La serie de Fito, la Bresh, el merchandising de la Scaloneta, ese lugar nuevo para ir a comer... Es agotador estar al día para no quedarse afuera de los debates que recién están empezando.
Durmiendo en la sobremesa de una noche veraniega, mi hermana se perdió el inicio del Milenio. O no, quizá la despertamos a tiempo, no lo recuerdo. Pero recuerdo sí el ritual, ese que se guardaba para los momentos importantes: la mesa larga de la galería de mis padres vestida de gala, las botellas de sidra vacías, el espiral prendido en alguna esquina, y el televisor de la cocina en la punta de la mesa, en ese lugar privilegiado que se le suele guardar al anfitrión, como si acaso él nos estuviera dando la llave del mandala que nos iba a hacer entrar al nuevo siglo.
Sólo un par de veces más ese televisor salió a la galería. En algún partido importante de la Selección o de Colón; y durante la crisis del 2001.
Mientras mirábamos cómo en Japón, en Australia, en Italia, recibían el año 2000 entre incertidumbre, suicidios, teorías conspirativas y mucha, muchísimas esperanzas de que algo mágicamente cambie, mi hermana sucumbió ante el sueño. Y aunque no recuerdo si la despertamos nosotros o los petardos, algo es seguro: en algún momento alguien la llamó a participar de la celebración, pasadas las 12 de la noche, porque era algo irrepetible, único, que nadie podía perderse.
Vuelvo a esto porque hoy, 23 años después, siento que al menos una vez por semana me interpelan con argumentos similares.
Ya han hablado sobre esto expertos de todo el mundo: las cosas ahora se mueven con mayor rapidez. Evolucionan tanto que a veces no podemos seguirles el ritmo. El problema es que además cada vez nos vemos más forzados a correr detrás de todo lo que no podemos perdernos: una serie, un lugar para ir a comer, un nuevo tratamiento médico, un avance en nuestra profesión, un recital, un espacio nuevo de la política, un debate que recién está comenzando. Y así. Le damos tal importancia al llegar primero a todo que probablemente en el medio vivimos consumiendo cosas que ni siquiera nos gustan. Ahí está el epicentro de mi drama moderno: el tema no es ver, escuchar, leer, comer o amar lo que nos apetece. Ahora siempre y en todo momento hay que atar ese consumo a lo novedoso.
Esa es la zanahoria que Netflix puso frente a nosotros.
Toda esta intro es para decir que es prácticamente imposible vivir en este país sin ver, escuchar, leer u opinar sobre lo que la brújula de las buenas costumbres nos indica cada día. Hemos construido un universo cada vez más variado, pero que es de naturaleza intrínsecamente excluyente: no se puede estar del todo “in” porque ese adentro se mueve y muta todos los días.
El miedo mayor con el que cualquier millenial o centennial puede encontrarse es, por ejemplo, no entender un meme. Nada nos destroza tanto como ver esa pequeña pieza comunicacional y no entenderla. Nos hemos quedado afuera del chiste. Somos de nuevo (o por primera vez, dependiendo el caso) el compañero que se quedó afuera del chiste interno del grupo del secundario. Incluso sospechamos que quizás somos nosotros el propio chiste, como si de pronto internet se hubiera puesto de acuerdo para arruinarnos la vida.
Los yanquis, que para esto son mandados a ser, le pusieron un nombre: se sufre de FOMO, una sigla que sintetiza el “fear of missing out” o en castellano el “miedo a quedarnos afuera”.
Algunos en este país, por ejemplo, sufren de FOMO del FMI. Al menos así lo han expresado, viendo que siempre que pudieron nos hicieron entrar de nuevo en la órbita de los créditos usureros.
