Sectores cada vez más amplios de la juventud abrazan hoy las ideas de la derecha más salvaje y erigen a Milei como su referente. ¿Qué hicimos mal para que nuestros pibes se vuelvan liberales?
En los últimos años comenzó a sobrevolar una preocupante pregunta: ¿acaso la rebeldía se volvió de derecha? Históricamente, fue la izquierda la que ostentó el rol de desafiar el status quo y cuestionar las estructuras de poder vigentes, motivo por el cual sus ideas siempre tuvieron mayor pregnancia en la juventud, predispuesta intrínsecamente a la rebeldía. Sin embargo, hace un tiempo la derecha comenzó a instalar a nivel global la idea de que, en realidad, vivimos bajo la dictadura del “comunismo cultural”. Bajo esta óptica, el Estado, las instituciones, las universidades, las ONGs y hasta los medios de comunicación –es decir, el establishment- estarían en manos de la izquierda y el progresismo y promoverían valores que subvierten el orden tradicional. De repente, los buenos pasaban a ser los malos y los malos pasaban a ser los buenos; por lo tanto, ser de derecha era rebelarse frente al status quo. Esta avanzada tiene, además, un fuerte componente antifeminista, organizado en torno al rechazo de la “ideología de género” y a la idea de una dictadura de la “corrección política”, en la que los varones ya no serían libres de decir lo que piensan. Esta idea caló en una gran porción de la juventud –principalmente masculina-, merced a una eficaz y coordinada estrategia de comunicación a través de las redes sociales; nadie le sacó más el jugo a los algoritmos que la derecha.
La figura de Milei surge en este ecosistema intelectual, que considera que cualquier intervención del Estado –salvo la represión policial– es comunista, y si bien refleja una tendencia mundial de auge de figuras de extrema derecha, también presenta componentes propios. Hace diez años, cuando Fantino y compañía comenzaban a invitarlo a sus programas, Milei no hablaba de la “casta” y su insulto predilecto seguía siendo “zurdo” y no “chorro”. Desde que comenzó su carrera política, paradójicamente, Milei comenzó a plantear como eje central de su retórica un “ellos y nosotros” organizado bajo el concepto de “casta”. La casta son los políticos –del Ejecutivo y del Legislativo, jamás del Poder Judicial-, pero también los empleados públicos o los investigadores del Conicet. Del otro lado están los laburantes, aquellos que intentan progresar a pesar de la asfixia impositiva y que sostienen “con la suya” las vidas de los primeros. Algo interesante es que, mientras el macrismo ya planteaba una oposición entre la gente que trabaja y los que viven de arriba, estos últimos estaban representados por los “planeros”, es decir, por pobres. Milei, si bien está en contra de los planes sociales, no construye como su principal enemigo a aquellos que los perciben, sino a la clase política.
Así, apuntando a un adversario concreto, reconocible y con privilegios reales como “la casta”, Milei logró canalizar una consigna como el “que se vayan todos”, nacida al calor de las ollas populares, hacia el liberalismo más salvaje. Milei moviliza una energía rebelde y la dirige hacia un enemigo mucho más identificable que los más abstractos “poderes concentrados” que suele invocar la izquierda. Esta rebeldía se potencia con algunas cuestiones de imagen –los gritos, las puteadas, la irreverencia- y, sobre todo, con la idea de Milei como un outsider: alguien nuevo, sin “aparato”, sostenido sólo por la fuerza de sus ideas, que puede ganarle una elección presidencial a los partidos tradicionales sin siquiera tener fiscales. En términos de imagen, la campaña de Milei tuvo mucho del do it yourself: un tipo recorriendo el país en una tráfic, sin intermediarios, siendo abrazado por mareas de gente que puede hablarle, que puede tocarlo, casi como se toca a un mesías. “Por favor, salvá este país”, le ruega un pibe mientras le extiende la mano en uno de sus últimos videos de campaña. Su estrategia en redes refleja también esta estética, con posteos sencillos, en mayúsculas, alejados del tradicional y acartonado estilo que suelen adoptar los candidatos; la impresión es que no hay un community manager, que todos sus posteos los hace él, algo que refuerza una idea de autenticidad.
