Así como no hubo políticas de prevención, tampoco hubo medidas para la atención de las secuelas en la salud física y mental de las personas afectadas. Las organizaciones sociales tuvieron un rol clave.
“Me acuerdo de ese día, pero eso no es nada, el verdadero desastre viene después”, relató Francisco Niklison en Niñas y niños de la inundación, el especial publicado el año pasado en Pausa. Después del 29 de abril, con el río Salado y su arrollador caudal llevándose puesto todo, quedó al descubierto una Santa Fe desahuciada, con gente sobre los techos, tiritando arriba de una canoa o deambulando desorbitada por las avenidas. El agua ya había entrado: ¿y ahora qué?
Según el Indec, en enero de 2003 el 63,7% de los santafesinos era pobre y el 33,8%, indigente. La gente ya no tenía casi nada antes de la inundación. El gobierno no sólo había omitido dar aviso de una catástrofe que debió haber previsto, sino que incluso había negado que sucedería: las palabras del intendente Álvarez afirmado que “el suroeste de la ciudad no va a tener problemas” todavía resuenan. Por si esto fuera poco, tampoco estaba organizando la evacuación de las personas.
Las listas de “desencontrados” eran redactadas por UNL y ATE, sin ninguna ayuda estatal, y las condiciones en los centros de refugiados –llegó a haber 475, que albergaron a 75 mil personas- eran deplorables. El informe de Médicos del Mundo al respecto identificó los siguientes factores de riesgo: mala alimentación, falta de colchones, frazadas y abrigo, riesgo eléctrico por instalación precaria, escasa cantidad de baños y duchas, presencia de roedores y basura, aberturas sin protección adecuada, falta de privacidad e imposibilidad de conciliar el sueño por la iluminación, el frío y el ruido. También constató “la falta de organización (desorganización absoluta en algunos momentos) de las instancias operativas a cargo de las autoridades provinciales y municipales”.
"Yo no lo sabía" y "A mí nadie me avisó" fueron las dos excusas del gobernador Carlos Reutemann por la inundación de 2003. Como si fuera un nene.
Así se sobrevivía en algunos centros de evacuados. Llegaron a sumar 75.000 en el pico de la emergencia. pic.twitter.com/kuw5h0R8ZP
— Inundación 2003 (@Inundacion2003) April 30, 2023
El enorme padecimiento que significó para las personas la interrupción de sus cursos de vida se veía agravado por la certeza de haberlo perdido todo, inclusive, en muchos casos, a un ser querido. La desidia y la violencia con la que el Estado abordó la situación de las víctimas se reflejó en la nula importancia que le dio a la atención de la salud mental de las y los inundados: el diseño y la implementación de estrategias de cuidado y reparación estuvo a cargo –al igual que en todos los demás ámbitos de acción- de la sociedad civil.
“Algo más se llevó esa inundación que fue mi salud, y en cierto modo la salud de todos”, contó María Elena Schafer, docente de la escuela Falucho de Barranquitas, que perdió a su mamá en la catástrofe hídrica, y añade: “Un mes después de todo esto empecé con ataques de pánico. Tuve dos o tres años de mi vida que no sé lo que pasó, no me acuerdo”.
Saber acompañar
La Escuela de Psicología Social de Santa Fe Dr. Enrique Pichón Rivière fue pionera en el acompañamiento a las y los inundados, tanto en los centros de evacuados como en su propia sede y en la plaza de Santa Rosa de Lima. También formó parte del Comité de Salud Mental, conformado por los Colegios de Psicólogos y Psicopedagogos y por profesionales de distintas disciplinas, y del Comité de Solidaridad, que integró junto a organizaciones sociales y no gubernamentales, gremios y vecinos. En cada uno de esos lugares su labor siguió el mismo principio rector: escuchar y atender las inquietudes de los damnificados.
“A veces no hay que inventar nada, hay que saber acompañar”, sintetiza Mercedes Martorell, psicopedagoga, magíster en Salud Mental y Psicología Social y cofundadora y directora de la escuela, y hace especial énfasis en el carácter político del trabajo de la institución, que apuntó a desnaturalizar lo que había pasado y generar junto a los inundados un proceso de comprensión de las causas que les permitiera salirse del lugar de víctimas: “La gente veía nubes y se aterrorizaba, y no era porque era panicosa, era porque todavía no habían cerrado el terraplén. Se la estaba catalogando de enfermos mentales cuando había razones objetivas para que tuvieran ese daño. Se intentó presentar el fenómeno como una catástrofe natural, y con eso lo que se hacía era diluir la responsabilidad del Estado y garantizar la impunidad”.
