¿Cuán a menudo pensás en un lugar que te hace muy feliz? ¿Una, dos, tres veces a la semana? Es normal, ¿no? Ahora, ¿cuándo deja esa evocación de ser sólo eso, una suerte de resabio de momentos más gratos a los que volvemos, para pasar a transformarse en una forma de escapismo? Pregunto porque yo pienso todos los días en Mar del Plata.
Y fijate que no digo “pienso en ese verano del 97 cuando me gané en el Sacoa esa birome fraganciada de La Bella y la Bestia que me hizo feliz”. No, digo “Mar del Plata” como un todo, y como esa mezcla indivisible de todas sus partes. Considero a Mar del Plata un tapiz viviente y latente de todo lo que hace de este país una maravilla, una perla, un diamante en bruto. No hay posibilidades de ser infeliz en un lugar así. Concedeme, al menos, habitar la ilusión.
¿Cómo no te va a gustar una ciudad en la que conviven Piazzolla y un tipo disfrazado de Spiderman que camina por la playa vendiendo pirulines calzado con unas topper de lona? ¿Cómo no vas a sentirte interpelado por esa familia que hace una obra de ingeniería digna de Pelli para poder llevar en un solo carro de aluminio (de esos que se usan para ir a la feria) doce sillones, una mesa, dos conservadoras, cuatro sombrillas, una carpa, dos pelotas, una abuela, un pack de gaseosas, el set de tejo y la piletita esa chiquita, inflable, que se usa para que las criaturas más chiquitas se bañen ahí y el océano Atlántico no se las lleve?
De mis 32 veranos al menos 20 pasaron en esa magnífica costa atlántica argentina. Quizás hasta me estoy quedando corta. Sus ciudades, presas siempre de la bonanza del país y de las tempestades sociales y económicas que suelen embargarnos, mutan con nosotros para mantenerse en el fondo impertérritas. La Costa es el paraíso de las posibilidades. Y Mar del Plata, la capital nacional de las certezas.
Debería en este punto aclarar que yo disfruto de todas las cosas que usualmente la gente detesta de la costa argentina. Y por “gente” me refiero a esa clase media aspiracional que, porque ahora pudo comprar productos Saphirus y sacar el machimbre de la casa, se cree que está en condiciones de mirar a la prole con asco. Peor aún: interpretan que pertenecen al mundo donde a la camioneta se le dice “chata” y se toma mates en termos Stanley originales. Cuando alguien dice que le molesta el mar frío, la cola para comer, la playa llena y la música a todo pedo de la Bristol, lo que en realidad te está diciendo es que le molesta la gente. Y la gente pobre. Que tampoco es la que realmente está ahí. En este país los pobres no se van de vacaciones. Es lo primero que ves en Mar del Plata: ahí estamos los clase media y los clase media-baja, pero no mucho más. Vacacionamos todos los que algún pseudo-politólogo de turno gustaría de llamar las “clases populares”. De lo popular nos han quedado los modales, la construcción identitaria de las cosas que nos emocionan, nos hacen reír y nos dan ganas de comprar.
Pero no es esto lo que yo amo de Mar del Plata. La amo porque es una especie de cosito que me adivina el clima desde adentro.
Para sintetizar lo que intento transmitir diré que hay una cuadra en Mar del Plata en la que siempre sopla el viento. A toda hora, en todo contexto climático, en cualquier época del año. Es una cortadita, en la primera cuadra de la peatonal. Vos te parás ahí y ese viento te trae todo. El olor a bronceador y a caramelo de los pororós, el sonido de la playa y de algún imitador de Alcides que canta a lo lejos, la sensación de la sal en la piel. No es un viento, es un estado mental. Sospecho que así debe ser siempre para las personas que saben meditar. En ese viento, sobre todo a la mañana, el día se te abre como una caja de pandora de las posibilidades. Te da ganas de todo. Te da ganas de ir a la playa, mezclarte entre los dos millones de turistas, esperar con ansias que pase ese avión de las publicidades que te anuncia la llegada de un circo, de una nueva marca de helados, de algún diputado provincial que quiere instalar su nombre. No hay mejor platea que esa. No hay público más ávido que el de la Bristol, que pasa entre seis y doce horas de su día ahí, en su metro cuadrado de arena, con la sensación constante de que en cualquier momento va a pasar algo maravilloso.
