La narración de un anunciado derrumbe. La renuncia de Alberto Fernández a la candidatura para la reelección expone cómo el Frente de Todos fue apenas una herramienta electoral que devoró a su gobierno. El peronismo, en muy mala posición de cara a las elecciones, enfrenta un abismo que ya había olvidado.
La renuncia de Alberto Fernández cierra el ciclo desatado en la derrota electoral de 2021, cuando el Frente de Todos se develó como un Golem incontrolable del que nadie se quería hacer cargo. El gobierno terminó devorado por su propia interna, más que por el contexto de calamidades nunca vistas que tuvo que enfrentar. No hubo piedad de propios, menos de extraños. En sucesivas notas, algunas aquí linkeadas, se fue narrando la disolución del gobierno.
Ahora, la pregunta es una sola: tras comerse al gobierno, ¿qué va a hacer este Golem con el propio peronismo?
La gestión en la interna
Fueron casi tres años de internas a cielo abierto, zancadillas inútiles e incoherentes, justificadas hasta el hartazgo con ese arsenal de proverbios que descansa en una confianza inquebrantable en la trascendental potencia del propio peronismo y su sentido pragmático superior. Que en las peleas se reproducen, que sólo el peronismo sabe cómo resolver los problemas de la gente, que blablablá.
Nada de eso existe, excepto en el mundo de las tradiciones y leyendas. Debajo de la política no hay una esencia o identidad que salve o garantice nada de nada: sólo hay más política. Y cuando la política es mala, se llega al final de un mandato sin siquiera fuerzas como para ir a perder cantando.
Y la política del Frente de Todos fue mala. No la gestión, la política. La gestión enfrentó la pandemia, la renegociación de la deuda externa con los privados y con el FMI, la peor sequía que haya visto cualquier ser vivo del país y el impacto de la guerra de Ucrania, en orden de calamidades. Una meada de elefante incomparable.
El tratamiento sanitario de la pandemia fue ejemplar, su resultado político fue desastroso: casi quedó reducido a la foto del cumple de Fabiola y el affaire de 40 jovatos vacunados antes de tiempo. El sistema sanitario se reforzó como nunca, se compraron y aplicaron vacunas de las mejores –no la Sinovac que recibió Chile– a un ritmo casi equivalente al de Estados Unidos, no hubo nunca escenas de asfixia masiva como se vieron en la mayoría de los países del G20, para poner la mayor vara de comparación.
La negociación de Martín Guzmán con los acreedores privados fue clave. En agosto de 2020 se comunicó el acuerdo, sólo en ese año el país tenía que pagar unos 33 mil millones de dólares de capital e intereses (24.500 eran deuda contraída por el macrismo), mientras que en 2021 había que pagar más de 32 mil millones. Tras la negociación, Guzmán logró que se reduzca de un saque el 45,2% de un volumen de esa deuda, difiriéndola en más cuotas y más tiempo.
Dos años después, Guzmán sacó la renegociación con el FMI en términos nunca antes vistos, hasta para sus críticos. Claro que sí, el acuerdo es ruinoso, pero porque tener al FMI adentro es ruinoso de por sí. Nunca una renegociación con el FMI puede ser buena. Se puede elegir cortar la relación; jamás fue ese el plan del Frente de Todos.
Del lado de la gestión se puede sumar tanto el aborto legal como el tratamiento maduro de la marihuana, su lugar sanitario y económico. Se puede recordar el IFE, el ATP, el Aporte Solidario y Extraordinario y, ahora, la licitación del Canal Magdalena y el Gasoducto Néstor Kirchner, que realmente reconfiguran el aparato productivo nacional. Del lado de la gestión está el trabajo: la desocupación está en su nivel más bajo, el trabajo privado registrado en las cifras más altas. Hay más trabajo, no puede dejar de subrayarse en un país donde el neoliberalismo duro, en versión Menem o Macri, generó años y años desempleo de dos cifras.
