Se cumplen 13 años del asesinato de Silvia Suppo, víctima, testigo y querellante en causas por delitos de lesa humanidad cometidos en Rafaela y Santa Fe. Su amiga Graciela Rabellino recuerda los días de militancia, de cárcel y de libertad. Familiares y compañeros de Suppo sostienen el reclamo de justicia.
“Fue todo muy rápido”, recuerda Graciela Rabellino, amiga de Silvia Suppo, al hablar de la militancia de ambas durante su adolescencia, en Rafaela. En 1973 empezaron a participar de actividades políticas en la escuela secundaria. Y en mayo de 1977, ya instalado el gobierno militar, las detuvieron. Las llevaron a Santa Fe, donde las torturaron. Tras pasar por el centro clandestino de detención La Casita y por la Comisaría Cuarta, permanecieron un año y medio presas en la Guardia de Infantería.
Al salir de la cárcel estuvieron prácticamente solas, más allá del apoyo y compañía de sus familias. Sus amigos y compañeros estaban presos, muertos o desaparecidos. En Rafaela, muchas personas que las conocían las esquivaban, no querían “quedar pegadas”. Ellas, además, tenían miedo: policías y militares les hacían saber que las vigilaban. Con los años rehicieron sus vidas, se casaron, tuvieron hijos. Y hacia fines de los años 90, Silvia decidió denunciar los tormentos que había sufrido en cautiverio: la violación y el aborto forzado a los que fue sometida. También, decidió llevar adelante la causa judicial por la desaparición de Reinaldo Hattemert, quien había sido su novio antes de que la detuvieran.
Pero tiempo después, volvió el horror. La mañana del 29 de marzo de 2010, a plena luz del día, a Silvia la mataron en su local comercial. Por el asesinato, en 2015, condenaron a prisión perpetua a Rodolfo Cóceres y Rodrigo Sosa, dos jóvenes que lavaban autos en el centro de la ciudad. Para los jueces, fue un crimen en ocasión de robo. Sin embargo, los familiares, amigos y compañeros de Silvia reclaman que se juzgue a los autores intelectuales. La causa que investiga el móvil político sigue abierta pero sin avance en el juzgado federal de Rosario a cargo de Marcelo Bailaque.
A 13 años del asesinato de Silvia Suppo, en Rafaela se volvió a reclamar justicia durante las actividades por el 24 de Marzo. En diálogo con Pausa, su amiga Graciela Rabellino la recuerda como una mujer con tono de voz bajo pero de carcajada fácil cuando algo la hacía reír.
“Le gustaban los niños y amaba profundamente a los animales. Le encantaban las cosas dulces, todos los fines de semana hacía una torta matera para compartir con las visitas. Tenía una voluntad de hierro y era muy trabajadora”, cuenta Graciela, quien compartió con Silvia sus años de militancia, la cárcel, la familia y hasta el día en que conocieron el mar.
-¿Cuándo se conocieron con Silvia?
-En la secundaria, en la Escuela de Comercio. Con ella y otros compañeros éramos del mismo grupo de amigos. Los fines de semana salíamos todos juntos. Al tener las mismas inquietudes, nos buscábamos entre nosotros. Nos unía más la amistad que la militancia. Por la amistad empezamos a militar.
-¿Y cuándo empezó la militancia?
-En la escuela. Hacíamos una revista que se llamaba Quehacer. Y ahí fue surgiendo el trabajo social en los barrios y en el Hogar de Menores Madres. Y también las charlas. Nos juntábamos a hablar de política, sobre la Revolución Cubana, la Revolución Rusa, todo ese tipo de temas que nos atraían. Éramos de la Juventud Peronista.
-¿Cómo recordás a Silvia en esa época?
-Buenísima. Era una chica alegre, sencilla, de perfil bajo, más vale callada. No era muy conversadora en el grupo. Pero si estabas mano a mano con ella, sí. Nuestra militancia fue rápida. Silvia tenía 15 años y yo 16 cuando cuando empezamos con la revista. En el ‘75 me recibí, al año siguiente se recibió Silvia y en el '77 nos detuvieron.
El horror
En 1977, Silvia trabajaba como secretaria en un consultorio médico y Graciela, en un almacén mayorista. A Silvia la detuvieron el 24 de mayo, cuatro meses después del secuestro de su entonces novio, Reinaldo Hattemert, quien hasta hoy continúa desparecido. A Graciela la detuvieron una semana después.
Como parte de las torturas, en el centro clandestino de detención La Casita, a Silvia la violaron. Graciela recuerda la angustia de Silvia cuando ya estaban en la Guardia de Infantería. “Estaba muy preocupada porque no le venía la menstruación”. Ambas se lo contaron al comisario Juan Calixto Perizzotti. “Esa noche abrieron la puerta de nuestra pieza y dijeron: ‘Suppo, Rabellino preparen sus cosas’”, cuenta Graciela. “Todas las chicas pensaban que nos íbamos en libertad. Nosotras también”.
Sin embargo, las metieron en el baúl de un Falcon y las llevaron de nuevo a la Comisaría Cuarta. A Silvia le hicieron un análisis y al confirmar el embarazo, la trasladaron para hacerle un aborto. “Estuve una semana en el calabozo de la Cuarta sin verla, esperando que vuelva, rogando que vuelva viva”, recuerda Graciela. “Cuando volvió nos llevaron de nuevo a la Guardia de Infantería. Cuando llegamos, las chicas nos trataban con recelo porque pensaban que éramos botonas, que habíamos ido a contar cosas. Y tuvimos que vencer todo ese ambiente, porque nos habían prohibido que contemos lo que le había pasado a Silvia”.
