Miro una foto que saqué durante el acto del 17 de agosto. Protagonistas: segundo grado, mi hijo y sus compañeritos. Observo quiénes están y cómo se miran, y qué dicen los cuerpos. Un instante que ya es una huella fantasmal del pasado, diría Susan Sontag en su ensayo “Sobre la fotografía”. Con mis alumnos de tercer año, leyendo algunos fragmentos de este ensayo, que compila un excelente libro enviado por el Ministerio de Educación de la Argentina (Edelvives, 2022), nos preguntábamos si una foto no es también el presente que nos hace ir al pasado para revisarlo y mantenerlo cerca de uno, separándonos un poco de la Sontag, porque las emociones que genera una foto del pasado que amamos, nos impactan en el cuerpo todas las veces.
Vuelvo a mi foto. La belleza de la escuela pública y su diversidad de personas, tiempos, espacios. El trabajo en red de las docentes: antes, durante y después del acto escolar. Ese día, las actuaciones y lecturas de niños y maestras suceden en el patio abierto. Durante el transcurso de la mañana, se larga a llover. La escuela donde va mi hijo comparte edificio con 3 instituciones más, así que hay tres actos al mismo tiempo (se escucha el final de los acordes del himno en salón de actos del primer piso mientras nosotros lo empezamos, abajo). En el patio, los chicos cantan a los gritos, agudo y con alegría en canon discordante.
Con la lluvia, nos trasladamos todos al hall. Primera acción de resistencia, continuidad y comunidad pedagógica: el acto no se suspende. Parece fácil y obvia (¿y hasta molesta para algunos?) esa decisión. Para los chicos es divertido. Mi compañero filma el desbande, la algarabía y el reordenamiento. Pienso: el acto pedagógico es un arco a largo plazo de acciones que menores, e incluso, confusas, como éstas.
La foto que miro en el celular retrata el hall y sus personajes. Observo dónde están, cómo y a quiénes miran maestras y familiares, todos los niños haciendo contacto con los adultos que los legitiman. Mi hijo no está ahí porque espera sentado en el piso, con sus compañeros, que les toque mostrar la vestimenta de época. Yo me siento en el piso al lado de los últimos chicos y chicas de primero, para ver desde esa altura. Quedo al lado de la seño que nombra a los que se desbandan un poco y les castañetea los dedos. Levanta una mano para indicarles tranquilidad. Mira, sostiene la mirada, la sostiene, sin decir una palabra. Se puede trazar un caminito de fibra entre esos ojos (como los rayos tibios del febo que asoma) y los ojos de los traviesos. Los niños la miran y se serenan. Les dicen a otros compañeros que shhh, que los de segundo tienen que leer.
Acá en el hall la escena se hace mucho más íntima: la ronda se achica y se aprieta, los niños pueden ver a sus familiares más cerca. Todos pueden por fin leer, cantar y actuar. Los padres y madres leen junto con sus hijos en el micrófono. Un abuelo, con su nieto. Un hermano, con su hermanito de lentes. Muchas madres acompañan a sus hijes en la lectura. Hay traslado constante de cuerpos, cuesta permanecer, pero en ese balanceo, se sigue estando. Al finalizar, gritos, aplausos, felicitaciones. Las directoras agradecen a las familias.
Qué es la escuela pública sino reconocerse. No es una frase ingenua ni idealista. Es el caleidoscopio de los instantes invisibles que nos legitiman y arman una foto que se suma a otra y a otra y así pasamos (¿cuántos años?) en la escuela, como si fuera otra casa, a veces más confortable o segura o divertida que la familiar.
Algunos ven en la escuela, edificios. O una foto del pasado. Muchos vemos el presente, uno al que se le sostiene el fuego cantando una canción que podría llamarse los días de la vida, como la de Spinetta en “A 18’ del sol”. No se llama vocación ni sacrificio, se llama estar en sí, la mirada entrecerrada y entreabierta del Buda, lo suficientemente soñando, lo suficientemente despiertos. Para ver si la lluvia llega (1).
(1) “Si la lluvia llega hasta aquí/ voy a limitarme a vivir” (Canción para los días de la vida, A 18’ minutos del sol, 1977).