Dialogamos con Javier Auyero sobre su libro “¿Cómo hacen los pobres para sobrevivir?”, en el que junto a Sofía Servián analizan las estrategias de los marginados para garantizar su subsistencia diaria.
Según el último informe del INDEC, el 40,1% de la población argentina es pobre. ¿Cómo viven las y los pobres urbanos? ¿Qué estrategias ponen en juego todos los días para garantizar su supervivencia? ¿De qué manera convive ese esfuerzo por la subsistencia diaria con la proyección de un horizonte futuro en el que el enfoque sea vivir y ya no simplemente sobrevivir? Preguntas similares a estas intentaron responder el sociólogo Javier Auyero y la estudiante de antropología Sofía Servián en su libro “¿Cómo hacen los pobres para sobrevivir?”, a partir de un trabajo de campo llevado a cabo entre 2019 y 2022 en los barrios La Matera, El Tala y La Paz, ubicados en Quilmes, en el Conurbano Bonaerense.
El comienzo del proyecto fue particular. Javier, de una extensa trayectoria investigando la pobreza, supo a través de la madre de Sofía, que trabajaba de empleada doméstica en la casa de su hermano, que su hija había decidido estudiar antropología. Luego de un acercamiento inicial, ambos establecieron una colaboración sin saber que iba a redundar en un libro sobre la vida en los márgenes, un terreno que Servián conoce de primera mano, ya que nació, se crió y vive en un barrio adyacente a La Matera: muchas de las personas entrevistadas en el libro son sus familiares o vecinos.
Una de las premisas iniciales de la obra fue lograr un enfoque multidimensional de la pobreza que vaya más allá de la simple falta de ingresos, y que escape a visiones maniqueas, entendiendo que los pobres no son ni víctimas ni héroes, sino personas que intentan subsistir en un contexto de permanente incertidumbre. “Me gustaría volver a estar como antes, cuando trabajaba, y poder manejar mi plata, no estar pensando todo el tiempo”, dice Blanca, que tiene 52 años y renunció a su empleo por cuestiones de salud. En el mismo sentido, la propia Servián reflexiona sobre la atención que prestaba a cada detalle del presupuesto familiar desde muy temprana edad, y recuerda “los pequeños momentos en los que la preocupación por la plata no existía”. Pero este agobio que representa estar todo el tiempo pensando en la próxima comida no conduce a la impotencia; por el contrario, muchas veces se transforma en esperanza, como explica Auyero en diálogo con Pausa.
—¿Cómo se explica que a pesar de la difícil situación que atraviesan, tanta gente siga teniendo esperanza en un futuro mejor, y qué pasa con aquellos que están más cerca de caer en la desesperanza?
—Es siempre una tensión en el libro, porque cuando se trabaja sobre la vida de los más desposeídos uno no quiere crear una imagen romántica y sanitizada y decir que todo es maravilloso porque la gente tiene esperanza; y tampoco una imagen miserabilista, de que no hay esperanza, que está todo roto. Ni una ni la otra se condicen con la realidad, que es bastante más compleja. Vivir en la pobreza es muy difícil, por la falta de recursos materiales, porque se te inunda la casa, porque hay violencia afuera y adentro, porque la escuela no funciona como debería, porque en el centro de salud no hay algodones ni alcohol, porque tenés punteros que a veces te extorsionan y a veces te ayudan. ¿Cómo es que en esta vida tan ardua la esperanza encuentra cierta manera de florecer, tanto individual como colectivamente? Es una pregunta que hay que hacerse. En algunos casos sí hay desesperanza. En otros hay esperanza no tanto en el mejoramiento personal, sino en el de los hijos: uno tiene que mirarla intergeneracionalmente. Y también, a pesar de que todo atente contra la idea de asociarse con otro, hay intentos muy fuertes de construir esa esperanza colectivamente. A eso le dedicamos el último capítulo del libro, cuando estudiamos la vida social en un comedor comunitario.
—Otra de las cuestiones que marca el libro es el carácter bricolador de los pobres urbanos, que para llegar a fin de mes combinan el trabajo informal con otras fuentes de recursos. ¿Cuán pesada es para la psiquis esa carga de estar combinando todo el tiempo estrategias, exponiéndose a una constante incertidumbre y precariedad?
—La gente intenta y combina un montón de cosas, de ahí la idea de “bricoladores”. El trabajo informal o precario, abrirse un kiosco, la participación en redes políticas, la acción colectiva. No quiero sonar romántico, pero es admirable que mucha de esta gente se ha construido su hábitat, algo que ninguno de nosotros tuvo que hacer. Se han construido su casa, su vereda y su calle; han reclamado por una escuela, un centro de salud, un puente que atraviese el río contaminado que los separa del otro barrio. Lo que demuestra que a la pobreza se la entiende muy pobremente es que mientras todo esto ocurre se trabaja constantemente el discurso del sentido común sobre que esta gente no trabaja. Basta con una mirada superficial para darse cuenta de que la vida de los sectores en los márgenes es de un constante esfuerzo para sobrevivir materialmente y también garantizar la seguridad, algo que para los sectores medios y medios altos, si bien según su propio discurso los preocupa todo el tiempo, no es tan apremiante. Todo el mundo tiene que armar redes de ayuda mutua para volver al barrio, para esperar a alguien cuando baje del colectivo para que no lo afanen. La idea de estar agobiado y que encima pese este estigma de que no hacés nada por tu vida es un poco injuriante.
