Hago pan y plantas porque me da la gana y porque me salen bien. Me hace bien hundir las manos en esos elementos que son parientes porque se nutren uno a otro: harina y tierra. Durante años pensé que la escritura me venía de mi madre porque me compra libros, pero pan y plantas también refieren a una educación de los sentidos previa a la escritura que me dieron otras personas de la familia.
El primer registro de esas acciones está en mi abuela materna. Manos blancas de fantasma, le veía, como guante, hecho de todas esas motas volátiles salidas del volcán de harina seca. Después con la soda (en casa le ponían soda a la pizza en vez de agua) se le pegoteaban los dedos al mezclar. Por último, untaba sus dedos con el aceite y hacía el masaje de estirar hasta el borde del molde.
Si ella hacía plantas, el baile estrella era amasar y separar la tierra ya humedecida, para oxigenarla o para trasplantar. Tengo pegada esa costumbre: si una planta no camina, hay que renovar la tierra. Se la vuelca y a revolver, para airearla al sol. Salen los bichitos, se contorsionan las lombrices picudas, enojadas. Una vez la tierra está respirada, espolvorear con cáscara de huevo para fortalecer. Las manos negras, quedan acá, debajo de las uñas se prenden las partículas de limo, arcilla y arena, y si ponemos las manos cerca de la cara, vemos esas tres partes. Hay que oler, cuando uno revuelve la tierra, es olor de suceso presente, porque no se huele nada cuando la planta quedó ya hecha, el olor verde tapa el de la tierra.
Con la harina, el olor viene al final. Sazón, fermento y salida del horno son tres momentos a los que dedico especial atención. La sazón para mí es volcar la sal entre los dedos y luego echarla a la comida. Ahí ves la cantidad y la corredera, hay que probar la masa luego del primer amasijo, tocar con la yema del dedo y probar con la lengua si falta o sobra. El fermento es cuando la levadura crepita en la taza, y lo hace mejor con una pizca de azúcar y luego agua tibia. Cuando el amasijo está leudado, no hay consistencia de porte y levedad que se le compare en la cocina. Al sacar del horno, el primer gozo es hundir suave un cuchillo con punta y sacarlo limpio, humeante, sin mancha. Sacar y tapar con repasador para que conserve humedad y sorber el vapor y el perfume, estarse ahí un rato, oliendo, anticipando el regocijo de las bocas al comer.
Imagino que es un mecanismo ancestral. ¿En la prehistoria habré sido un animal de olfato cavernario? No lo sé, pero seguro es filiación sensorial con mi padre. Él lo traía a su vez del cuidado del campo, huertas y jardines de sus padres. Hacía algo que repito con mi hijo: cortaba una hoja de romero o de laurel, o de árbol de limón, la deshacía un poco entre sus dedos y la olía. Después me daba a oler a mí.
Mi mayor perplejidad después de parir fue ver a mi hijo reptar de la panza al pecho hasta alcanzar la teta. Abría sus fosas nasales y hacía gusano. Yo lo dejaba, llegaba solo. Igual hacía mi perra cuando era cachorra, reptaba desde mis pies como una monita, hasta el regazo calentito o el upa de los brazos. Ahora mi hijo come porque huele, ha ido ampliando sabores, me ve a mí oler y probar; yo le doy para oler y probar.
En este momento dibuja desaforadamente sus Among Us de colores, luego los recorta para armar ciudades y reinos, corre del comedor a la cocina, vuelve del patio y me pega el grito que se siente el pan en el horno, que ya debe estar.