos ideológicos-sociales, objetivos no adecuados al hecho estético e ilimitada fantasía”.

La película, que se proyectó en el Solar de las Artes con la presencia de su directora en el marco de las actividades previas al Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, da cuenta de la sistematicidad de la represión ejercida por la dictadura contra la literatura infantil. Un plan cimentado en el Ministerio del Interior y el de Educación y en la Dirección General de Publicaciones: burocracia, escritorios y personas al servicio de leer para prohibir.

“Por saber que los niños son la base de la sociedad es que apuntaron a la literatura infantil. Por considerarla mayor, no menor”, explica Judith Gociol, investigadora de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, cuya voz también recupera el documental. El relato coral se construye en un mundo visual que se vuelve, por momentos, tan perturbante como los testimonios. Entre las imágenes que los hilan aparece, entre otros objetos, un libro escondido entre la arena hasta que una mano le limpia la tapa y se revela el título, “Fantasía”. Después, unas gotas de tinta caen al agua y se vuelven manchas que toman las formas que le da la imaginación, las del pensamiento y la utopía de un mundo mejor.

Judith Gociol

“’¿Por qué censuraron la literatura, Amanda?’, fue una de las primeras preguntas, una pregunta introductoria para abrir la entrevista. ‘Porque la letra escrita queda’, dijo Amanda, contundente. Eso fue semilla del documental”, cuenta Gabriela Fernández. Los militares censuraron hasta diccionarios y enciclopedias. También la ilustración y las ediciones en lenguas originarias fueron eliminadas o diezmadas. Algunos libros, que lograban finalmente ser publicados, antes tenían que hacer cambios conceptuales como el de América Latina por Hispanoamérica, atenerse a correcciones que señalaban cosas del estilo de “los animales no hablan” o “los colores son demasiado potentes” y modificar propuestas de actividades porque “los estudiantes son muy chicos para opinar”.

Ahora, ni el quilo de pan

Clásicos y grandes obras como El pueblo que no quería ser grisLa línea, La ultrabomba, Los niños y el amor, Un libro juntos, Así nació Nicolodo, El nacimiento, los niños y el amor, Mi amigo el pespir, Renancó y los últimos huemules, son otros de los títulos que sufrieron la censura en un momento floreciente y disruptivo de la literatura infantil y la pedagogía argentina. Los libros cautivos también da cuenta de que el panorama editorial en general era diferente, y que hasta el día de hoy el mundo del libro sufre las huellas que logró marcar la dictadura. De los sellos medianos quedan muy pocos -como Colihue- y son las editoriales independientes las que lideran el frente de batalla por la diversidad de publicaciones, contra las grandes empresas y multinacionales que controlan el precio del papel, las condiciones de impresión y las distribuidoras.

El documental se centra en la experiencia del Centro Editor de América Latina (CEAL) fundado en 1966 por Boris Spivacow, tras la intervención de Eudeba (el sello de la Universidad Nacional de Buenos Aires) por el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía. Por entonces, cuando faltaba mucho para la tesis del fin de la historia de Fukuyama, Boris era un convencido de que el libro debía ser algo accesible, “al precio de un kilo de pan”, porque era una manera de asir el conocimiento y de usarlo para concretar otra realidad posible.

Con un equipo editorial de lujo y una lógica de producción y comercialización que tuvo gran recepción, el CEAL desarrolló una propuesta digna hija de su época, destinada a niñas, niños, jóvenes y trabajadores, que circulaba por todo el país e incluía a los kioscos de revistas en su distribución. El objetivo era que la gente común, que todxs, puedan tener bibliotecas nuevas.

En 1980, la dictadura quemó un millón y medio de ejemplares del catálogo del sello en un baldío de Sarandí. Fue una de las quemas más grandes que hicieron los militares. Otras, como bien cuenta la película, las hacían las personas en los patios de sus casas, asustadas. Como en Fahrenheit 451, muchas de esas personas todavía puedan recitar de memoria los fragmentos de sus libros favoritos. El menemismo terminó de dar el golpe y la editorial, en quiebra, cerró sus puertas en 1995.

