Ante una campaña coucheada hasta el hartazgo, insípida e inolora, asoman posibles estrategias para ganar el voto de ese amigo o compañero de trabajo que está desinformado hasta la médula.
Cada cuatro años, con suerte, esa discusión que tenés con tu compañero de trabajo se vuelve útil, importante, decisiva. Me refiero claro a esa charla que te mantiene al filo de la silla, que hace que el mate se enfríe, que te abstrae completamente de lo que sucede a tu alrededor. La charla que comienza, con ciertos matices, con un “vos… ¿a quién vas a votar?”.
Es magnífico como bajamos la guardia frente a quien sentimos permeable a nuestras influencias. En esa pequeña trinchera militante, en ese intento ínfimo de sentir que hicimos algo para torcer el resultado electoral, dejamos todo. Le concedemos al otro, con quien tenemos cotidianas diferencias (algunas incluso imposibles de subsanar), la victoria en algunas batallas porque queremos ganar la afrenta mayor: de esa discusión nos tenemos que ir con un voto a nuestro favor. A veces nos alcanza simplemente con que el sujeto en cuestión vote en blanco o simplemente no vaya a votar. Todo, con tal de que no vote a la derecha. En esa charla, en ese intercambio, hacemos algo magnífico: adaptamos nuestro discurso, nuestra ideología, nuestros argumentos, a quien tenemos en frente. Lo acomodamos para que se convenza de que nosotros sabemos qué es lo que le conviene. Lo manipulamos, usando a nuestro favor toda la información que recolectamos en charlas anteriores. Le manejamos las pasiones, las indignaciones, la sensibilidad.
En esa charla, y sin importar a quién militamos, somos por un ratito jefes de campaña.
No sé si ustedes viven esto con la misma intensidad con la que yo lo vivo. Mentalmente, llegada esta época del año, comienzo a trazar estrategias: a quiénes voy a ver, con qué excusa, con qué pretexto, para poder cosechar al menos una buena cantidad de votos. Muchas veces no tengo en claro hacia donde, pero siempre sé que lo más importante es disuadir. Me transformo en el algoritmo de Netflix: me aparezco de la nada, sin que vos lo pidas, a decirte que tal o cual candidato o espacio tiene un 94% de afinidad con vos. ¿Qué gano yo con esto? Además del ratito en el que siento esa magnífica sensación de superioridad moral que me confiere estar por encima de alguien, me deja una suerte de expectativa. Quizás puedo torcer las tendencias electorales. Quizás mi magra colaboración termina torciendo un resultado. Quizás soy la heroína en las sombras.
Pensar que hay gente que cobra por ejercer ese trabajo.
En esto nos vamos a detener hoy: tal y como viene la campaña, tanto la nacional como la más local, se dificulta mucho la tarea del militante diletante. Todas las campañas son iguales. Todos los discursos son iguales. Hay un culto al desmadre o a la moderación, pero los matices son tan sutiles que de a ratos se superponen, como un diagrama de Venn de la falta de creatividad. Esta campaña de community managers y couches me resulta insípida, inolora e incolora, tan aburrida como esos capítulos de relleno de las series en donde el protagonista de golpe tiene una serie de flashbacks a su adolescencia que no suman pero tampoco restan si no que, a riesgo de redundar, aburren.
A la campaña le falta no una narrativa (o un “storytelling”, como dirían los que estudiaron en la Universidad de Palermo), sino una novelización. Le falta identidad. Le falta peso. Le falta épica. Le falta hasta léxico. Lo único que tiene, por ahora, son notorios antihéroes. Y hasta esos están mal escritos.
Son Carlín Calvo en El Hacker. O peor, son Carlín Calvo en Drácula. Y nosotros necesitamos un Carlín más al estilo de “Amigos son los amigos”. Sin los chistes misóginos, aunque a estas alturas eso ya sea mucho pedir.
