Una tormenta de verano inundó la vereda de noche, desprendió la ropa colgada y mojó la hamaca. El viento frío del día secó el barro y todas las cosas. Vuelve la noche, pero ahora, en vez de lluvia trae una cifra, es la tercera noche desde que alguien se fue. Sus libros siguen en la mesa, una casi imperceptible capa de tierra los cubre. Torpemente relato un poema de Estela Figueroa que leí anoche, sus imágenes persisten, los libros sobre la mesa, el tiempo medido en la fina capa de tierra que los cubre, ajena a la tormenta, pero formada por vientos igualmente imperceptibles para la mirada que designan. Ese tiempo demasiado lento para hacer su trabajo, borrar palabras y secar el alma desprendida como ropa y estrujada como hamaca.
Requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, nublaron la razón de Alonso Quijano. También la del personaje de L’orage, la canción de Georges Brassens, quien inesperadamente y merced a la ira de Zeus, supo tener a la vecina en sus brazos. Fue una noche de noviembre, cuando ella, asustada por tanto trueno, golpeó su puerta en camisón. Luego el amor hizo el resto. Cuando el cielo recuperó la calma, ella volvió a su casa para secar a su marido, quien, en las noches así, por cumplir el deber, descuidaba el hogar: era vendedor de pararrayos. Antes de alejarse, ella prometió volver la próxima noche que quedara sola. Desde entonces él permanece escudriñando el cielo y maldiciendo el buen tiempo. Ruega con toda su fuerza que vuelvan esas gloriosas nubes oscuras, aunque sabe, irremediable y fatalmente, que el chubasco que espera, no traerá más que dolientes recuerdos. Sabe que aquella irrepetible noche de truenos y fuego, aquel marido vendió tantos y tantos palos de metal que se hizo millonario y que, acto seguido y sin dudar, se llevó a la mujer a un lejano y desierto país, donde nunca jamás nada cae del cielo. Así, como la queja errante del enamorado de Merceditas, pero sobre los techos de algún pueblo francés, el samaritano vecino que ya nunca podrá dejar el balcón, pide que su lamento, retumbando como tambor logre llegar hasta aquella maldita tierra donde ella está, para hablarle de la lluvia, para recordarle el mal tiempo que compartieron y, principalmente, para contarle que el último rayo de aquella interminable noche, se le clavó como un flechazo asesino y dibujó en su pecho una pequeña flor que se le parece.
Otro personaje mirando fijo por la ventana. Un recuerdo que atormenta, una mujer, marcas que laten como cicatrices abiertas en lo más hondo. Lo indecible que retorna, ahora en un relato breve de José Luis Pagés, que además termina con un relámpago. Esto último no sería singular, si no fuera que el final en sí, es, parejamente, un trueno, luminoso y rotundo, fulminante. Fue publicado en La calle, su columna en Pausa, se titula Nublado. Un hombre quiere escribir sobre una mujer de quien se sabe o se dice que fue desaparecida o asesinada en 1975, mientras estaba embarazada. Sin embargo, en la última imagen que él guarda de ella, la recuerda con un bebé a cuestas. Él quiere o necesita contar eso y no puede. Escribe y arranca la hoja. Repite insistentemente ese fallido intento que parece transformarse en ritual, lo mismo que sus alucinaciones o las apariciones de la mujer. Transcribo el imborrable final, para el que no hay pararrayo que valga: “Eso quiere contar ahora, pero nada es seguro y así, más teme al daño que al beneficio de una verdad a medias. Tormenta, relámpago, oscuridad. Entre los fresnos ella se deja ver como quien ha preguntado y espera una respuesta”.
Para protegerse de los rayos hay que evitar el ceibo, el algarrobo y el ombú. También es necesario tapar los espejos, cerrar ventanas y puertas. Luego apagar velas y lámpara, y, por nada del mundo, se debe montar un caballo blanco. Supersticiones y amuletos, se llama el libro de Zapata Gollán, el año 1960 está escrito en la tapa y el nombre de mi abuela en la primera página.
El gomero es mi árbol preferido y también otro poema de Estela Figueroa, que no conocía hasta anoche y que dice rigurosamente lo que sentí cada vez que vi uno. Cito solo dos versos que vienen al caso “no sucumbe a las tormentas/en invierno sus hojas se tornan de un amarillo purísimo/y caen una a una sobre la calle /como lágrimas de un enorme Dios que llorara”.
Seguí hurgando en sus poemas hasta tarde y, además de tormentas, árboles y melancólica y desgarradora música, también encontré la descripción más tenebrosa y certera, o más precisamente, una manera implacable de decir la tormenta. Se trata de unos versos que ella cuenta que una vez leyó casi de casualidad y que nunca la abandonaron: “¿quién hay en mí que me odia tanto?”.