Llegamos a las elecciones en una severa crisis económica. Pero, ¿qué tan lejos estamos de los dos estallidos de nuestra democracia? ¿Cómo fueron? ¿Por qué sucedieron? ¿Qué diferencias hay? ¿Cuánto más pueden empeorar las cosas si se pudre todo?
A fin de septiembre se supo que el 40,1% del país es pobre y que el 9,3% no tiene ni para comer. La inflación anualizada ya llega a los tres dígitos. ¿Por qué, entonces, no hay un estallido como en 1989 o en 2001? O, más bien, ¿qué deseo hay en quienes se hacen esa pregunta? ¿Qué presuposición subyace respecto de los levantamientos sociales? ¿Qué tan lejos estamos de esas crisis? ¿Cuánto más pueden empeorar las cosas si se pudre todo?
Los saqueos de 1989
Tratando de manejar una herencia de alta inflación y endeudamiento externo en dólares inédito (¿a qué te hace acordar?), la Argentina post dictadura aguantó tres cifras interanuales de inflación desde marzo de 1987 hasta fines de 1991. Durante ese período, entre junio de 1989 y diciembre de 1990 la inflación internanual fue de cuatro cifras.
Es decir, es la inflación de los últimos ocho meses, pero durante cuatro años seguidos, con un año y medio de descontrol total.
La inflación afecta la solidez de la realidad. Los precios dicen cuánto valemos y, nos guste o no, en nuestro mundo ese valor dice quiénes somos. Cuando se desconoce cuál es el valor de las cosas que intercambiamos en un orden social que está dominado por la circulación de la mercancía, todo está al borde de la disgregación.
Durante la hiperinflación de 1989, en los supermercados había más remarcadores que repositores, apilando en un pegote, uno sobre otro, los stickers amarillos con los precios. Los remarcadores tenían varios recorridos diarios por la misma góndola, como un bondi demencial de la inflación. Terminaban de remarcar un estante, giraban la maquinita de remarcar, y arrancaban de nuevo. Así, todos los días, todo el tiempo.
Un candidato municipal de La Libertad Avanza se hace el gracioso ahorrando en latas de atún. En 1989, además de la acumulación desesperada de stock de alimentos apenas se cobraba, realmente un sistema eficaz para mantener el valor del sueldo era comprar bienes para venderlos como usados durante el mismo mes. Cualquier cosa, desde muebles hasta electrodomésticos.
Argentina sobrevivió cuatro años así.
En mayo de 1989, cuando se desataron los saqueos –primero, en Rosario, luego en el Gran Buenos Aires y Tucumán, Córdoba y Mendoza– la inflación de ese sólo mes fue de 78,5% y la interanual fue de 764%. Es siete veces la aceleración de precios que hay hoy. El pico nos resulta inimaginable: en marzo de 1990 la inflación interanual fue de 20.265%. Eso quiere decir que los precios se multiplicaron por 300 en un solo año: lo que valía 10 en marzo de 1989 valía 3000 en marzo de 1990. El desempleo estaba en cifras similares a las actuales, entre el 6% y el 7%.
Acuciado por la crisis, Alfonsín había anunciado el 21 de abril el adelanto de las elecciones de octubre al 14 de mayo. La gobernabilidad pendía de un hilo. Tras la derrota de la UCR, sin el poder de contenención, el 29 de mayo los saqueos eran generalizados; Alfonsín declaró el estado sitio. Su caída final, a los pocos días, estaba sentenciada.
Entre el 16 de mayo de 1989 y el 9 de julio se calcula que hubo casi 700 saqueos de comercios de alimentos. La principal política social para los más necesitados era la caja PAN (Programa Alimentario Nacional). Se repartía por una lista que elevaban las autoridades municipales y comunales y llegaban a 1.200.000 personas. Era literalmente una caja de cartón con mercadería: leche en polvo, harinas, aceite, fideos, arroz, porotos, carne enlatada.
El 19 y 20
Para llegar al estallido de 2001 hicieron falta tres años consecutivos en recesión y una tasa de desempleo de dos dígitos fija desde el 12,1% de 1994. Un desocupado no se queja porque aumentan los precios: simplemente no tiene con qué comprar. Fueron ocho años de desocupación masiva para llegar al 19 y 20. Ocho años de estancamiento y demolición, de familias endeudadas devorándose el patrimonio.