Para María Angélica Marmet, referente de la escuela, es “la impunidad, el hecho de que no haya responsables”, lo que “garantiza que la herida siga abierta”. “Tenías que tener un carnet de inundado para ir a buscar comida, cuando esto sucedió en la zona más pobre, y con una pobreza terrorífica como la que había en 2003”, recuerda. “La gente no tenía nada, les arrebataron sus cosas, llegaban sin ropa”, añade Martorell. Para ella, la desprotección de la población no fue casual: “Se habla de Estado ausente, pero el Estado no puede estar ausente, por definición conceptual. Si estuvo desatendiendo la necesidad de un sector es porque estaba atendiendo otras cosas”.
Transcurrida apenas una semana de la inundación, el gobierno empezó a presionar para la reanudación de las clases y el retorno de los damnificados a sus casas, postura a la que la Escuela de Psicología Social se opuso, tal como cuenta el libro “Situaciones de catástrofe”, que recopila las intervenciones de la institución durante la inundación: “El discurso y las acciones que se emprendieron respecto de ‘volver a la Escuela’ y ‘volver a la normalidad’ eran una propuesta que fracturaba la sociedad y promovía –entre otras cosas- la conversión de las víctimas en culpables (precisamente de la demora en normalizar la ciudad)”. “Fuimos testigos de cómo se iban dando las órdenes de ir desocupando las escuelas desde el gobierno, en algunos casos fue de noche y en camiones, a casas que todavía estaban mojadas”, recuerda Martorell.
“El volver a la casa fue tremendo”, relata Marmet. “Ahí aparecieron las montañas de objetos, que eran la historia de cada familia. Fue muy duro para la gente. Pasó mucho tiempo y nos contaban que todavía iban a buscar algo a un armario que ya no estaba más. Todavía tenían una valija preparada con aquellas cosas que tenían que llevarse si volvía a haber una inundación”. Las heridas que dejó la inundación fueron tan terribles que el acompañamiento de la escuela se extendió durante meses y, en algunos casos, hasta años.
“La escuela hizo lo que le dice a la gente que hace, y eso me genera un enorme orgullo por nuestro grado de coherencia”, destaca Marmet, y Martorell resalta que “aprendimos todo lo de lo que nuestros instrumentos teóricos son capaces cuando los llevás a la práctica”.
Muertes silenciadas
La Casa de Derechos Humanos de Santa Fe relevó 158 muertes producto de la inundación, a diferencia de las 23 que admitió el gobierno provincial. Ese recuento abarca muertes por causas asociadas como paros cardíacos, ACVs, patologías agudizadas o trastornos de estrés postraumático que se desencadenaron a partir de la inundación, aunque hayan transcurrido días, semanas o meses.
Por ejemplo, Armando Oliva, barrendero de Cliba, que murió el 28 de octubre de 2003, luego de haber perdido todo: “Le agarró una embolia: nosotros decimos que murió de tristeza”, dijo su hija Delfina. O Pedro Sieliwonczyk, canillita, que “entró en un proceso de depresión y cuando se cumplieron nueve meses falleció por un cuadro de ACV”, según sus hijas. O José Leguiza, que se suicidó el 1 de septiembre de 2003 a sus 46 años: el agua le había tirado la casa abajo. O la abuela de Luis Molinari, que murió tres días después de la inundación porque no tenía más sus medicamentos. O los padres de Norma Vera, que murieron con días de diferencia luego de que sus vidas “se fueran apagando” porque la vuelta a casa era una quimera imposible.
Las vidas que se vieron atravesadas por la catástrofe son incalculables. Los daños económicos, que sí se pueden medir, fueron estimados en 233 millones de pesos por la Cepal, que proyectó que la reconstrucción demandaría 393 millones. Para eso el gobierno nacional destinó 500 millones, gran parte de los cuales fueron dirigidos a 234 localidades de la provincia que jamás tocó el Salado.
20 años después de un crimen que sigue impune –y que va a seguir siéndolo por la muerte de los principales responsables-, Martorell se pregunta “si la justicia no va a llegar nunca, ¿cuáles van a ser los procesos subjetivos y simbólicos que reparen la situación?”, y casi instantáneamente Marmet ensaya una posible respuesta: “A mí me parece que tendrán que ver con el sostén de la lucha y de la organización colectiva para mantener viva la memoria de lo que ocurrió. No sólo recordar el fenómeno, sino entender por qué pasó”.