Quiso el destino que Paí Luchí –en la versión de María Guadalupe Alasia que alegró mi infancia– conociera a las hermanas Rosales: Rosa, Ramona y Rudencia. Vivían juntas y tenían un almacén cerca de la entrada de Santa Rosa de Calchines, donde la gente, además de comprar, iba con distintos dolores y males, que ellas bien sabían curar con remedios caseros y magia. Una mañana, las hermanas notaron que las tortugas salían a poner huevos y las hormigas andaban muy apuradas, inequívocas señales de lluvia. La noche anterior la luna tenía agua y los gallos cantaron a la tardecita. También supieron que tendrían visitas porque una brasa había quedado pegada a la pava. Era la víspera de Santa Rosa que esa vez no se hizo esperar y fue una tormenta de padre y señor mío. Cerraron puertas y ventanas, imploraron a Jesús y a Santa Rosa Bendita. Luego, con un hacha, hicieron una cruz en el patio y cada esquina de la casa y las cubrieron con cenizas. Así cortaron la tormenta.
“De los conjuradores y conjuros supersticiosos de las nubes y tempestades” se llama un capítulo del primer libro de creencias mágicas en lengua Romance: “Tratado de las supersticiones y hechicerías y de la posibilidad y remedio dellas” se publicó en 1529. Su autor, el Fray Martín de Castañega, describe con espanto distintos procederes demoníacos de hechiceros especializados en alejar tormentas o convertir la piedra en agua. Eran contratados por ignorantes labradores para proteger los cultivos, de manera que se instalaban en garitas, mangrullos o cualquier lugar alto y se jactaban de jugar con las nubes como con una pelota.
Para combatir esas herejías y engaños, el Padre Castañega ofrece otro capítulo “Conjuros católicos y devotos para las nubes y tempestades”: se trata de cambiar palabras hebraicas y griegas por invocación piadosa, oración y campanas.
Desde entonces las campanas fueron el arma cristiana contra la furia del trueno y la piedra. “En los duelos lamento, conjuro los rayos, canto los sábados. Excito a los perezosos, disipo los vientos, calmo las disputas”, era una de las frases en latín que se escribían al fundir las campanas de la Catedral. Quizás para dejar el claro los sentidos de sus tañidos.
Cerca de Santa Rosa, en las primeras excavaciones de las ruinas de Santa Fe la Vieja, Zapata Gollán encontró cuatro campanillas. Luego, en distintos estamentos, encontró anotaciones que dan cuenta de campanillas de metal contra los rayos. Para mayor certeza, cita a Florián Paucke narrando una tormenta que sufrió en un viaje a Tucumán con otros Jesuitas: “La noche era tan obscura que yo no pude distinguir nada a distancia de tres pasos, pero el continuo fuego desde el cielo me alumbró el camino. Tomé en la mano la campanilla de Loreto, me santigüé constantemente con la santa cruz y tocaba de continuo”.
Otra noche muy oscura, volvíamos de San Javier con mi amigo René en su auto, como tantos y tantos martes, también cerca de Santa Rosa, escuché su voz grave y pausada contándome que era a la siesta muy pesada, que estaban con su hermano en su casa cuando eran chicos, que apareció la madre a decirles que cerraran las ventanas, que casi terminaban de cerrar cada uno un postigo y después fue como un brillo, como unos segundos en blanco, borrados. Lo siguiente fue levantarse entre los escombros de su casa. Lo primero que escuchó después de ver que su familia estaba viva, fue una radio que sonaba entre las ruinas que dejó el tornado de San Justo. Después vio un camión con acoplado entre copas de eucaliptos.