Los remates era moneda corriente. La inflación cero no sirve para nada si no tenés sueldo. Las familias entregaban la casa grande para pasar a la casa chica y después al alquiler cerca de esas avenidas que dividen entre casas con revoque y casillas de ladrillo hueco.
El 12,2% de 1994 hizo pico en el 17,3% de 1996, bajó hasta el 12,4% de 1999 y volvió a hacer pico en el 18,3% de desocupados de 2001. Y encima, la tasa de actividad era muchísimo más baja que ahora. La desocupación era muchísimo más alta y la cantidad de gente que ni siquiera salía a buscar trabajo, también.
Esa desocupación no se podía bajar de ningún modo porque tenía razones estructurales. Esas razones estructurales fueron las políticas del menemismo. Las privatizaciones, la apertura total de importaciones, la quita y ajuste de todos los regímenes de protección y promoción y la desregulación general de los mercados dejaron a millones de argentinos sin una oportunidad y al país sin industrias, sin infraestructura ferroviaria –la venta de los trenes fue un desguace– y con los principales sectores estratégicos enajenados.
En la inmediata previa a los saqueos, de un día para el otro hubo un recorte salarial del 13% a los empleados públicos activos y pasivos, implementado por la ministra de Trabajo, Patricia Bullrich, y la implementación del corralito bancario, que reventó toda la cadena de pagos comercial, de la mano del ministro de Economía, Domingo Cavallo. Fernando De la Rúa escapó del gobierno con una desocupación del 18%, una pobreza del 38,3% y una indigencia del 13,6%. Para mayo de 2002, el 53% de los argentinos era pobre y el 24% no tenía para comer. Cabe señalar que el Indec medía la pobreza con una canasta que no es la actual. En 2016 esa medición cambió de forma muy significativa: empatando los datos de ese entonces con la vara actual, la pobreza argentina del 2001 se acercaba al 70%.
De la Rúa había ajustado en políticas sociales que, de por sí, no eran para nada masivas. El famoso Plan Trabajar del menemismo había alcanzado su máximo en 1997, llegando apenas a 140 mil beneficiarios. De la Rúa quitó el Trabajar y creó el Programa de Emergencia Laboral (PEL), que llegó a su pico después de su renuncia: 287 mil personas en 2002.
Fue recién con Eduardo Duhalde y su plan Jefas y Jefes de Hogar que se comprendió exactamente la relación entre la gobernabilidad, el mercado y la demanda social. Duhalde incorporó más de dos millones de personas para fines de 2002. Era eso o el estallido permanente.
Gobernabilidad
De 1989 quedaron 14 muertos, de 2001 quedaron 39.
Desde su creación, en 2019, se repartieron 3.380.000 tarjetas Alimentar. El principal plan social actual, el Potenciar Trabajo, alcanzó en 2022 a casi 1.475.000 personas. Y por encima de todo ello, está el principal aporte a la gobernabilidad en los 40 años de democracia: la Asignación Universal por Hijo, parida en 2009 para enfrentar los efectos de la crisis mundial. Nadie queda sin algún sustento: ese es el principal parapeto institucional de la política, no otro. Hoy hay cerca de 2.450.000 beneficiarios de la AUH, 53% tiene un solo hijo, 28% tiene dos.
El país creció en 2021 y 2022 y está estancado en este 2023. El desempleo está en uno de sus pisos históricos (6,2%). La inflación corre, pero está lejos de ser la de 1989.
Hoy la cobertura social es otra, la realidad económica es otra, la gobernabilidad es otra. A trazo grueso, se tomó conciencia de que dejar a millones de personas en la intemperie social, además de ser problema moral o ético, es un problema político.
No hay estallido todavía en el horizonte, pero habrá que ver, sí, qué pasaría con una victoria de quienes abogan por una megadevaluación mientras se muestran comprometidos en reducir al máximo posible los planes de inclusión social sin ofrecer, con la otra mano y antes, ninguna otra política de incorporación al trabajo. Eso es el infierno en un chasquido y de un saque. Y nadie que tenga hoy 25 años o menos conoce cómo quema esa miseria desatada cuando se vuelve una ola imparable que avanza por la familia, los amigos, el barrio, sin freno.