La interna en la gestión
Pero es el lado de la política el que dinamitó las capacidades del gobierno, porque la política fue sustituida por la rosca interna, y el ruido diluyó la voz y el mando. Fue un gobierno con cada vez menor voz de mando, tapado por el quilombo de sus propios. No había forma de tomar al presidente en serio. Hace meses que Fernández con suerte sale en Canal 26 y en Crónica, ni siquiera C5N.
En ese marco de tiros en el pie continuos y obscena rosca al aire libre fue imposible construir orden y fuerza pública. El gobierno no puede poner en caja ni a las empresas, ni a los especuladores, ni a ninguna tendencia macroeconómica porque, en el reverso, no se pudo poner en caja nunca a sí mismo.
Y la falta de orden y fuerza pública se expresa en la mejor síntesis: los precios. Hace e hizo muy bien el sector privado que tiene capacidad de fijar precios en prenderse en la tendencia inflacionaria. ¿Por qué y en qué iba a confiar en un gobierno que ni siquiera podía gobernarse a sí mismo?
El primer chispazo se notó en la distancia entre la Nación y los gobiernos provinciales durante el tratamiento de la pandemia. Tironeos respecto de quién se hacía cargo de qué respecto de las medidas de restricción y cuidado. Cada distrito, al final, jugó la suya. Y todos dejaron el juego abierto para que Horacio Rodríguez Larreta se convirtiera en adalid, en uno de los distritos con más muertes de coronavirus por habitante del país.
Las idas y vueltas con la nacionalización de Vicentín, una oportunidad mal manejada que quedó en la nada. Las idas y vueltas con los subsidios a las tarifas, con la (no) renuncia del camporista Federico Basualdo, subsecretario de Energía Eléctrica, y la puesta en público del conflicto entre el ministro de Economía, Martín Guzmán, y el kirchnerismo. CFK voceando que había “funcionarios que no funcionan” y diciéndoles luego “vayan a buscar otro laburo”. La fallida reforma judicial, de extemporáneo lanzamiento, y la renuncia de la ministra de Justicia, Marcela Losardo. La ministra de Salud y el ministro de Educación anunciado la apertura de clases y, a los pocos días, el retorno a la imprescindible cuarentena dura. A tres días de las primarias 2021, la presentación en bloque de las renuncias de los funcionarios kirchneristas del gabinete nacional. El atentado al despacho de CFK en el Congreso y la lentísima reacción de sus aliados gubernamentales para dar un repudio. Y ya en 2022, la renuncia de Máximo Kirchner a la jefatura de bloque durante el tratamiento del acuerdo con FMI.
Los diputados de Juntos por el Cambio dieron en el blanco con el lema que repitieron una y otra vez en la sesión en la que se aprobó el acuerdo. Gozaron. “Háganse cargo”, le decían con desembozado desafío al oficialismo. Y tenían razón.
La Cámpora es también responsable, al menos por omisión, del acuerdo con el FMI. Es responsable de que Guzmán haya llegado como llegó hasta la instancia final de la negociación. Si no supo delinear el cómo al comienzo, si no supo participar en el durante, si no supo frenarlo todo a tiempo, en todos los casos es responsable.
Es responsable porque, todavía hoy, La Cámpora es el gobierno. El gobierno, no un organismo de contralor que detenta las verdades puras, trascendentes e inmutables del kirchnerismo. Pero la Cámpora, desde el acuerdo con el FMI, empezó a actuar como si no formara parte del gobierno. Y encima, capaz que creen que los votantes de a pie notan alguna diferencia.
Quizá no se dieron cuenta: el Golem se los está comiendo a todos.
Después del gobierno estallado
Lo que siguió fue una decantación. Cayeron luego los dos alfiles principales del albertismo, el corazón de su modelo económico: Matías Kulfas y Guzmán. Los dos, vapuleados hasta por CFK, en su juego de comentarista destacada del poder.
