Salió “Diario de la dispersión”, el primer libro póstumo de la actriz, cantante y escritora marplatense.
Después del Diario del dinero, que Rosario Bléfari dejó listo para publicar antes de su muerte, Mansalva editó el Diario de la dispersión. Las entradas del diario corresponden a los días que la artista pasó en Santa Rosa, La Pampa, en la casa de su papá. Había decidido instalarse allá para alejarse del estrés de Buenos Aires. La idea era viajar cada tanto, pero llegó la cuarentena y ella quedó en la casa familiar y su compañero e hija en CABA. Quedaron en CABA también algunos proyectos en los que Rosario estaba participando.
El libro es también un testimonio de la relación de Rosario con su pueblo, con su casa, con nada menos que La Pampa, el interior del que poquísimo se habla. En vida, Rosario lo publicó en La Agenda. El libro, ese objeto, ese médium, no es lo mismo.
“Pasaron las semanas, los meses, y en el camino muchas veces pensé que este era el diario de la dispersión pero también el diario de mi salud debilitada –aunque no hiciera alusiones directas a ella–, el diario de las despedidas, el diario de una mujer que responde a la obligación filial de hija única para salvarse a sí misma al mismo tiempo, el diario del amor, la maternidad y la amistad a distancia”. Así describe Rosario su diario. Dice también que es un experimento: el registro de la dispersión como método, como una manera de hacer en el arte.
Un experimento que se le fue de las manos porque la pandemia y el estar encerrados había puesto a todo el mundo a hacer algo parecido. El aislamiento general aparece apenas como contexto en el libro, quizás no era un problema porque ella ya había hecho arreglos por otras razones. Quizás encontró algo de compañía en que mundo se meta todo para adentro al mismo tiempo.
Siendo la artista que era, que podía cantar, escribir, actuar, hacer tantas cosas bien con una voz única, en el diario se registran las ideas y devenires de varios proyectos. “La gran actividad de la dispersión como método”, como la nombra, reúne el proyecto de escribir partituras para aprender guitarra, grabar como canciones los Cantos a Berenice de Olga Orozco, un collage experimental y un tejido al crochet, entre otros. En cada uno, entre las decisiones cotidianas -no es la búsqueda de una obra, dirá, solo un quehacer-, sopla la curiosidad como fuerza vital.
Es el diario de la práctica de un oficio, de los varios oficios que tenía Rosario o de su oficio artístico propio y particular, y su entrenamiento a ensayo y error. Sobre la dispersión en el proceso de experimentación y contemplación. “Es que mirar y mirar es un gran trabajo, igual que escuchar, pero en un momento… basta, hay que tomar decisiones y hacer, después en todo caso volver a mirar, porque mirar es infinito y las mismas cosas se transforman debajo la mirada… […]…Mirar puede ser todo. Entonces no queda otra que interrumpir la contemplación e intervenir de alguna manera”, escribe Rosario en una de las entradas.
“Hay que encender y apagar la lámpara de acuerdo con los accidentes del camino”, dice de nuevo, tomando los versos de Olga Orozco. Hay muchas citas y referencias en el diario, porque entre lo que cuenta sus días, Bléfari comparte fragmentos de sus lecturas en aquel tiempo. Son lecturas que recuerda de su biblioteca en Buenos Aires, otras de libros que se llevó consigo y otras que busca en la casa de su papá. Muchas son lecturas que consulta para “espiar cómo hace para referirse a lo que está haciendo” la/él autor.
En uno de los últimos tweets en la cuenta de Rosario, de aquellos mismos días, ella está pensando sobre sus encuentros con referentes del mundo del rock, con su relación en general a lo largo de su carrera. Entre eso recuerda una vez que le mostró sus primeras canciones a Charly García. “Nunca más lo vi ni hablamos, cuando me fui me dijo: yo me quedo con el original y me dió una copia. Se lo escucha gritar cosas como indicaciones que me daba. Lo bueno de aquél encuentro fue ver la capacidad de trabajo de alguien y me señaló que no usara el tú. Nunca lo usé”, twitteó.
En la muestra de Nora Lezano en la Estación Belgrano, FAN, donde había muchas fotos de Charly, muy amigo de la fotógrafa, había también algunas de Rosario. Una con Suárez y otra ella sola, en cuatro patas, arriba de un mueble de escritorio. Su mirada, hacia la cámara, es hermosa. “Su cara atraía toda la luz”, escribió Alan Pauls después de su muerte, y la foto es una prueba de eso.
La escena, en la que no se sabe si está moviendo mueble o sólo posando para Nora en una habitación abandonada, me hace pensar en un poema de Analía Giordanino. Ese que empieza con “Lijar un mueble es cosa de paciencia” y a medida que lija se el mueble aparece un color zapallo hermoso “que dan ganas de lamer y sembrar”.
A lo mismo va Rosario, en el Diario de la dispersión cuando cuenta que se entusiasma con su habitación convertida en taller de proyectos, en una cueva que le permite la “quietud necesaria para mientras tanto trabajar en un nivel de programación y reprogramación interna de los materiales”. La dispersión, tirar un poco de allá, descansar, buscar por otro lado, como capacidad de trabajo. Un lugar y una disposición del ánimo para “crear un espacio mental para que exista” el pensamiento, para escuchar el deseo y elegir los próximos movimientos. Para escucharlo aun cuando se está esperando el final, como estaba haciendo ella, refugiada en su pueblo y sus proyectos. Hacia el final del libro y de las entradas del diario, esa energía sigue viva.
Un punto de quietud, de paciencia, de silencio. La tranquilidad necesaria para hacer, para crear, sin la claridad de un objetivo por delante, sino la claridad de la presencia, de cada puesta en escena, cada composición, cada impulso. Es ese el talismán que el Diario de la dispersión nos trae si podemos seguirlo y encontrarlo entre sus páginas.