Los votantes de Javier Milei no sólo son esos enérgicos jóvenes que encontraron en su frustración una rebeldía que los va a pasar por arriba. También hay allí una gigante mayoría silenciosa a la que hay que interperlar, aún cuando estemos cansados.
Mientras espero la cola de la pinturería, agudizo el oído para ver de qué hablan las personas a mi alrededor. Un pibe de unos 25 años charla animadamente con el señor que vende la pintura. Y no están hablando, por supuesto, de colores, de paletas, si mate o satinado, sino del resultado de las elecciones. Por chusma y por militante, no puedo hacer más que sumarme a ese ateneo de la democracia. Que por qué votaste a tal, que las cosas, así como están no pueden seguir. Que hay algo que tiene que cambiar. Que no podemos seguir votando a los mismos de siempre. Que es entendible que los jóvenes estén frustrados. Eso dice, al menos, el señor de la pinturería. Yo miro. Yo soy joven. Yo estoy frustrada. No sé si puedo endilgarle todas esas frustraciones al Estado, a un gobierno, a un partido. A mi compañero de mostrador lo frustra quizás no haber podido recibirse a tiempo, el trabajo que tiene, no conseguir pareja, que el sueldo no alcance… ¿cómo saber? Me pongo en modo militante y tiro cifras y frases hechas y hago todo lo posible por irme de ahí con al menos un voto. Y me vuelvo caminando a mi casa con una sensación espectacular en el pecho. Con la intrínseca sensación de la tarea realizada. Me siento, me tomo unos mates. Corre el año 2015, perdemos las elecciones.
Sucede algo muy interesante cuando se da un resultado adverso en elecciones, sobre todo las elecciones presidenciales. Hay algo en la carrera presidencial que nos pone a quienes nos gusta la política en un modo canchero, en los dos sentidos de la palabra. Primero, siempre creemos que entendemos un poquito más que el que está enfrente, la canchereamos. Segundo, vamos con la cabeza agacha si entendemos que el resultado va a ser adverso, si el otro equipo preparó mejor el trabajo en la semana, si venimos con los puntos contados para el descenso, si sentimos en el ánimo de nuestros compañeros de tribuna que quizás la jornada de hoy no va a ser para nada grata, pero vamos igual. Seguimos yendo a la cancha (y a votar), seguimos apostando por los mismos colores, a veces nos peleamos durante un periodo de tiempo, pero después siempre volvemos.
Están aquellos que no sienten la política como algo que los atraviesa en la vida cotidiana y que se dejan permear a veces por otras pasiones, por otras bondades. Me pregunto usualmente si viven más o menos tranquilos, si también después de los resultados de las últimas PASO sintieron por un momento un frío que les corrió la espalda, cuando vieron que el 30% del país votó a una mujer que defiende a los milicos y a un tipo que realmente no parece estar completamente en sus cabales. Pero en este análisis me detengo porque me contradigo a mí misma. ¿Cómo hablar de él sin caer en la Nelsoncastrerización del análisis, diagnosticándole vaya una a saber qué síndrome por dormir con los perros, hablar con la mascota muerta y depender para todo de su hermana? Siempre tenemos que buscarle algún tipo de trasfondo épico a esa rareza, que nos haga creer a nosotros, los que no somos raros, que tenemos la razón, que moralmente estamos un poco por encima. Todas estas cosas me las pregunto desde una profunda angustia que no me abandona desde el domingo 13 de agosto. Como mujer, como empleada pública, como militante de los derechos humanos, como persona que de alguna manera cree en la justicia social, estoy completamente desolada. Y sobre todo estoy muy, muy cansada.
Miro hacia atrás, hacia la persona que yo era hace ocho años, cuando me metía en todas las discusiones posibles con quienes estaban cerca mío y yo intuía que iban a votar a Mauricio Macri. Y prácticamente no me reconozco. Quizás no puedo pensar en una cosa sin la otra. Quizás no seríamos estos del 2023 hartos y cansados si no hubiéramos sido los intensos del 2015 que no dejaban pasar una sola, que se metían en todas las discusiones posibles, que hicieron y deshicieron a troche y moche para intentar revertir una elección que terminó siendo adversa. Ante la derrota, es imposible no caer en el fatalismo de pensar que nada de lo que hicimos sirvió. Sobre todo, cuando en este país, la mitad de la gente no vota bien.
