Sanatorio, internación. Una madre resiste al pedido de agua del hijo de tres años desde la medianoche hasta las cinco de la mañana. El niño debe permanecer en ayunas. Durante esas horas, el niño no duerme, se revuelve una y otra vez en movimientos de ese o de otra letra. Su cuerpo sigue la forma de una cuerda, restañada a veces, enredada o tensa otras. Los pocos momentos en que descansa sin pedir agua o sin llorar, la cuerda lo abandona de improviso y lo deja mudo.
La madre ensaya, durante el tiempo que dura su resistencia, todas las estrategias posibles: las que se agarran a la tierra de la razón y las que hacen vaivén sobre la pata inestable de la fantasía. Le dice: que el nene de la cama de al lado se va a despertar, que ya va (y no va, no va nada), que la doctora cuando venga le va a dar, que los dibujitos están contentos y no toman ni una gota de agua, que mire, que está tomando agua del cañito que le baja de la bolsita a la mano, que ella tampoco toma y que no tiene sed. Le canta, le pasa los autitos por el brazo y por la cama, los hace volar. Alza al niño sobre su cuerpo, lo besa, le acaricia el pecho y le pregunta qué estarán haciendo sus juguetes en la casa.
El niño no se conforma. Cerca del momento en que la madre dejará de resistir, el niño usa una palabra inesperada. Necesito, le dice. Parece que la palabra suena con mayúsculas. Ella se aparta y lo mira de frente, corrobora si es su hijo de tres años el que le acaba de decir eso en presente, en primera persona.
La palabra queda rebotando en el silencio que hacemos mi hijo y yo, que no dormimos. Contenemos la respiración. Mi hijo me mira y abre los ojos: él conoce ese momento en que todo está por quebrarse. La madre no contesta. Sigue apartada, mirando al hijo, como si lo viera crecido y los roles se hubieran invertido. El niño arremete y dice: mentirosa.
La madre deja de luchar. Estoy de espaldas y escucho que se levanta, azota una toalla sobre la cama, busca y revuelve en el bolso, saca y desenrosca un vaso de plástico. Abre la puerta del baño, abre la canilla, lo llena.
Ella le da. Le dice: un poquito nomas. El niño se abalanza sobre el vaso y parece que se va a caer de la cama por sobre los barrotes de seguridad que se mueven y rechinan. Un traguito. Un traguito. El niño toma con angurria. Traga, respira poco, percuten su garganta y su tráquea cuando pasa el agua en tragos enormes. Larga un suspiro de alivio, de hartura, cada vez que el agua entra. La madre no le saca nunca el vaso.
Después, cuando ya lo entregó vacío y la madre lo deja sobre la mesita, el niño le dice: el pelo. Ella se desparrama en el sillón del acompañante y apoya el pecho y la cabeza sobre la cama. Su hijo le acaricia el pelo, lo recorre con su manito gorda, desde el cráneo hasta las puntas. Así se quedan los dos por un rato. Después el niño juega un rato con los autitos y se duerme. Ella también.