En 2018, en el juicio por la Megacausa Rafaela, Perizzotti fue condenado a prisión perpetua por privación ilegítima de la libertad, tormentos y autor mediato del aborto de Silvia. En ese juicio, también fueron condenados los expolicías Ramón Ferreyra, María Aebi y Oscar Farina.
-¿Qué recordás del tiempo en que estuvieron detenidas?
-Vivíamos el día a día, siempre alertas. A veces un poco más distendidas, porque la guardia era más piola, pero después venía otra que era más exigente y tenías que cuidarte de no levantar la voz. El terror de los primeros días se nos había ido, pero nunca vivimos tranquilas ahí. Cuando fue el mundial ‘78 nos trajeron un televisor a la pieza y éramos todas conscientes de que mientras se miraba el mundial seguía cayendo gente y se seguía torturando.
-¿Y cómo pasaban los días?
-Eran todos iguales. Nos despertaban a las 6.30, nos traían el mate cocido y después teníamos que limpiar la celda, que en realidad era un habitación. Después venía el horario de las actividades con elementos que nos llevaba la familia: hacíamos bordados, muñequitos de peluche, artesanías. Silvia era tremendamente trabajadora y tenía mucha habilidad con las manos. En el tiempo en que yo hacía tres cosas ella terminaba una caja llena.
-¿Qué hacían con esos trabajos?
-Se los dábamos a nuestros viejos, que venían cada 15 días. Mandábamos peluches y artesanías a todos lados. Tal es así que cuando estábamos por salir en libertad, los mismos tipos que nos habían tomado declaración venían a visitarnos, ya a cara descubierta, y nos preguntaban si íbamos a poner un industria de peluches y si le íbamos a poner de nombre “Los Montoneritos”. Venían para ver si estábamos arrepentidas. Nosotras les conocimos la voz, porque nos habían tomado declaración cuando estábamos encapuchadas. Así fue que los reconocimos y después pudimos denunciarlos.
-¿Cómo fue cuando salieron de la cárcel?
-Salimos el día de la Virgen, el 8 de diciembre del ‘78. Nos fueron a buscar los padres de ella con los míos. Nos llevaron a la iglesia de Guadalupe, a agradecer que estábamos vivas. Y después a comer milanesas con papas fritas. Se formó una relación de familia y de hermanas. Ella puso un negocio en su casa y yo volví a mi trabajo. A mi me guardaron el trabajo, eso lo agradezco eternamente. A Silvia, no. Pero pudo poner una mercería en su casa.
-¿Cómo vivieron los primeros años en libertad?
-Cuando no estábamos trabajando, estábamos una en la casa de la otra. A veces íbamos a tomar algo pero no salíamos mucho. Tampoco teníamos con quién, porque estábamos nosotras dos solas, el resto de los amigos estaban muertos o presos. Yo sabía que mi marido estaba en Coronda. Y Reinaldo estaba desaparecido pero no lo sabíamos, siempre teníamos la esperanza de que iba a aparecer.
-Qué época triste...
-Sí. Pero nunca hablábamos de que estábamos tristes. Seguíamos adelante. Ella con su trabajo y yo con el mio. Aparte, era una época en que salías en libertad pero tenías miedo de todo. La gente tenía mucho miedo, era un terror generalizado. La gente no nos hablaba ni saludaba por miedo a quedar pegado con algo. Me acuerdo que por muchos años, incluso ya en los ‘90, me encontraba con compañeros de la secundaria y hacían de cuenta que no me conocían.
-¿Y cómo vivieron la vuelta de la democracia?
-Con alegría, pero tampoco es que estábamos liberadas del miedo. La vida te va llevando y lo vas tapando. Nos casamos, trabajamos, empezamos a criar a los chicos (a principios de los ‘80, Graciela se casó con su novio Ricardo, y Silvia, con Jorge Destéfani).
-¿El miedo era por lo que les había pasado o porque las seguían vigilando?
-Nos vigilaban. A ellos (a Silvia y a su marido) y a nosotros. Hicieron todo como para que tengamos bien presente lo que había pasado y que todavía ellos estaban dando vueltas.
-¿Volvieron a militar?
-Cuando estábamos detenidas, muchas veces nos sentábamos a la noche en el piso, apoyadas en la pared, y decíamos: “Ahora, lo único que pedimos es poder conocer a nuestros nietos”. Eso decíamos. No hablábamos de seguir militando. Porque no sabíamos si íbamos a salir vivas. Toda la primera etapa en que salimos y criábamos a nuestros hijos, nunca pensamos en seguir militando. Después ella decidió denunciar lo que le pasó, porque no era justo que esta gente no pague por lo que había hecho. Ahí la apoyé totalmente. Fui a testificar, hice todo lo necesario para que ella pueda denunciar, pero yo no tenía interés en seguir militando. Después eso cambió, y ahora estoy en el Espacio de la Memoria. Porque Silvia no está y siento que es mi obligación mantener viva la memoria. Por ella, por Reinaldo y por todos los compañeros.