A Beatriz Actis
Si alguna vez pasaron por ahí seguro que la vieron, es una mujer muy vieja, vende flores en la puerta del cementerio de Rincón, al que se le acerca le cuenta cómo murieron su esposo y su hijo y cómo se quedó sola. Si alguien se queda a escuchar cuenta otras historias, a mí me contó ésta.
Ahí en el cementerio, cerca del embolsadito, entre las tumbas amontonadas al ras de la tierra, hay una que no tiene nombre pero no es una tumba cualquiera. Los que conocen la historia le pasan lejos, tratan de no mirarla y de pensar en otra cosa, se santiguan tres veces. Los más viejos muerden la vaina del cuchillo, lo mismo que cuando ven a la luz mala.
Esto pasó hace mucho, mucho, antes de los autos y los teléfonos, en tiempos cuando a los pollitos se los reanimaba soplándoles el culo. Nadie recuerda el nombre de la viuda, pero sí que vestía siempre de negro, que usaba un pañuelo en la cabeza y una cartera grande como un bolso. Casi siempre llevaba también un ramo de gladiolos, así se aparecía de tanto en tanto en los cementerios de la costa, vivía de lo que lograba robarle a los muertos.
Entraba tarde cuando quedaba poca gente y se escondía por ahí a esperar el sonido inconfundible de la puerta para buscar libremente la ganancia del día. Lo hacía rápido y diligente porque el tiempo de luz siempre era poco. Su oficio se imponía, tenía llaves maestras y herramientas necesarias, tenía paciencia y sabía lo que hacía. Nunca jamás dejaba rastros.
Una tarde, se sorprendió al ver tierra recién removida bajo una cruz nueva, fue directo a ella, caminando lento pero firme, al tiempo que sacaba de su cartera una pala de jardinero. Le sorprendió también que a las pocas paladas, el metal chocara contra algo duro, le sorprendió más que eso duro no fuera un ataúd, sino un cuerpo. Apuró las paladas hasta que el cadáver quedó a la intemperie. Todas sus sorpresas se desvanecieron ante el imponente brillo que parecía iluminar la oscura tarde. Era una piedra preciosa, no había visto nunca nada igual. Levantó la mano del muerto con cuidado y tiró suavemente, pero el anillo no se movió. Entonces sacó un pedacito de jabón blanco, frotó los bordes y volvió a tirar suavemente, pero el anillo no se movió. La noche avanzaba urgente, un pájaro gritó en el cielo, cuando de la cartera asomó el filo de una cuchilla decidida. Quizás le pareció un pájaro de mal agüero, porque apenas terminó de cortar trabajosamente la mano, salió lo más rápido que pudo, dejando todo así nomás.
Para peor, además de la noche, una repentina llovizna se hizo chaparrón con enormes refucilos que crucificaban el cielo tormentoso. Con una llave maestra abrió las rejas y caminó desesperada, como si de repente no supiera a donde ir. Hasta que escuchó caballos y vio un lujoso carro que se acercaba en medio de la lluvia. Se paró casi adelante haciendo señas y dando gritos, el carro se detuvo.
El hombre que manejaba tenía una capa negra y una galera. Casi llorando le dijo que era una pobre viuda que salía de visitar a su difunto esposo que por favor la acercara hasta el pueblo, dijo todo esto muy rápido y avanzando sin esperar respuesta, pero cuando quiso subir, el estribo le quedaba muy alto.
Por favor buen hombre, ayúdeme a subir, dijo incluso exagerando el tono de súplica.
Ojalá pudiera señora, pero tengo que sostener las riendas y a mi otra mano la tiene usted en su cartera.
Los caballos relincharon y el carro se esfumó entre la oscuridad y el agua.
Al otro día encontraron muerta a la viuda en la puerta del cementerio, y como había una fosa vacía, la enterraron ahí, sin cajón, bajo esa cruz sin nombre.
Otro día más de día se la muestro, me dijo despidiéndome. Si alguna vez pasaron por ahí seguro que la vieron, es una mujer muy vieja que vende flores en la puerta del cementerio de rincón, se van a dar cuenta porque usa un anillo algo extraño, grande, brillante.
*Versión libre de “La profanadora de tumbas” de José Sbarra.