Siempre que digo que amo la Bristol y que la considero por afano la mejor playa de Mar del Plata obtengo dos respuestas: o me tildan de demagoga o me retrucan que es imposible disfrutar entre tanta gente. Lo que quizás no se entiende es que yo me voy de vacaciones a ver otra gente.
Recolecto sus historias como un Jacques Cousteau de la masa obrera. Les espío las conversaciones, me aprovecho de la nula distancia entre sombrilla y sombrilla que la carpa permite para enterarme de sus vidas, de sus sentires, de qué traen en la conservadora. Porque en ese aire de la playa, en esas horas de reposo sin distracción, se producen las charlas más interesantes que he oído jamás. Siempre hay un grupo de doñas con sus mallas enterizas que se ve que cursan ya varias décadas de ser utilizadas pasándose los puteríos que no tuvieron tiempo de pasarse en el resto del año. Con nadie, con absolutamente nadie yo me identifico tanto como con esas señoras. Sus mates con chúquer y las frutas que llevan de adorno a la playa para después reemplazarlas por los primeros churros que se les crucen enfrente me representan. Siempre están rearmando algún árbol familiar, incluyendo en el relato los divorcios y las criaturas engendradas recientemente, intercalando la información (“Juan Luis y la Pili hace años que estaban separados, ahora simplemente formalizaron”) con algún comentario cizañero que evidentemente llevaban guardado adentro desde hace mucho tiempo, y que es validado por el resto de la ronda de mates (“igual ella… estaba para más, él era muy quedado”). Esas señoras son las primeras en llegar y las últimas en irse. Se ubican prolijamente en diagonal a la casilla de los bañeros, de tal forma que de vez en cuando se permiten una mirada lasciva hacia ese sector. Juegan a la canasta con la tenacidad de un bonista de Wall Street que está dispuesto a todo. Fuman cigarrillos slim. Toman Gancia. Almuerzan sánguches de tomate y queso y leen la revista Paparazzi con compromiso. Ahora también descubrieron las selfies. No usan bronceador, no les hace falta, y cuando pasan las siete de la tarde empiezan a pergeñar adónde van a ir a comer, cuánto van a jugar en el casino y si vale la pena o no ir a ver la obra de Martín Bossi. El día que llueva, van a ir al puerto a comer cornalitos, a la espera de que las agarre el móvil de Crónica. Otrora se pasaban todo un mediodía esperando que algún camarógrafo del show de Mirta Legrand enfocara ese cartel armado a los ponchazos que enviaba saludos a Lanús, Posadas o Venado Tuerto.
Esas señoras conviven con las familias que están pasando su último verano juntas antes de que papá y mamá se separen, con los trasnochados que logran irse de vacaciones solos por primera vez, con los de los contingentes de la media pensión, con los que buscavidas que se ponen a vender un portarretratos forrado en caracoles con la foto de Messi, el Papa o Tini adentro.
Esas señoras conviven con la opulencia de las Ocampo, la leyenda de Alfonsina, lo mejor y lo peor de Olmedo, la escultura de alfajores Havanna de la Minujín y el boliche abandonado donde Ricardo Fort no alcanzó a esgrimirse como el nuevo embajador de los “descamisados” (aunque para él y para Evita, presente en cada esquina, esa palabra significaba dos cosas distintas). Conviven con la elegancia de Vilas y el bailecito del Dibu Martínez.
Esto es lo que yo aprendí de ellas, de esa cuadra del viento con olor a multitud: la felicidad es cualquier cosa, menos solemne. Por eso amo Mar del Plata: porque la quisieron ciudad de pocos y germinó en pasión de multitudes.