—Luego de las PASO hubo varias lecturas que hablaban de una sensación en gran parte de la población de “no tener nada que perder”, y de cómo eso volvía estéril una apelación a los derechos en peligro porque habría gente que no tendría ningún derecho que perder. ¿Creés que puede haber una relación entre esta incertidumbre constante de la que estamos hablando y el crecimiento de una fuerza como La Libertad Avanza, que promete cambios radicales y, si se quiere, “huir hacia lo desconocido”?
—El voto de esa fuerza es más bien transversal, no hay más votos en sectores populares que en medios o altos. Lo digo como alerta, porque en Argentina a los pobres se los acusa de todo: el desbalance fiscal es por los planes, cosa que no es cierta; la criminalidad es por los pobres, cuando son ellos quienes ponen las víctimas si uno lee las tasas de homicidio; y ahora se los va a acusar de heredarnos a Milei como presidente. Sin embargo, lo que nosotros detectamos es una crítica muy fuerte a la política. No tanto como actividad mancomunada en la que se disputan recursos del Estado, porque sus propias acciones desmienten que descrean de la política: tienen vivienda, terreno y escuela gracias a la política que ellos hicieron. Lo que hay es una crítica muy fuerte a la política partidaria y a sus actores, a los políticos. Ahí uno puede empezar a escudriñar un poco y darse cuenta de que los bienes y servicios públicos son muy malos, y son ellos quienes los usan. Los sectores medios y altos no van al hospital ni a la escuela pública. Ahí tenés una especie de tormenta perfecta, porque quienes cuentan con los servicios públicos tienen que hacer colas a las dos de la mañana en un hospital para que les den un turno para dentro de seis meses, van a la escuela y no hay clases porque se tapó el baño, van al centro de salud y no hay algodón. Entonces ahí tenés un terreno fértil para que, literalmente, el discurso de la libertad avance.
Las dos caras de la política
Para Auyero y Servián, la política opera en los barrios de forma ambivalente, tanto como una forma de resolver problemas como una manera de extorsión. Para la mayoría de las personas, la política no es una fuente de esperanza en transformar las condiciones de vida, sino una forma de acceder a recursos. Muchas veces, esos recursos son administrados por los punteros, que se han enraizado en la vida cotidiana de los barrios más allá de los períodos electorales y han ampliado su radar de acción.
El libro utiliza el concepto de “soguero”, que designa a una persona que le tira una soga a un vecino para darle una mano, pero que también puede usar esa misma soga para ahorcar y controlar voluntades, amarrar seguidores y escalar acumulando poder y capacidad de gestión y presión; esto es, para hacer política.
—También quería tocar el carácter ambivalente de la política que menciona el libro, sintetizado en la figura de los punteros. ¿Hay un reconocimiento de esa ambivalencia por parte de ellos?
—El énfasis en la ambivalencia es algo que vengo trabajando para dejar de demonizar a estos actores como si fuesen culpables de todo, porque finalmente son vecinos que viven allí y que están tratando, en muchos casos, de resolver los problemas de la gente. Cuando hay un problema, la gente recurre a ellos. Por otro lado, hay una transformación en el carácter de los punteros. Hoy muchos se han transformado, y también distribuyen algo de droga en el barrio. No quiero decir que son angelitos: no es mi tarea juzgar a nadie como sociólogo. Pero creo que la llave para entender por qué perduran es esta ambivalencia, a través de la cual por un lado te extorsionan y por otro resuelven los problemas.
—El libro reseña cómo en los 90 los punteros trabajaban en un contexto en el que casi no había asistencia estatal, y hoy lo hacen en un contexto en el que hay un montón de programas de ayuda, lo cual uno diría intuitivamente que debería volver un poco menos necesaria la presencia de intermediarios, y sin embargo han ampliado su campo de acción. ¿Qué razones tiene el Estado para seguir sosteniendo esa presencia a través de esta dinámica?
—Sí, se multiplicaron los planes, y al ser de acceso universal, no deberían ser mediados; pero también se multiplicaron los problemas. Entonces, si esta gente es parte de un mecanismo de resolución de problemas, y los problemas no han disminuido, sino que se han multiplicado, uno entiende por qué perviven.
—Volviendo al contexto electoral, el “no van a perder nada de lo que tienen” que ensayaba Macri hace un tiempo parece ya haber quedado atrás. ¿Qué impacto tendría una disminución de los programas de asistencia social, ya sea abrupta o gradual?
