Esa frágil cinta/ era nuestro orden. Estela Figueroa, La cinta*
El uso de una cinta o hilo para curar viene del culto a las reliquias de los mártires. Pienso en el sudario y en las ropas manchadas del aceite verde olivo sobre el suelo de la piedra. Retazos de la tela quedan esparcidos después que el cuerpo se ha levantado, restos de hilos se resguardan y se atan a los dedos de los seguidores, un borde se arranca y se esconde entre los pliegues de una túnica.
El estadal o medida de curación con cinta o hilo tiene un anclaje popular. Las clases altas accedían a la visión cercana de las reliquias, incluso a tocarlas, pagando con dinero o poder. El pueblo las veía de lejos durante las procesiones y los creyentes le acercaban una tela, un pañuelo, para recibir la influencia, para guardar el efluvio, que se imponía sobre los enfermos. Los retazos bendecidos probablemente se cortaban en cintas, y la medida era la distancia del brazo (del codo a la punta de los dedos) de quienes habían estado cerca de la reliquia. Los colonizadores usaban cintas en sus cuellos cuando llegaron, como amuletos protectores.
En Origen, devenir y nuevos tipos de la medida para curar (República Argentina, siglos XX-XXI) de Margarita E. Gentile, se diferencian cuatro medidas sanadoras en América: la medida del perro, que era una cinta sobre el cuello de un perro que no hubiera cambiado sus dientes, se rodeaba con esa medida el cuello de los niños para favorecer su dentición; la cinta roja para ganar a las cartas, y aquí la medida provenía del largo del cuerpo de un niño difunto (un angelito); la medida de la virgen, tomada de la altura de una santo; el centímetro o cinta para el empacho. Esta última se origina en el renacimiento y usa las medidas del cuerpo humano (el Vitruvio de Da Vinci).
Ustedes lo recordarán: la curandera rodeaba con una cinta la circunferencia de nuestra panza, y con esa medida repetía tres veces una oración en susurros y un movimiento: el codo yendo y viniendo de la medida a la boca de nuestro estómago. Si el antebrazo llegaba entero, nuestro cuerpo estaba sano. Si sobrepasaba a boca, había un empacho. Algo parecido pasaba con el susto o la angustia: la medida de la cinta era sobre el largo de las piernas y el codo se movía hasta la parte de la pelvis.
La he invocado varias veces en mis textos: la curandera a la que me llevaban no tenía uno de sus pechos y olía a sus gallinas que andaban sueltas en el patio, quejándose y pegando el olor y las plumas a las paredes, asustando a los pájaros en las jaulas. La cinta que usaba la curandera era siempre la misma y olía a mugre vieja.
En casa curaba el empacho mi abuela, con el centímetro. Ese mismo centímetro se usaba para hacer moldes, mi abuela era modista. A coser había aprendido sola y después en la fábrica, a curar, no sé quién le había enseñado. Nunca me quiso contar qué repetía en voz baja pasaba el codo tres veces. A mí ese secreto me tenía en suspenso. Yo quería entender esas palabras sin que ella me las dijera pero me parecía que redondeaba más la boca y decía más para adentro. Después de un tiempo dejé de querer saber. Le observaba la belleza de sus manos, el aire que partían en dos, el toque sincopado que hacía con sus uñas en punta suspendiendo unos segundos la mano al terminar de medir, y antes de hacer la señal de la cruz sobre mi cuerpo.
*A capella, 1991, Ediciones Delanada, Santa Fe
*2013, Revista de Folclore Fundación Joaquín Díaz ri.conicet.gov.ar