Lo que pasa con el FOMO es que nunca, jamás, superás ese miedo. Porque todo está construido para que creas que es necesario, pertinente y obligatorio estar al día con el carnet de consumos. Hay que ir al menos una vez a la Bresh. Hay que asistir a por lo menos un festival de música. Hay que mirar y comentar Gran Hermano por Twitter. Hay que comprar ropa vintage que se parezca a la de tu abuelo. Hay que usar riñonera, como un viejo cobrador de cuotas societarias, de esos que pasaban por tu casa una vez al mes. Hay que tener leídas las últimas doce notas de revista Anfibia y hay que tener una opinión al respecto de todas. Hay que saber todas las palabras nuevas, incluso aquellas que en dos meses van a ser resistidas ante la aparición de nuevas palabras más deconstruidas o decolonializadas o amables con el medio ambiente o que simplemente suenan mejor.
Hay que mirar la serie de Fito Páez y hay que opinar sobre la serie y esa opinión tiene que ser pública y tenés que estar listo para poder sostenerla en un debate en el que vas a tener que discutir con otra gente que vio la serie de Fito y que tiene su opinión sobre la serie de Fito y que esa opinión está trabajada para poder sostenerla en un debate público. No vale verla sólo por mirarla. No vale verla y emocionarse si no tenés nada para decir al respecto. Simplemente, no vale tener Netflix si no vas a mirar lo que mira todo el mundo, todo el tiempo y al mismo momento. No se puede, no está permitido. Forma parte de la letra chica del acuerdo que firmamos cuando nos creamos una cuenta.
Con esto quiero decir muchas cosas, pero hay dos que quiero que queden claras: la primera, que vi la serie de Fito y que me gustó mucho. Esa es mi opinión, no tengo más para elaborar al respecto. La segunda es que, así como no me banco a los eternos pioneros en todo que siempre están viendo más allá, viendo algo que vos no ves, marcando el camino hacia el próximo consumo, menos aún me banco a los que se la juegan de contraculturales y tiran ese discurso de que todo lo que hay dando vueltas es una porquería. Maduren. El secundario pasó hace rato. La gente puede disfrutar de lo que quiera. Tu remera gastada de Megaforce no te hace más inteligente, sólo te da un aire descuidado que probablemente no te dé ningún tipo de ventaja a la hora de encarar una conversación amorosa.
Me hace calentar.
Lo peor de la cultura FOMO —que a fin de cuentas no es más que el miedo a sentirnos excluidos, cosa que da para el estudio hasta el hartazgo— es que es carísima. La plata que yo he gastado intentando no quedarme afuera de cosas me ha dejado afuera del sistema crediticio, por ejemplo.
Gasté plata en el álbum de figuritas y en camisetas de Messi. Gasté plata en productos que compré sólo porque tenían el logo de la AFA o la foto de la Scaloneta o algún jugador de la misma en la tapa. Comí la hamburguesa del Dibu Martínez, que como hipertensa y diabética no está permitida dentro de mi dieta, y mientras la comía pensaba “esto es basura. Esto tiene más químicos y porquerías que una línea de merca”. Pero como no vienen líneas de merca de la Scaloneta ese no fue un problema.
Y hasta que no completé todo ese ciclo, no me sentí realmente campeona del mundo. Hasta que no compré la copa plástica impresa en 3D para poner en la repisa, no me sentí parte de este momento de la historia argentina.
Así con todo. Así vi Argentina, 1985 y empecé a hacerme un cowashing en el pelo y a usar sorbetes de metal y a consumir menos harinas y a escuchar más pop electrónico y a leer la última nota de Flor Freijo para después opinar en Twitter y que Flor Freijo me dé like sólo para bloquearme un rato después cuando leí la contra nota que alguien escribió sobre la nota de Flor Freijo y volví a Twitter a opinar, pero esta vez en contra de Flor Freijo.
Es agotador. Es desgastante. Es carísimo. Y la mayor parte del tiempo no es siquiera divertido. Pagué fortunas para ir a la Bresh y cuando estaba en la Bresh me di cuenta de que la Bresh no es para gente como yo. Es para gente que va a la Bresh.