Desde abajo comenzó a hartar un gobierno que no daba descanso, en una riña constante y sin solución, enmarcada en un contexto donde el sueldo no alcanza, después de los dos peores años posibles, la pandemia.
Lo que en la militancia de base era sea visto como "dejen de darle de comer a la oposición" (que no paró de comer pochoclo todos estos años) y lo que en la gestión fue una tortura de contradicciones, zancadillas, obstáculos y descoordinación, en el ágora de la góndola y el taxi se traducía de modos más furiosos.
Finalmente, el gobierno de Alberto Fernández terminó con la asunción de Sergio Massa en Economía, impulsando un ajuste superior al de Guzmán, con apoyo explícito de CFK y con peores resultados en la inflación y el tipo de cambio. La renuncia comunicada hoy es apenas una nota al pie de ese momento.
Massa se jugó un all in para las presidenciales y viene perdiendo fichas a lo loco. El poder adquisitivo está destrozado. Con el volumen de votos propios más importante, CFK lleva encima su condena en la causa Vialidad y la terrorífica indiferencia mediática con la que se tratan los sucesivos hechos de violencia sobre su vida y su familia. ¿Cómo va hacer para poder hablar de otras cosas en la campaña, para poder plantear otra conversación, una que no la tenga a ella misma como eje, que devuelva esperanzas al 40% de pobres, que no redunde en qué pasa en la quinta oficina del tercer piso de la cámara de casación de los tribunales de Comodoro Py?
Axel Kicillof se recorta solo, capaz de absorber sin dificultad alguna el caudal de voto afectivo a CFK. No es parte del gobierno nacional ni está del todo pegado, se abstuvo con rasgos estoicos respecto de cualquier interna y, por lo pronto, todavía fue inmune a carpetazos y denuncias mediáticas paridas en los sótanos de la AFI. ¿Arriesgaría Buenos Aires en un salto al vacío? En verdad: ¿cómo le estará yendo en la incognoscible provincia de Buenos Aires, donde se registró la mayor cantidad de ausentismo bronca en las elecciones de 2021?
Esos son los problemas inmediatos del Frente de Todos, de cara a 2023. Los más profundos no obstante, son otros.
Este ciclo que hoy entra en crisis comenzó en 2003, hoy Alberto Fernández lo puntuó repetidas veces en su video. Es un ciclo donde el peronismo volvió a presentarse orgullosamente a sí mismo. Vale recordar: por defecto Néstor Kirchner fue el candidato del peronismo en el gobierno. Era el que quedaba. Nadie le ponía el pecho a la elección, alguno no tenía con qué (De la Sota) a otro le sobraba lo cagón y holgazán (Reutemann). El resto todavía estaba enterrado en las ruinas del derrumbe del menemismo.
Sobraban los peronistas, los peronistas que salieron luego de su closet, los peronistas que luego se volvieron destacados, con trajes de ARI o de Frente Grande. Políticos, intelectuales, personajes de la cultura, nadie quería para sí la denominación que a los pocos años –sobre todo, después de la 125– se revoleaba como emblema, porque en 2001 peronismo era neoliberalismo, miseria y corrupción. Peronismo era menemismo.
Si el 2001 dejó a la UCR como partido de nacional de apoyo, a veces de alquiler, también dejó al PJ al borde del knock out. El kichnerismo salvó al peronismo de un ciclo de descomposición que comenzó con la muerte de Perón, siguió con la versión Cavallo y terminó 30 años después. Todo ese tiempo le tomó al peronismo volver al poder pareciéndose un poco más a sí mismo, a su orgullo y su política. Volver con los propios, para los propios, hablándole a los propios y transformando sus vidas.
Hoy hace rato que el peronismo dejó de hablarle a los descamisados y los negros para pasarse casi cuatro años dedicados a rosquear en su propia interna. Ese quizá es su problema más profundo –es quizá el problema más profundo de la política democrática actual y el mayor provecho del neofascismo– y ese es el abismo frente al cual quizá se tenga que enfrentar, de manera decisiva, ante la voluntad popular.