Dicen que si fuéramos inmortales no existiría el arte y supongo que así es. La literatura, entre otras cosas, nos provee un simulador de inmortalidad. “Las mil y una noches” fueron el germen de los primeros relatos occidentales. Sherezade relataba para seguir con vida, literalmente. “El conde Lucanor”, “El Decamerón” y “Los cuentos de Canterbury”, siguiendo el modelo árabe, construyeron cada uno su máquina de narrar, gracias a lo cual los relatos más notorios de aquel entonces llegaron a nosotros. Fue después de que la peste negra matara a más de la mitad de la población de Europa. Los sobrevivientes se dividieron entre los flagelantes, cuya apuesta era la tortura, la persecución y la muerte, y quienes prefirieron vivir y contar y escribir. A la segunda tendencia debemos el Renacimiento y supongo que más que eso.
Los relatos propositivos, los que buscan cambiar la realidad en virtud de algo mejor, suelen tener como contraparte anti relatos reactivos de quienes no se identifican con dicho discurso por desacuerdo, imposibilidad, miedo, odio o conveniencia. “Que se vayan todos” fue la consigna del 2001, pero lo que había llegado a ese estallido, creo, fue el sostenimiento empecinado de discursos políticos alternativos que el kirchnerismo, antes de ser tal, supo leer y encausar. Después el PRO retomó aquella faz anti política, pero con un relato claro, demasiado: revolución de la alegría, eficiencia por ideología, baile y muchos globos que muy pronto quedaron arrugados entre la mugre.
En alguna parte Derrida dice que el poder reside en la capacidad de imponer el epíteto. Buena parte de los apodos con que los hinchas de futbol identifican a su equipo fue impuesto por el rival y resignificado como autoafirmación: raza, tate, bostero, gallina, canalla, leproso, pincharrata y así...
La palabra feminazi no existía hasta que, en plena lucha por el aborto legal, alguien la inventó y el resto de quienes aborrecían a las mujeres de pañuelo verde y no podían ya evitar nombrarlas, inmediatamente se apropiaron y viralizaron esa palabra, que pasó a ser de uso imprescindible. Como contraparte, la ola verde rebautizó “antiderechos” a quienes se autoproclamaban defensores/as de las dos vidas.
Dicho sea de paso, los nuevos nombres y símbolos, pañuelo verde, pañuelo celeste, surgieron ante la necesidad de nuevos significantes para expresar algo que no se reducía a la ya por entonces gastada grieta de K y anti K. Donde la palabra relato asumió la connotación de verso, engaño, chamuyo, mentira.
A Alberto Tur le gustaba aclarar confusiones y tergiversaciones entre Marx y los marxismos o marxistas. Una de ellas era repetida frase de que la religión es el opio de los pueblos. Donde la religión era entendida como una forma de anular conciencia, de someter, domesticar, a fuerza de estupidizar y generar dependencia, Alberto insistía en que la trampa era el sentido contemporáneo que se atribuía al opio, cuyo uso permitía al proletariado que sus hijos/as durmieran a pesar del hambre, mientras padres y madres estaban en la fábrica. El opio era un alivio, un aliciente necesario para soportar la explotación y el sufrimiento verdadero. Hay quien dijo que la imagen de la cruz fue la primera marca publicitaria y que posiblemente en el poder de esa imagen pueda explicarse la rápida y extensa expansión del cristianismo. La cruz, aunque imagen de tortura y muerte, portaba, exigía y condensaba un relato. Cristo murió por nosotros, debemos aceptar nuestro sufrimiento como él. La religión para Marx era un aliciente, un sentido, una promesa que daba fuerza para dejar la vida en las máquinas.
Creo que Milei es una especie de meme, una viralización de pura identificación imaginaria a partir de sus gestos y exabruptos donde lo que se dice es lo menos importante, en el sentido de que lo que expresa es el puro rechazo, la negación irracional doliente y furiosa. No hay relato que sirva para aliviar el malestar, no hay nada de lo simbólico que no genere mayor malestar.
Sin embargo, la motosierra parece un exabrupto. Puesta en las manos del payaso asesino se transforma inmediatamente en signo. En sentido, en relato, en símbolo, que por definición exige a lo que nadie está dispuesto/a, asumir una falta, dar forma a lo que se siente y lo que duele obliga a asumir que ninguna forma, ningún signo puede hacerlo plenamente. Nada puede equivaler exactamente a eso que ya no se soporta.
Como signo, la motosierra es elocuente cuando eso es justamente lo que más irrita. En sentido plano, es un gesto grotesco más, temerario, irreverente, desafiante. No es una tijera para cortar, ni una herramienta acorde a nada que no sea aterrorizar, amputar y despedazar (¿y después?). Como símbolo no es difícil ver el falo, no para penetrar siquiera para poseer, sino para herir. No para el goce propio sino para el dolor ajeno, una fantasía bastante burda de plena impotencia.
Hay, sin embargo, un sentido más rotundo e inconsciente. Creo que lo que de verdad expresa esta motosierra es solo su ruido. La anulación de cualquier voz, de cualquier relato, de cualquier sentido. No sé lo que quiero, pero lo quiero ya, decía Luca. Ya no quiero nada, no espero nada, no me digan nada más y hagan callar a todo el mundo, que me dejen sufrir en paz, que el resto sufra también y si explota todo, mejor.