En años electorales, ¿qué es más clásico? ¿Una corrida devaluatoria, un escándalo que involucra al peronismo bonaerense o ir a blanquear un romance a la mesa de Mirtha?
¿Qué transforma a algo en un “clásico”? ¿La tradición, la historia, la estadística, la cercanía, el compartir un lenguaje común? ¿Puede algo ser “clásico” así de un día para el otro? ¿Puede ese binomio inventarse, forjarse en un laboratorio? Estas preguntas no tienen respuesta. Pero queda bonito arrancar una nota planteando ciertos ejes sobre los que probablemente no volveremos en el resto de la jornada.
La definición de “clásico” es tan laxa que puede ser tanto leer los clásicos en la filosofía como deprimirse al ver un budín de limón que aparece por primera vez en la góndola del supermercado, avizorando que la Navidad está cada vez más cerca. Un clásico es que la cola en el cajero avance con rapidez hasta el que estaba delante tuyo. O que justo el día que estás más apurado para llegar a la oficina el colectivo te deje de cara, faltándote media cuadra para llegar a la parada. Un clásico es sentir la infalible ansiedad de esa primera cita con una persona que realmente te gusta, como lo es volverte caminando a tu casa repasando la cita pensando qué hiciste bien, qué hiciste mal. Un clásico es ese amigo que sólo aparece para pedirte un favor, o anotarte a alguna actividad para la cual vas a comprar absolutamente todos los adminículos y después no vas a ir nunca a una sola clase. Un clásico es no ir al médico hasta que no tenés absolutamente todos los síntomas de que algo anda mal. Un clásico es olvidarte la contraseña del homebanking pero acordarte enteros los diálogos de Floricienta. Un clásico es que se te destape una bomba a una semana de las elecciones o ir a blanquear un romance a la mesa de Mirtha Legrand.
Los años electorales vienen con sus propios clásicos: las alianzas por debajo de la mesa, el robo de boletas, el outsider que asciende astronómicamente, los que se presentan todos los años en distintas categorías con la esperanza de ser tarde o temprano elegidos por la voluntad popular (a la que nunca escuchan del todo). De la vuelta de la democracia para acá, la provincia de Buenos Aires nos ha sabido proveer de un tipo específico de escena clásica inherente a su construcción social y política: un buen escándalo judicial o farandulero o de las dos cosas que mueve un poquito el amperímetro, siempre en desmedro del peronismo. Esto no quiere decir que sólo los peronistas engañan a sus esposas y malversan fondos; quiere decir que son más ingenuos, incluso más desprolijos, cuando lo hacen.
No hago aquí una valoración ética de las decisiones que tomó Martín Insaurralde en su vida, sino más bien política. Es decir, no me importa lo que hizo Insaurralde con su vida, me importa lo que hizo con la mía. Y a mí, por lo pronto, me generó una cantidad de bronca que yo ya no podía gestionar en un año como este, menos ahora que estamos teniendo 36 grados en octubre. ¿Ustedes se imaginan lo que va a ser un balotaje con 42 grados? Eso, claro, si llegamos al balotaje. Perdonen el pesimismo. En fin. Este gesto de Insaurralde, que es más clásico que ver tu clase de Introducción a la Filosofía interrumpida por dos pibes del MST en la Facultad de Humanidades y Ciencias, se puede reeditar cambiando nombres y apellidos, escenografías y demases, hasta el hartazgo. Hay que reconocer igual que la figura de Insaurralde paseando en un yate de nombre “Bandido” con una señorita mientras el país se prende fuego no deja de ser un poco graciosa. Es algo salido prácticamente de una película de Emilio Disi.
No me quiero poner acá en feminazi empedernida y decir que el problema de tipos como Insaurralde es que son tipos y que por eso algunas prácticas les son difíciles de erradicar aún cuando las consecuencias de sus acciones exceden a un divorcio o un papelón. Es un tipo de clásico que genera otros clásicos, el aleteo de la mariposa que en la otra punta del mundo te desarma el entramado político del conurbano bonaerense. Es como preparar un clásico clericó para navidad generando en ese gesto la clásica escena de tus tíos peleándose por un terreno. Cualquier escándalo público de este tipo, además, genera un efecto que para mí es lo peor de lo peor y al que ya he dedicado varias columnas: hace de los periodistas políticos chimenteros y abre la puerta para que los periodistas de chimentos opinen de política. Ese es el peor mal de la Argentina, no tener un peso débil o la escasez de dólares.