¿Qué es votar bien? Porque esa también es otra pregunta que me carcome en los últimos días. Como mujer a la que le han explicado cosas durante toda la vida, nada me torra más que pensar en el concepto de tener que ir a explicarle a alguien, a quienquiera que sea, qué tiene que votar, cómo y para qué. Porque además pienso en otras mujeres, como yo, o en situaciones incluso mucho más precarias, con pibes a los que alimentar, con trabajos mucho más densos, con situaciones más adversas, pienso que no tengo absolutamente nada para explicarles. De a ratos pienso que en realidad lo que hay que hacer es jugar con la culpa en otros sectores, más arriba. Nada opera mejor que la culpa. Después me desdigo y me vuelvo a deprimir.
¿Quién hubiera pensado que una generación milenial pluriempleada, flexibilizada, sin muchas proyecciones a futuro, con la capacidad de caer intuitivamente en la ansiedad, diagnosticados de un montón de enfermedades por TikTok, sin obra social y con pocos aportes, que se preocupan y se frustran por el medio ambiente, por las cuestiones del feminismo, por la inclusión social, iba a estar hoy completamente devastada? Tanto así que no iba a saber ni siquiera cómo plantearse el salir a conseguir un voto. Y con esto no me trato de justificar ni a mí ni a mis pares etarios. Miro más abajo a los centennials, la generación X, los que realmente crecieron en estos últimos ocho años que no han sido para nada favorables para el país, y veo que parecieron encontrar en su frustración, en su angustia, algo más. Una especie de rebeldía que, si bien los va a pasar por arriba, les da energía. Porque, reconozcamos, no hay nada más energético que un libertario. Desde su líder, el señor Milei, hasta el último pibe con el que discutís en la cola del supermercado (si, repito, todavía te quedan ganas) lo que hay es entusiasmo, es energía, es potencia. A ellos les tengo, sin lugar a dudas, envidia.
En realidad me preocupa más esa mayoría silenciosa de Javier Milei: me preocupa la cantidad de gente que durante todo este tiempo, cuando nosotros nos reíamos de los pibes que no juntaban ni 15.000 personas en el Movistar Arena, pensaban en votarlo a Javier Milei. Me preocupa ese que en ningún momento hizo el mínimo esfuerzo por confrontar ni hacer de su voto un show. Ese que no subió flyers a Facebook ni TikToks haciéndose el capo. No puedo dejar de mirar la foto de las últimas semanas, la foto del país pintado de lila, la foto del tipo que logró que la gente vaya a votar en un contexto en donde nadie quería ir a votar. Y cortando boletas de las formas más insólitas. Votando quizás a Milei y a Axel Kicillof. A ellos es a quienes me gustaría interpelar. Prefiero eso antes que tratar de disputarle la construcción de sentido a una generación que hizo lo que quiso y le salió bien. Imaginate ser un pibe de 16 años, ir a votar por primera vez, haberte peleado con tu tío, tu mamá, tu docente, cuando todos te decían no lo votes, que era tirar el voto… Y enterarte el domingo a las 12 de la noche que el 30% del país te daba la razón. Y ya no es Milei quien te empodera: es la validación de un tercio de la Argentina.
Entonces por ahora quedémonos escuchando los análisis detalladísimos de todos los porteños que no la vieron venir pero que igualmente llenarán nuestros días con contenido. Y sentémonos a mirar ocho horas del Método Rebord con Maslatón, que nos explica lo malo, malo, malo que son los liberales y lo bondadosos que somos los hombres y mujeres del campo nacional y popular, ese que él no va a votar. Y hagamos cadenas de whatsapp pasándonos información acerca de los lugares en donde sacamos más o menos votos. Tratemos de interpretar la frustración adolescente y traigamos especialistas a la televisión que hablen del fenómeno de Milei y su hermana, que mientras tanto por lo bajo y en algún lugar entre TikTok y Youtube, el que más cerca estuvo de “verla” fue Alejandro Fantino. Ni los Schargrodsky de la vida, ni los Asís, ni los Pagnis… el viejo y querido Fantino.