Mauricio Dayub trajo su trabajo a la sala de ATE Casa España. Repaso de la trayectoria y el presente de uno de los mayores actores de la escena argentina, a través de su puesta "El equilibrista".
Corría 1980. Un joven actor se integraba al elenco del Grupo de Actores de la Biblioteca Moreno, que quien firma esta crítica integraba, dirigido por Antonio Germano. “Macbeth”, de William Shakespeare, fue su primera realización; vendría luego “Regreso a casa”, una versión de “Todos eran mis hijos”, de Arthur Miller, y luego su gran protagónico en “Rockyfeller en el lejano oeste”, de René de Obaldía. Un éxito detrás de otro éxito. Después, una Beca del Fondo Nacional de las Artes llevaría a ese joven actor hacia Buenos Aires. Así comenzaba una fecunda carrera Mauricio Dayub.
“El equilibrista”, la obra escrita por Patricio Abadi, Mariano Saba y Mauricio Dayub, es una formidable pieza de mecánica teatral, en la que la palabra “mecánica” no se refiere en modo alguno a un alarde de virtuosismo técnico, sino a la pericia de los dramaturgos que estructuran, con total libertad, una exposición verbal que engendra acciones que, a su vez, engendran más palabras, sin que se advierta ninguna fisura entre el texto y la acción: es todo uno, y de una extraña, misteriosa, secreta hermosura que reluce permanentemente en la cómoda sala de ATE Casa España.
Quienes ejercen la actuación y la entregan al prójimo practican una de las formas más altas y puras de la misericordia. No sólo por caminos aparentemente contrarios, dice el refranero anónimo que “actuar refleja también la alegría y la tristeza del alma”. El verdadero actor exige un espíritu poético, capaz de elevarse a la libertad y a la filosofía y dotado no de un gusto vacío, sino de una manera más alta de considerar al universo. Es lo que logra en la escena Mauricio Dayub, para comprobar que es uno de los actores más grandes de su generación en la historia del espectáculo argentino.
Recordemos entonces que el teatro brinda siempre la posibilidad de desechar máscaras, de revelar el contenido real, de fundir en un acto las reacciones físicas e intelectuales. El rol del actor es un salirse de sí mismo y, así entendido, es una invitación al espectador. Ese acto puede compararse con el amor más auténtico. Y es en esa vertiente en la que se nutre, precisamente, Mauricio Dayub, para realizar un espectáculo sin dudas admirable. “El equilibrista” es la posibilidad de transitar por un vital y seductor camino donde se habla de los recuerdos, del amor, la soledad, la locura, la importancia de sentirse vivos y de cierta manifiesta prepotencia de los sentimientos.
“Cuando llegué a ser adulto me di cuenta de que estaba en un problema: no me gusta la vida de los adultos. No me gustan la resignación, los cumplidos, los bancos, ni los remedios. Me gustan la ilusión, la euforia, la expectativa, la posibilidad. En eso ando. Por eso este espectáculo”, sostiene Dayub en el bello programa de mano. Expresión de fe en el ser humano. Seis personajes reflejan –desde el inteligente y emotivo texto– en parte el devenir humano. Con mucho humor y diversión y emoción pura, que alcanzan a conformar un fresco en el que se combinan la pena y la alegría para reafirmar que la vida continúa a pesar de todo.
Desde el inicio, Dayub crece dentro de sí mismo, en forma progresiva, hasta casi estallar. Comienza creando. Crea hasta el final, y no cesa. Y a medida que va hablando, la cara, la voz y el cuerpo se van transformando en el mapa de las sensaciones más variadas, poéticas y bellas. Se nutre de un inspirado texto, que los espectadores ven después convertido sobre la escena en ciudades y desiertos, arboledas y jardines, en cielo. Y en vida y en muerte. El texto es dramático, satírico, loco, mordaz, lindo. También es ingenioso y de una espontaneidad que derrumba cualquier prevención. Pero esencialmente posee inteligencia y mueve a la emoción más pura y a la reflexión.
César Brie construye desde la dirección un mundo cargado de poesía y belleza indiscutibles. Su labor es impecable, minuciosa, con un ritmo sin pausa y una finura de detalle que no libra nada al azar. Lo acompañan en esta verdadera proeza teatral todo el talento de su actor protagónico, entregado sin fisuras a la multiplicidad de roles a los que le entrega el alma. Mucho tiene que ver también la labor del director asistente Paolo Sambrini, el diseño fantástico y detallista del vestuario y la escenografía móvil de Gabriella Gerdellics, el diseño escenográfico de Graciela Galán, el diseño de iluminación de Ricardo Sica y la música de Pablo Brie.
Distracción, diversión, fuga de sí mismo, eso es alegría, dijo alguna vez un poeta. La risa, como el llanto, son dos válvulas de escape, ya que frente al pensamiento el hombre tiene un miedo ancestral. Cuando se piensa sin miedo, la alegría pierde esa condición de superficialidad que se le atribuye.
Entonces, además de distraer, se puede intensificar la vigilia para estar más despiertos y alertas. Mauricio Dayub lanza a la platea el placer sencillo de disfrutar de la poesía y promueve, después, la reflexión. Es el momento de mayor poesía y entrega absolutas para sumergirse en carne viva en los remolinos de lo terrible para ser nuestro hermano en el dolor o la soledad. Dayub levanta una delgada lámina de las que integran toda su superficie, para encontrar después otra y otra. Para entregarla al prójimo con todo su talento.