Es increíble, porque en la era “on demand”, en donde todo está hecho a nuestra medida, las campañas han virado para el otro extremo: son profunda e inequívocamente genéricas. Quién es el alma mater, la mente maestra detrás de esta jugada, es difícil de saber. Pienso en un señor de traje sin corbata con un Iphone y una barba encanecida desde alguna oficina en Puerto Madero digitando todo y se me muere el pequeño José Pablo Feinmann que llevo adentro. A veces pienso en eso que “llevo adentro”. Me imagino mi interior como una vieja escenografía de canal 9, de la era Romay, en la que en una especie de panel pululan y circulan destacadas personalidades de la historia. Es como un “Intesa-Mente” pero alimentado a Leonardo Favio y Virginia Lago.
Quiero decir, antes de continuar con este análisis, que aquí no leerán que el problema son “los políticos” o “la política”. La política, excelentísimos lectores de estas líneas, somos nosotros militando cualquier cosa, gratuitamente, en la cola del cajero automático. Aquí hablo del subsistema que se sostiene como una especie de parásito deambulatorio que aparece y desaparece cada cuatro años: hablo de quienes nos quieren vender que saben qué hay que hacer para que un candidato sea efectivamente elegido. Hablo de quienes venden eslóganes, jingles de campaña, videos para redes sociales, cambios de estética, cambios de discurso, cambios incluso de espacio político. Hablo de los que venden desde las sombras. Hablo de los que venden humo.
Hablo, además, de los que venden una fórmula ganadora que se repite constantemente y hasta el hartazgo: el candidato perfecto es hombre de familia, es blanco, transmite confianza precisamente porque es hombre de familia y blanco, ama la cultura del trabajo, habla claro (y por esto nos referimos a que trata un poco de idiota al electorado), de lo posible es un pibe de pueblo o de barrio que “se hizo de abajo” porque proviene de una familia de gente blanca y con “cultura del trabajo” que le transmitió valores. Lo de los “valores” es fundamental aunque no sepamos muy bien a qué hace referencia. Y si no es ni de barrio ni de pueblo (aunque una podría argumentar que, literalmente, todos somos de algún barrio) debemos bajarlo al llano con algún otro detalle: es futbolero, toca la guitarra, tiene algún tipo de hobby raro, colecciona canarios o en sus ratos libres les hace las trenzas a las hijas y pinta murales en algún centro cultural del conurbano. Preferentemente tiene que ser del AMBA. Eso te garantiza al menos ganar las PASO. Después, debe ser de ciudad de Buenos Aires. Incluso si es candidata a gobernadora de una provincia, mejor si es de la ciudad de Buenos Aires. Tiene que ser feminista pero no tanto, progresista pero no mucho, duro con los piqueteros, pero que venga a terminar con la pobreza, aunque no de forma literal, astuto para no responder ninguna pregunta seria y muy rápido para salir descontracturado en los tiktoks.
Tiene que dar bien en cámara para los videos dándoles abrazos a las abuelas, para sacarse fotos con un casquito amarillo en alguna obra en construcción, y fotos recorriendo una fábrica con cara de estar entendiendo el torno que le están mostrando, y fotos en una mesa rodeado de “su equipo” (porque además de valores todos tienen su equipo) mirando mapas y planillas de Excel impresas, y tiene que tener buen andar para hacer videos caminando hacia la nada y señalando cosas que nosotros no vemos, y usar mucho las palabras “juntos y unidos” o “esperanza” o “reconstrucción”.
Díganme si no están pensando en alguien ahora mismo.
Hay algo de todo eso que tiene un tufillo a campaña que una vez le funcionó a un republicano en las elecciones municipales de Delaware que me destruye emocionalmente. No hay nada de eso, en lo absoluto, que tengo un mínimo de conexión con el señor que se asomó por la ventana del Obelisco al borde de la muerte para festejar un Mundial. Esta campaña es una mesada de mármol trucha, algo que pretende tener épica, pero no lo logra. Tiene la gracia de un pulover gris de Mauro Sergio, de un cactus plástico que decora el dispenser de agua de una oficina, del olor a “playa” del Poett que no tiene ni olor a arena, ni a bronceador, ni a panchitos o choclos con manteca.
Esta campaña no es digna de un país en el que Mónica Farro tiene un gimnasio al que le puso de nombre, como es obvio, como es natural, como es argentino: Mónica Fierro.