Empiezo a leer “Los que vuelven del arroyo” con una app de lectura de pdf a voz. Vengo durmiendo salteado y me desconcentra leer, entonces uso esta app mientras cocino o ando por la casa. Hace tiempo vengo pensando en la voz humana como único vehículo de sentidos, la coloratura, la respiración, las pausas, el modo de recuperar un olvido o una pequeña laguna que la voz hace dubitación o silencio, el sostén de un tema, la divergencia hacia un subtema, el modo de volver al hilo.
Ninguna app puede reemplazar todo eso. Escucho el comienzo de la novela: me llega la naturaleza, el paso del sol a la noche en la casa en Sauce Montrull, el sueño de la protagonista. La voz narradora es la de mujer casada y separada de hecho, sus hijos grandes, una en la facultad y otro que se ha ido. En el final del primer capítulo aparece la inquietud en mi oído: “Desde la reposera la veo. La chica está parada frente a los ventanales de la casa. Mira hacia adentro. Un short floreado y un buzo anaranjado, aunque no estoy segura. ¿Cómo entró? ¿A quién busca? Date vuelta, aunque no tengas cara”.
Pongo pausa, cierro la app y voy a leer a la pantalla. Me siento y leo por una hora y media, imbuida en el cosido de las oraciones cortas y directas, que me llevan paso a paso junto con la protagonista hacia el agua de la pileta enmohecida, hacia afuera de la casa, hacia la ruta, hacia el borde del arroyo.
La historia es la búsqueda de las señales del hijo que se fue, el modo en que tiene una familia de existir mientras los lazos desaparecen, como la luz del día o de la noche vistos desde la galería de casa. Pienso en un cuadro impresionista, uno de Monet: Amanecer. En él se ve el globo rojo del sol apareciendo en la bruma del río. El único personaje que orienta un relato es el ojo del que mira y pone la barca del pescador en primera plana, en gris, reconocible para nuestro ojo. No sabemos si sale a pescar o vuelve de adentro de la madrugada porque la atmósfera es lo que nos atrapa.
Tengo la costumbre de leer en susurros. Mi marido me dice que parece que rezo cuando leo. Me gusta así desde siempre, como si decir lo que leo no pudiera ser solamente en mi interior. Leer en secreto, me dice mi hijo. La novela de Mara Rodríguez tiene ese tono y para mí es el placer total porque sueno yo y suena el texto. La novela también está escrita también pensando en la jornada de la luz. Los que leemos seguido sabemos a qué me refiero porque leer es notar que hubo un pasaje del tiempo alrededor nuestro: levantamos la mirada del libro y la luz y las sombras cambiaron. Pero también puede suceder sin leer cuando uno está de vacaciones y se despereza en el pasto: el cuerpo reposa extendido y recibe el contorno de la naturaleza alrededor, se concentra el efecto del sol y nos adormecemos otra vez, o se hace de noche y aparecen guiñando unas las luces a la distancia, de repente.
La novela de Mara es bellísima porque se lee como en susurro. Delicada en su narrativa total, como una bruma. El agua del arroyo del título, está siempre rodeando los hechos, como un personaje que cobra la fuerza de un ser mítico, sobre el que todos hablan. En la novela no se cuentan los hechos que esperamos conocer, se los rodea con el ir y venir de un animal que se acerca a husmear una intimidad. Nunca se sabe si los que se han ido y no vuelven (los vecinos de la quinta, los adolescentes que hacen fiestas y toman éxtasis, los lugareños del pueblo, el hijo o la familia) están lejos, muertos o nos visitan todo el tiempo, transformados en una presencia viva, brumosa, algo que está en la obra siempre. Se huelen, rumorean, los oímos.
Los que vuelven del arroyo. Novela, Mara Rodríguez. Azogue Libros, Paraná, 2023.