Sobre el filo del cierre de su mandato, repasamos algunos de los motivos que explican (al menos parcialmente) por qué la figura de Alberto no logró sostener el acompañamiento popular que hace cuatro años lo transformó en presidente.
Una pandemia, una sequía, sendas guerras cuasi-mundiales, una posible invasión Ovni, un par de escándalos mediáticos, internas y tanto más. Todo eso fue la presidencia de Alberto Fernández. Eso, al menos, lo que él siempre eligió contar.
La historia es ese cuento que se cuenta en frío, y sobre los cuatro años de gobierno del presidente del Frente de Todos (y de todos los argentinos) quizás podrán hacerse análisis más profundos y específicos en dos, cinco o veinte años. Ahora, cuando todavía ostenta (al menos protocolarmente) el rol de dueño de la silla de Rivadavia, es difícil analizarlo más allá de lo primero que se nos viene a la mente, por urgente y angustiante: Alberto es el presidente que deja un país con un 140% de inflación, una clase trabajadora empobrecida, un futuro incierto y el diálogo social resquebrajado. Cuánto de eso depende de él y cuánto de un armado político que jugó más a la internita feroz que a otra cosa, se podrá analizar después. Hay un dato, de todas maneras, profundamente elocuente: Fernández asumió con una imagen positiva altísima, que llegó a picos históricos de adhesión durante el primer tiempo de pandemia, y que ahora se retira sin que nadie vaya a despedirlo a la plaza, sin haber construido poder real, sin presentarse a la reelección y con un futuro inmediato que, a priori, no parece incluir una carrera política promisoria. Para ser más precisos: lo que Alberto vaya a hacer de su vida no parece interesarle a la mayoría del pueblo argentino.
A comienzos del 2020 esto era casi imposible de prever. Durante los primeros meses de su gestión, y en medio de la aparición de la primera ola del Coronavirus, Alberto llegó a tener más del 60% de imagen positiva. La aprobación de su gestión superaba, incluso, a aquellos que lo habían votado y le habían permitido convertirse en Presidente en primera vuelta. Las cadenas nacionales con "filminas", en medio del aislamiento y la incertidumbre, medían más o menos lo mismo que los partidos de fútbol en un fin de semana de clásicos. Después, dos escándalos iban a socavar el laburo que la gestión nacional y las provinciales venían sosteniendo con esfuerzo y buenos resultados: una foto filtrada (por el propio entorno de Alberto) que mostraba una fiesta de cumpleaños en Olivos en pleno aislamiento; y el "vacunatorio VIP" organizado por el entonces Ministro de Salud González García que repartía entre amigos y conocidos las primeras dosis de la por entonces escasa vacuna contra el COVID.
En su primer año de gestión Alberto también se subió a una novela que se desinfló con la misma premura que las últimas producidas por PolKa: la posible expropiación de Vicentin. Los cuatro años de su gestión estuvieron también marcados por una sequía histórica que castigó al campo, y que derivo en una sequía igual de histórica pero de dólares. La constante negociación con el FMI no puso las cosas más fáciles. De hecho, terminó siendo el epicentro de algunas de las discusiones internas a cielo abierto que derivaron en el quiebre del bloque oficialista en la cámara de Diputados y renuncias a diestra y siniestra.
Una constante de todos sus años de gobierno: la inflación sostenida, sobre todo de los productos de la canasta básica, que terminó por licuar el valor real de los salarios. La pobreza, lejos de desaparecer, aumentó, incluso cuando la gestión albertista registró extensos períodos en los que aumentó el trabajo registrado. Asistimos a un fenómeno inaudito en la historia argentina reciente, especialmente bajo una gestión peronista: millones de trabajadores registrados son pobres.
Puede Alberto, sin embargo, mostrar un dato que lo coloca en inmejorable posición frente al resto de los presidentes desde la vuelta de la Democracia: durante su gobierno la CGT no realizó ni un sólo paro general.
El pobre desempeño en las elecciones de medio termino en 2021 dejo en claro que aquello conseguido en 2019 no podía ser replicado, al menos a mediano plazo, y que el rumbo económico comenzaba a socavar las bases políticas del peronismo. El Frente de Todos comenzó a resquebrajarse por los entrecruces propios de la derrota, y la interna se transformó en una constante disputa a cielo abierto que lastimó a todo el armado, y de la que Alberto nunca supo sacar rédito. Si el poder real no se declama, y mas bien se practica, Fernández no encontró ni en cuatro años de gestión para el afuera ni en dos años de discusión para el adentro la potencia necesaria como para recuperar no ya el visto bueno de sus votantes, si no la fuerza simbólica de su puesto. Constantemente opacado por la figura de Cristina, aun frente al silencio de esta y sobre todo después de su intento de asesinato, el presidente le legó la centralidad de su ultimo año de gestión al Ministro de Economía, Sergio Massa, que hizo campaña sin él, sin su figura, y renegando de gran parte de las decisiones tomadas durante su gestión.
Es difícil saber si Alberto Fernández es el peor, el mejor o el menos malo de los presidentes de estos 40 años de Democracia. Es, claro, el presidente que llegó al gobierno como una luz de esperanza después de los años de crisis macrista, prometiendo una vida mejor frente a una Plaza de Mayo colmada, y que hoy se retira con el eco de una plaza vacía y el fantasma de un gobierno negacionista y que promete (aun mas) ajuste respirandole (a él y a nosotros) en la nuca.
Un último detalle, que no podemos dejar de nombrar: a día de hoy, Milagros Sala pasó más días presa con una gestión peronista, abanderada en los DDHH y que se propone combatir el "Lawfare" que en la gestión de Mauricio Macri.