Maestras libertarias

“Yo no sé cómo ni quién leyó el libro, ni tengo la culpa de que determinados funcionarios piensen que el pueblo es un grupo de animales y el país es un circo”. Así respondió Elsa Bornemann, en una nota publicada en 1983 en la revista de Clarín, a la censura de Un elefante ocupa mucho espacio. Quiénes eran las personas que leían y dictaminaban cuáles libros sí y cuáles no es otro de los puntos que examina el documental.

Más allá de que se censuraban libros por ser traducciones de autores rusos, por tener algo remotamente cercano al color rojo o por llamarse La cuba electrolítica, el detalle de las resoluciones y los decretos da cuenta de que la cadena de censura incluía el trabajo de personas de formación universitaria, de intelectuales “con un grado de conocimiento muy minucioso”, señala Gabriela Fernández. Es decir, complicidad civil, y no sólo la de las esposas de los militares con cargos en el Ministerio de Educación.

La censura apuntaba contra toda expresión contraria a la primacía de la familia blanca y cisheterosexual y a eso que lo que los militares llamaban la patria. Las obras prohibidas eran acusadas de marxismo y de subversión, de enemigas, de ser un cáncer como el de Evita. “Lo subversivo es lo que cuestiona un orden y eso es lo que tiene que hacer toda literatura, todo objeto cultural”, afirma Judith Gociol. La película es un acierto de divulgación de sus investigaciones, desde las cuales explica que el problema es que los militares nos marcaron tanto esa palabra que seguimos pensando que la subversión es algo malo. Lo mismo que nos pasa con la palabra adoctrinamiento.

A las listas negras de artistas las completaban las zonas grises de la autocensura, de esos autores, esos libros, por si las dudas, ni loco, mejor no. La contracara fueron las obras que circulaban en versiones mimeografiadas o en libros forrados para disimular la tapa, que escaparon a la censura gracias a docentes y mediadorxs valientes.

—Yo hice toda la Escuela Primaria en la dictadura. Siendo niña percibía lo que estaba pasando, aunque no nos contaran directamente, sentíamos lo que vivía nuestra familia. La escuela era una escuela totalmente militarizada, en el tomar distancia, en la famosa frase de “no conteste”. No podías retrucar ni hacerle ninguna devolución a lo que decía un adulto- recuerda Gabriela Fernández cuando le preguntamos por qué se dedicó al tema.

En 1984, cuando se volvió a publicar La torre de cubos, Laura Devetach incluyó un epígrafe para agradecerles: “a las maestras y maestros que hicieron rodar estos cuentos cuando no se podía”, dedicó.

Posdata

—Me intrigó por qué habían censurado la literatura infantil y, antes de acercarme a quienes hicieron las investigaciones duras, fui a la Biblioteca Popular La Chicharra y busqué los libros prohibidos que Gabriela Pesclevi compiló en Libros que muerden. Ahí leí a José Murillo, que en sus cuentos narra la explotación de los terratenientes y la apropiación de los campos con una poética y una belleza que me atravesó de manera muy particular- comparte la directora del documental sobre cuál libro es el que más la conmovió- Después, la literatura de Laura Devetach, sus imágenes poéticas que atraviesan los límites de la fantasía. Santa Fe tiene que estar muy orgullosa de que es la única provincia que deshizo la resolución que censuró los libros de Laura por “fantasía ilimitada”- nos dice.

Esa compilación que acompañó a Gabriela para empezar a realizar el documental, Libros que muerden. Literatura infantil y juvenil censurada durante la última dictadura cívico-militar (Ediciones Biblioteca Nacional), comienza con una cita: “Era tiempo de cambiar el mundo/ para vivir mejor. / Pero llegaron los militares. / Posdata: pero ahora podemos cambiarlo”, firmada por Martín Romero, 9 años, 4to “C”, Escuela Nacional, marzo de 2012.

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