He aquí un segundo clásico que es tan clásico como una corrida devaluatoria a dos semanas de las elecciones generales. Es un clásico necesario para la constitución de la Argentina como nación, ni siquiera democrática, porque incluso se sostuvo durante los años dictatoriales. En este año de elecciones sacamos nuevamente a relucir la vajilla de plata y de porcelana y sentamos en la cabecera de la mesa a la señora Mirtha Legrand para que pueda hacer lo suyo. ¿Qué es hacer lo suyo en términos de Mirtha? Para mí, hacer periodismo es ir a donde no me llaman para hacer cosas que nadie me pide. Para Mirta, hacer periodismo es funcionar como una especie de Vanish que le quita todas las manchas a la gente que se sienta cerca de ella. Es decir, funciona prácticamente como una cueva, pero en lugar de lavar guita, lava imágenes.
El problema con un clásico es que el clásico puede tornarse obvio y aburrido. Si tu ex te escribe cuando se entera de que ya te estás viendo con otra persona, o si te empieza a interesar a alguien cuando te das cuenta de que tiene pareja, eso es un clásico aburridísimo, peligroso incluso. Un poco eso pasa con la mesa de Mirtha Legrand. Para quienes no la miramos asiduamente, porque tenemos algo de respeto por nuestra salud mental, volver a la mesa de Mirtha es como volver a la mesa de una tía facha en la que ya sabés con que comentarios te vas a encontrar. El problema es que justo en esta mesa de Mirtha de la que queremos hablar estaban Fátima Flórez y Javier Milei contándonos lo profundamente enamorados que están, lo mucho que se desean y lo tanto que se divierten estando el uno con el otro. Algo así como verte forzada a compartir no sólo con tu tía facha sino además con ese primo que no tiene todos los patitos en fila y la novia con la que no tenés un solo tema de conversación en común.
Suele sucederme que mientras más una pareja me quiere contar lo mucho que se ama, menos les creo ese amor. Yo pienso más en una suerte de conexión que se da dentro del ámbito de las sutilezas, en donde no estamos todo el tiempo diciendo que somos los mejores, en donde no le refregamos al resto que tenemos un vínculo espectacular, con mucha piel y química, donde nos reímos de todo y nos divertimos. Algo que se tiene que contar mucho es algo que no puede leerse por sí solo y en el deseo, en el amor, en la pareja, andar diciendo a veces infiere que en realidad lo que estamos haciendo es montar un teatro.
¿Digo con esto que Javier y Fátima no se aman? No. Digo con esto que están incurriendo quizás en otro clásico, el de cantidad de parejas, la mayoría de ellas siempre heterosexuales, que entienden al matrimonio y al noviazgo casi como una sociedad en la que las dos partes se van a ver beneficiadas. Al menos eso es lo que me quedó de verlos en la mesa de Mirtha. Era como ver una especie de show de circo en donde todo el tiempo estabas esperando que el trapecista se caiga y se le de la pera. No hubo mucho más que esos diálogos entre infantiles y adolescentes que suele impostar la gente que cree que se ama.
Voy a volver sobre esto: la idea de creer estar enamorado. Ese también es un clásico. Yo creo que Javier y Fátima creen que están enamorados, lo cual no minimiza sus sentimientos, sino que los pone en otra perspectiva.
Y de vez en cuando, entre todos los clásicos, surgen nuevos clásicos. Quizá ahora uno de nuestros nuevos clásicos sea tener candidatos o candidatas casi desconocidos, que parezcan más un personaje de una novela como los Roldán, que una persona que le ha dedicado su vida a la política. Esperemos que este clásico nuevo no nos lleve a viejos clásicos como la hiperinflación, la venta de las empresas públicas, el aumento de la pobreza, la licuación completa de nuestros salarios, la pérdida del entramado social que nos sostiene y, por qué no, un apocalipsis en donde vengan los cuatro jinetes que nos prometía la Biblia para degollarnos a todos y evitarnos otro tipo de sufrimientos.
Sugiero a futuro que si lo que quieren es optimismo, quizás es mejor que no sigan leyendo estas columnas.