En la primera noche de la inundación, vi, desde un auto que avanzaba por el agua, caballos corriendo en la lluvia, por el cantero de avenida Freire a la altura del Cullen, no recuerdo si había relámpagos, pero se me ocurre que sí, porque la oscuridad era total y aterradora. La noche anterior en el noticiero mostraban cómo se acomodaban en refugios bien equipados las prontas víctimas del país árabe al que le tocaba ser bombardeado por EE UU en aquellos días. Lo recuerdo porque en esa avenida Freire apocalíptica pensé: tienen techo, luz, abrigo, comida y sus cosas más preciadas.
Un joven de 15 años mira por la ventana los truenos que estallan en distintos puntos del cielo, escucha el viento enfurecido. Ve un árbol en llamas. A la mañana siguiente lo ve calcinado, y un amigo de su padre la explica qué es la electricidad. Esa terrible tormenta, como una revelación accidental, ilumina el destino de ese muchacho que decide abandonar la alquimia y anotarse en la Universidad de ciencias. Se trata del futuro doctor Frankestein. Antes soñado, alucinado y concebido por Mary Shelley durante noches de tormenta y excesos. Gestor del golem de la modernidad. Ese cuerpo hecho de fragmentos, ese cuerpo desarmable, no vaticinaba los trasplantes de órganos, sino la inminente maquinaria para desmontar cuerpos.
“Una mujer enamorada es capaz /de atravesar sin ver una ciudad bombardeada,/ los ojos fijos en los labios de su amor”. Imagen que parece irrumpir en el poema de Estela Figueroa, La enamorada del muro. Desplazamiento o metáfora, la mujer, el amor y la guerra, como representación, extensión o eco de la naturaleza y no al revés. Se me ocurre que esa mujer es también Bárbara y quizás Amanda. Acuérdate Bárbara, dice alguien en el poema de Prevert, alguien que vio a Bárbara una sola vez en su vida, la vio corriendo bajo la lluvia, enamorada, empapada. La vio corriendo hacia un hombre que la esperaba y que pronunció su nombre. Él sonreía, ella sonreía, quien miraba también sonreía, como sin saber que esa lluvia también caía sobre un arsenal. Ahora, el testigo la recuerda y le pide a ella que recuerde. La recuerda en la calle Sian, en Brest, después de la monstruosa lluvia de hierro, de fuego, de acero de sangre. La recuerda otro día de lluvia que ya no es lluvia sino algo que cae sin sentido sobre un mundo estropeado.
Es poco probable que en este momento no haya nadie cantando ni escuchando “Te recuerdo Amanda, la calle mojada”. Amanda se llamaba la hija y también la madre de Víctor Jara. Como a Bárbara, alguien recuerda Amanda, la recuerda también corriendo por la calle, igual de empapada y enamorada. La sonrisa ancha, la lluvia en pelo, no hay nada que importe, solo los cinco minutos que va a estar con Manuel en el recreo de la fábrica. Cinco minutos alcanzan, cinco minutos la hacen florecer y camina la vuelta iluminando todo, porque no sabe que Manuel va morir muy pronto, peleando en la sierra. En 1969, cuando Jara compuso la canción, tampoco podía presagiar La moneda bombardeada, los tanques y Santiago ensangrentado. El disco llevó por título “Pongo en tus manos abiertas”, insospechado indicio del más rotundo espanto, escalofrío siniestro, chiste cruel.
En un país (y continente) donde el estadio más grande de fútbol es un campo de concentración, no es extraño que una casa sirva simultáneamente para distinguida tertulia literaria y centro de tortura. Nocturno de Chile se llama la séptima novela de Bolaño inspirada en esa casa. Sospecho o prefiero creer que, con justicia, aunque no esté en la tapa, nadie o casi nadie que leyó, lee o leerá esa novela piensa en Nocturno de Chile, sino el título original, verdadero e imborrable, por el que Bolaño peleó inútil e insistentemente: “Tormenta de mierda”.
Tiempo después de la inundación se presentó, creo que en El Birri, un libro colectivo de denuncia y testimonios. En las intervenciones, se repitió más de una vez, la necesidad de justicia y se remarcó la diferencia que ésta guarda o debe guardar respecto de la venganza. No sé si fue el último en hablar, pero si hubo algo después fue irrelevante, anodino, olvidado. El Flaco Rodríguez (Juan Carlos), se sentó lentamente, dijo que entendía lo que se había dicho antes, pero que, en ese momento, él sólo podía recordar a su madre (o abuela) española y repetir algo que ella decía. Luego de esa breve introducción, dejó caer sus manos de gigante sobre la mesa, las apoyó, se levantó apenas y con su voz grave y profunda, con dolor verdadero, visceral, las palabras le salieron de todo el cuerpo, como una ráfaga que quedó retumbando después de los aplausos: “Que los parta un rayo”.