—Nadie vive completamente de los planes. En promedio, un plan social cubre el 30% del presupuesto de una familia. Parte de esta fantasía de quitar los planes no tiene en cuenta que Argentina es un país con una larga tradición de beligerancia. Yo no me animo a pensar en lo que puede suceder si el día de mañana se decide cortar los planes, porque si es algo adquirido no va a ser fácil desarmarlo, vas a tener la beligerancia en la calle multiplicada por cien. Nadie vive de los planes, pero la gente cuenta con ellos como parte del menú que construyen a diario para subsistir.
Sobrevivir literalmente
Además de las estrategias que ponen en juego los pobres para garantizar su subsistencia en términos económicos, el libro también examina su insegura pervivencia física: ¿cómo afrontan la violencia estatal y callejera, amenazas literales a la supervivencia diaria? La pobreza, el desempleo, la baja cohesión social, la carencia de infraestructura, el narcotráfico y la Policía han convertido a los barrios empobrecidos en territorios cada vez más peligrosos, con homicidios, robos y tiroteos a plena luz del día.
A esto se suma la preponderancia que adquirieron en la vida cotidiana de los barrios las cárceles, que según explican Auyero y Servián se convirtieron “en una institución más, como la escuela y el centro de salud”: “Es muy habitual que la gente tenga familiares presos. Muchas personas organizan sus rutinas y sus gastos alrededor de las visitas a las cárceles”. Desde 2002, la tasa de encarcelamiento aumentó de 154 a 209 cada 100.000 habitantes, incremento que se explica en buena medida por la “guerra contra el narcotráfico”: entre 2002 y 2018, la población encarcelada por drogas se incrementó en un 252%, siendo mayoría abrumadora no los grandes narcos, sino los eslabones más vulnerables de la cadena, soldaditos o transas, muchos de ellos en prisión preventiva.
La violencia se despliega en las calles, en las casas y en las cárceles, y se extiende como trama intergeneracional: según argumenta el libro, la disposición a la agresión física está profundamente relacionada con la exposición a ella desde temprana edad. Pero, pese a la complejidad del problema, para Auyero los abordajes estatales siguen siendo deficientes.
—El libro afirma que la mayoría de las investigaciones sobre las estrategias de subsistencia pasan por alto la más literal, que son los esfuerzos por literalmente sobrevivir frente a la violencia. ¿Crees que hay una mirada a largo plazo sobre este tema desde la política?
—No, si uno evalúa lo que los actores políticos principales hacen frente a este tema, diría que no. Cuando se trata de resolver la raíz de la violencia que genera el tráfico de drogas, que es la colusión policial, miran para otro lado, se desentienden. En los lugares en donde he trabajado no he visto intentos de integrar servicios de atención a la salud, de adicciones, de tratamiento de violencia doméstica. Todos los sectores principales del campo político siguen pensando que la pobreza es una línea en donde hay gente que se cae. Pero la pobreza no es sólo la falta de ingreso, es la acumulación de la violencia, son las adicciones, es la infraestructura precaria, y lo que eso demanda es un abordaje que vaya más allá de poner un poco más de plata en una tarjeta alimentaria, y que no sólo atienda lo que se puede hacer frente a la pobreza sino también lo que ya se está haciendo. En el comedor comunitario que estudiamos, un grupo de mujeres le da de comer a 140 chicos todos los días, ¿a cambio de qué? Si vamos a tomar en serio estas iniciativas desde abajo para resolver el problema, no podemos darles un incentivo. Esas mujeres tienen que cobrar un salario, porque están haciendo el trabajo del Estado. Tenés un montón de empleados municipales que nadie sabe bien qué hacen y tenés gente que está literalmente en contacto con el problema a la que le das un incentivo. Son mujeres que trabajan en el servicio doméstico, después hacen labores de crianza en sus casas y tienen un tercer turno en el centro comunitario. Entonces, en vez de pensar soluciones desde arriba, hay que empezar a ver que hay un sinnúmero de iniciativas que están hoy puestas en funcionamiento, y que el Estado podría fomentar.
—En los últimos años, más aún desde la pandemia, hay un esfuerzo de los movimientos sociales para visibilizar la importancia de este trabajo y exigir que el Estado lo reconozca, pero todavía no se avanza en eso.
—No, no. Nuestra tarea en este libro fue diagnosticar el problema, porque se piensan las soluciones de manera muy simplificada, subiendo dos o tres pesos acá o allá, cuando buena parte del sufrimiento de la gente en los márgenes se puede resolver con dinero, pero otra se puede arreglar con buenos servicios sociales. No estoy hablando en abstracto aquí. No puede ser que una mujer tenga que viajar dos horas para tratar la adicción a las drogas hacia el oeste de su barrio y dos horas a una comisaría de la mujer hacia el este porque el marido le pega. ¿Por qué no integrar esos servicios en un lugar respetable, digno, que no se caiga a pedazos, que tenga recursos? Para mí es un misterio, porque el argentino es un Estado que tiene el poder para hacerlo.