De más está decir que todos estos elementos por sí solos no hubieran alcanzado sin una base material sobre la cual se apoya la plataforma de Milei, que es el crecimiento de la pobreza, del trabajo informal y la inflación. En este contexto, ¿qué más fácil que hacer campaña contra las dos fuerzas que gobernaron los últimos ocho años, y que, por lo tanto, son objetivamente responsables de la crisis? Nuevamente, la culpa es de la casta, que fogonea la idea de la grieta para ocultar que, en el fondo, son exactamente lo mismo, porque la casta no es este gobierno o el otro: es el Estado.
Según un estudio de Pulsar, el observatorio de la UBA que estudia la opinión pública, realizado en mayo de este año, el 80% de los encuestados apoya la idea de que “el Estado gasta mucho”. Si antes los jóvenes cuestionaban al Estado desde posturas de izquierda o anarquistas, la primavera kirchnerista provocó un reverdecer militante que revalorizó el rol de la política y del Estado como garante de derechos humanos básicos, de la igualdad de oportunidades, de la inclusión. Pero luego, mientras terminaban los años de bonanza y la economía comenzaba a estancarse, la derecha empezó a regar un rechazo al Estado en amplios sectores de la juventud que, desde que tienen memoria, ven cómo las cosas no hacen más que empeorar. Entonces comenzó a predominar la imagen de un Estado pesado, burocrático, ineficiente, idea amplificada por figuras como Gloria Álvarez o el mismo Milei.
El principio rector ya no era la igualdad sino la libertad, entendida principalmente en su aspecto económico. Para esos pibes, ”libertario” ya no era Osvaldo Bayer, y “anarco” pasó a ser sólo un prefijo de “anarcocapitalista”, como se define Milei. Durante el inicio de la pandemia se intentó instalar, nuevamente, el paradigma de “el Estado te salva”; pero, rápidamente, la derecha salió a defender la libertad frente al “autoritarismo”. La cuarentena marcó las adolescencias de muchos pibes que hoy votaron por primera vez, y la difusión de la “fiesta” de Alberto Fernández en Olivos (diez personas comiendo torta, ¿tan aburridas son sus fiestas?) terminó de redondear, nuevamente, la idea de una “casta” gobernante con privilegios que el común de la población no tiene. En este contexto, la izquierda no ha sabido recuperar tradiciones antiestatistas que permitan canalizar esa rebeldía hacia horizontes más solidarios, basados en una idea de comunidad que trascienda a los individuos.
Nueve años después de la sanción del voto joven, el invento se volvió contra el inventor. En mi familia, el prode electoral lo ganó mi primo de 13 años, el único que predijo un Milei por encima de los 20 puntos. Muchos de los compañeros de escuela de mi hermana menor se habían vuelto, al final de la secundaria, “libertarios”. Es inútil seguir enumerando ejemplos, porque todo aquel que tenga contacto con adolescentes los puede ver con sus propios ojos; o sino, basta entrar un rato a Tik Tok, donde Milei cuenta con 1.400.000 seguidores, más que todos los otros candidatos juntos.
Hace poco vi “El reino”, serie que muchos comparan con lo que podría llegar a ser una posible presidencia de Milei. En la segunda temporada, Peter Lanzani lidera una especie de culto pagano foquista y utiliza mano de obra infantil para romper un dique y devolverle a un pueblo norteño el agua del río, que había sido privatizada. El video del discurso revolucionario de Lanzani se viraliza rápidamente y llega a un grupo de estudiantes de una facultad que están en estado de toma y asamblea permanente exigiendo el cese del ajuste del gobierno de Peretti, un pastor evangélico. Luego, el asesor del presidente charla con sus compañeros y expresa su preocupación por la creciente popularidad del video de Lanzani, que está siendo viralizado “sobre todo por la gente joven”.
“El reino” es una serie de ficción: lo que me inquieta es que gran parte de la izquierda y el progresismo esté viendo esa misma ficción. La juventud que imagina El reino es la juventud de hace diez años; el desajuste con la juventud real –y, mucho más aún, con la que hoy tiene entre 11 y 15 años y aún no vota- es evidente. Para poder transformar esta situación, para evitar tanto a Milei como a los Mileis del futuro, hay que partir por el diagnóstico adecuado: el mundo en el que fuimos criados ya no existe.