Para Ana María Salgado, in memoriam
Viví la infancia y la adolescencia enfrente del Regimiento 12 de Avda. Freyre. Hace poco tiempo caí en la cuenta de que el paredón que va desde la avenida hasta calle San José todavía es una presencia en mi imaginario de escritura. Una vez de oídas nos llegó la siguiente noticia: los militares iban a donar la esquina de Juan de Garay y San José para hacer una plaza.
No sé si la noticia fue cierta o no. Pero los chicos del barrio estuvimos un tiempo imaginando el lugar que íbamos a tener. Una plaza es la postulación de la aventura, el tiempo libre y la libertad. Una plaza es juego y lugar propio. No hubo tal cosa. Todo perteneciente a la fuerza, como en Star Wars, y la fuerza dijo que no. No tardamos en dejar de imaginar. Arreglaban el paredón que se rajaba siempre, reponían los vidrios en lo alto a lo largo del tapial cada vez que se despegaban.
En lugar de plaza, rehicieron la garita y agregaron un reflector que iluminaba día y noche el ir y venir de vecinos y niños. Desde que bajábamos del colectivo hasta que entrábamos en las casas. Una noche que mi abuelo debía volver de visitar a su sobrina blanqueada en Devoto y no volvió a la hora habitual que se bajaba del tren, mi abuela lloró bastante. Fue el primer signo claro, para mí, de que algo andaba mal. No me quisieron explicar. No era necesario.
La guerra de Malvinas la vimos por la tele, en blanco y negro. Cuando juntamos medias y chocolates en la escuela, Ana María Salgado y Marta Tabisi, las dos seños del otro cuarto, nos contaron a qué íbamos. Siempre cuento lo mismo: no recuerdo las palabras, pero sí que entendimos todo.
Hace poco leí que la generación a la que pertenezco, la que vivió su infancia y adolescencia a medias entre los ’80 y los ’90, es una generación que no ancló en la militancia de los ’70 porque era de nuestros padres y familiares. Las cosas estalladas en los ’90, nosotros militamos la digestión de las calles vendidas a la estratósfera en el cinturón continental del Alca. Nuestra militancia fue la de la imaginación del rock, el teatro y la literatura, bien objetivista.
Tengo un cuento en el que las dos protagonistas entran por una rotura del paredón del 12 al parque inmenso negado. A ese verde de palos borrachos y ceibos y lapachos florecidos a reventar en verano, que dejaban caer sus flores por encima del paredón, haciendo alfombra fragante en la vereda. Las dos chicas pasan la pared. Entran. Suben al tanque cisterna vacío y se quedan allí un rato, mirando desde lo alto sus propias casas. Lo del tanque vacío debe ser porque una vez se dijo que un ovni había chupado el agua de la cisterna y había dejado sin luz a todo el regimiento. Una marca en el pasto, que algunos explicaban de glifosato (una broma de los soldados al sargento creyente en dios y en ovnis) y otros afirmaban como visita extraterrestre. Debe haberme quedado en la memoria.
Hace poco entré por primera vez al gran parque del regimiento. Era el cumpleaños de un amigo de la escuela de mi hijo. Todo está nuevo, las marcas del pasado son las callecitas señalizadas con nombres de militares. ¿Hay tránsito por allí? Mi hijo disfrutó con sus amigos el último sol liviano antes del calor que derritió marzo.
Yo estuve todo el cumpleaños charlando con otras madres. Pensé todo el rato que la plaza imaginaria que nos negaron es verdadera y disputada, la del 24 de marzo, la que está viva. La infancia histórica nunca va a ser un paredón.