Un aleteo pesado y corto me detiene mientras camino por una de las veredas de la iglesia de Santo Domingo. No pienso en nada en ese momento, pero el movimiento me perturba. Miro hacia arriba, hacia la alzada y los huecos de la iglesia, por donde aparece el movimiento. Alcanzo a contemplar todo el arco salvaje: un ave con pico ganchudo despliega y contrae sus alas con ritmo de obrero de carga. No alcanzo a ver si es un carancho o un gavilán, se lleva una paloma entre el vientre y las garras.
El sonido que hace el ave no se oye, no sale nada de su pico. La cazadora está ocupada en llegar al techo de la casa en ochava, frente al convento. Se posa con peso desequilibrado hacia adelante, aterriza en el borde hecho una bola, pone freno con el pecho y enrolla la paloma como un ovillo, o la paloma se enrolla, no entiendo bien. Se debate sobre sí misma, quebrando su cogote hacia adelante, hacia atrás. Tiene las alas atrapadas, es imposible su escape.
Me quedo unos minutos observando. El ave carroñera silenciosa, con la vista sobre el cuerpo cazado, borbota de energía, hinca el pico dos veces, tres, sosteniendo el cuerpo que va a morir. La paloma debe saberlo, pienso. El ave mayor olerá en cada rasguido de su pico el sabor de las plumas, imposibles de romper del todo, aceitosas y huecas. Recién cuando abra la piel y asomen la sangre y los ligamentos verá que la paloma empieza a aquietarse un poco. ¿Esperará, como hacen otros depredadores, que se termine el movimiento completo? ¿Respirará la paloma cada vez menos, sentirá irse su latido, se va a rendir antes de tiempo? ¿En qué momento las dos aves entrarán en la calma sobria de lo que está hecho, en la energía del cauce vuelto a su origen?
No sé qué siento y decido dejar de mirar. Algo me detiene, no sé qué es, si el entrenamiento en el goce previo al banquete cuando busca intimidad, el contrapunto fino de la paloma que sigue obedeciendo a la contorsión pendular del cuello. La tranquilidad que le vendrá al carancho o gavilán me raspa adentro.
El ave cazadora oculta a la mirada de la calle su comida recién ganada. Me da la espalda a mí. Espera. Le dará ese abrigo piadoso a la muerte sola. Nadie más observa la escena.
Hay un poema de Baudelaire en el que asemeja al poeta con el vuelo del albatros, un gigante del mar que no conozco y que, dice el poema, los marinos se alegran en cazar por aburrimiento. Señor del nublo, le dice al albatros, que habita la tormenta y se ríe del ballestero.
Sigo caminando y pienso en la imagen que no deja de reproducirse en mi mente. La replico muchas veces, vuelvo a verla como una ráfaga panorámica a la que le faltan algunos negativos. ¿Voy a escribirla o voy a refugiarla de la mirada de los otros? Estoy varios días así. Decido escribirla, eligiendo las palabras. Hacer oír el latido del animal que también llevo dentro.