Así como antes soñábamos con ser Britney Spears o Messi o, por lo menos, con ganar un Martín Fierro, los pibardos de ahora anhelan ser streamers. Pero vivir de la simpatía no es tan fácil como parece.
Desde nuestra más tierna infancia soñamos, nos preparamos y nos predisponemos para llegar a nuestro momento de éxito. Ese éxito, así como categoría abstracta, se nos puede configurar de distintas maneras. Antes, la tele era el epicentro de la conformación de toda idea de éxito. Ahora ese espacio lo ocupan, creo yo, las redes sociales. “Éxito” es lo que nos va a sacar de la pobreza, del aburrimiento, lo que nos va a hacer trascender, lo que nos va a permitir ser famosos, conocidos. En busca de eso pateamos una pelota en un baldío contra un tapial, por eso nos metemos en dietas teniendo 13 años, nos depilamos y nos cortamos el pelo, frecuentamos determinados espacios, nos rodeamos con cierta gente, repetimos ciertos patrones, a veces de manera más consciente, a veces no tanto. Porque nada, jamás, te valida tanto como ser exitoso, como ser alguien en la vida.
En los noventa y a principio de los dos mil, nuestra idea de éxito venía acompañada de las imágenes de una Britney Spears bailando frente a miles de personas, de los primeros pasos de Lionel Messi en el Barcelona, de la fama instantánea que nos prometían los reality shows, de las ganas de abandonar un móvil de Intrusos o de sentarnos en la mesa de Mirta. ¿Quién no practicó por la botella de shampoo su discurso para los Martín Fierro? ¿Quién no gambeteó a un compañero, corrió hacia al arco, metió un gol e imaginó tribuna inexistente llena de simpatizantes del Barcelona aclamando por su nombre? ¿Quién no pensó en tener una familia perfecta, blanca, pura, heteronormada como la de Pampita y Vicuña? Antes, claro, del episodio de la palta, la China y la manta de Nepal.
Esa ansiedad por ser exitoso nos ha llevado muchas veces a hacer estupideces, como usar jeans tiro bajo o votar en contra de nuestros propios intereses. Sobre esto ya hemos hablado y, claro, volveremos a hablar. Pero ahora estamos para otra cosa.
Diré que de las nuevas generaciones entiendo poco y nada. Les observo desde lejos, a través de TikTok o Twitch. Quizás de vez en cuando charlo con el hermano de alguien en alguna cena a la que se me invita, o le pregunto a mis amigos acerca de sus hijos, en qué andan, qué les gusta, qué los motiva. De a ratos me siento un poco una de ellos y los defiendo, aunque no lo necesitan. De rato los veo como un ser mitológico extraño, al que no puedo entender, con el que no tengo nada en común. Pero de las pocas cosas de ese universo con las que sí me siento interpelada es la forma en la que construyen y degluten a sus héroes, referentes o personas de influencia (a las que ellos llaman, tan cándidamente, “influencers”). Los destruyen con la rapidez de una supernova. Para los pibes nadie es famoso ni exitoso por mucho tiempo. Su jet set parece montado sobre un asteroide que va entrando en su órbita por un tiempo cortito. Con la excepción de algunos ejemplos, que forman parte de una especie de panteón sagrado, como Moria Casán o Lionel Messi, el resto nace y muere con la rapidez de ese malvón que tantas veces insistí en plantar en mi balcón a sabiendas de que no soy una persona a la que la jardinería se le de con facilidad y que prontamente iba a transformar en popurrí.
Sobre los pibardos, a quienes llamo así pues esa es la categoría con la que ellos eligen percibirse, voy a decir que lo que más me sorprende de las distancias generacionales es lo mucho que disfrutan de estar en su casa. Cuando nosotros teníamos 14 años aspirábamos a ser exitosos, famosos, millonarios, para poder recorrer el mundo, conocer Disneylandia, pasarnos horas tirados en una playa de Tailandia que habíamos conocido gracias a un fondo de pantalla predeterminado que venía en el Windows 98. Ahora ellos aspiran a ser streamers, es decir un pibardo entre muchos pibardos que logra pegarla en el mundo del internet y que se la pasa encerrado en su casa jugando al Counter Strike, al Valorant, al Fortnite, al LOL, con un olor a pelo, cebo y cuero cabelludo que se siente a través de la pantalla. Añoran esa vida de hacer chistes internos, tomar gaseosa de primera línea y clavar de vez en cuando alguna entrada para ir a ver gratis al trapero de turno. Esos chicos aspiran al éxito desde sus piezas recubiertas en machimbre, mientras toman Viñas de Balbo con Fanta y se quedan con la carga de la SUBE en negativo. Se enamoran y se desencantan, se calientan con alguna profesora, miran los partidos de Messi como todos nosotros, creyendo que es fácil lo que Messi hace. Sienten todo el tiempo que el éxito les está por llegar. Pero aspiran a una vida que cuando nosotros éramos adolescentes nos parecía bastante decadente: desean ser el tipo que atendía el ciber, que se pasaba todo el día atrás de una computadora tomando coquita, fumando cigarrillos Rodeo y mirando de manera indiscreta a las niñas que ingresaban en su negocio.
¿Qué disfrutan los pibardos de mirar a Coscu, a Spreen, a cualquiera de esos que parecen no tener nombre y apellido sino simplemente apodo? Me da la sensación que les encanta la idea de sostener toda tu vida alrededor de simplemente ser simpático. Algo que otrora estaba reservado a los coordinadores de viajes de egresados, a los señores que se metían adentro del traje de Spiderman en el Tren de la Alegría y a Silvio Soldán. Es decir, a alguien que desde la tele interpelaba tanto a tu madre como a un teniente del ejército.
Pero vivir de la simpatía no es tan fácil. Si así fuera el 50% del país estaría viviendo de eso. La simpatía en sí misma no es un commodity, sino que es más bien una materia prima sobre la cual deben trabajar. Y me parece que quizás lo que las nuevas generaciones no entienden es que aunque no lo parezca, los pibes que streamean trabajan. Un montón. Es un oficio como cualquier otro. Es un oficio como el de ser DJ, bartender o cualquiera de los que se dedican a la industria del entretenimiento.
Más parecidos al mozo del bar del pueblo que a una estrella de la tele, los streamers se dedican a hacer que los 100 mil pibardos que los miran todas las tardes sientan por un ratito que son mejores amigos. Desarrollan una complicidad de cartón que es atrapante. Pero esa cercanía con los ídolos es ficticia, tan ficticia como lo era en nuestras épocas, cuando enviábamos cartas a los club de fans de Shakira, de Chayanne, de Agustina Cherry, creyendo que en algún momento las iban a leer e iban a interpretar que nosotras podríamos llegar a ser sus mejores amigas. Estos chicos creen que porque tienen dos o tres chistes internos con Ibai llanos, comparten un universo. En la práctica, la única cosa en común que tienen con Ibai es el par de zapatillas que usan, con la diferencia de que a Ibai Adidas se las manda exclusivamente y ellos las tuvieron que comprar truchas en alguna feria con la plata que la abuela les deslizó por abajo de la mesa algún domingo después de comer.
Quiero volver al principio: no estoy diciendo que las nuevas generaciones son mejores o peores que otras, ni sugiero que nuestra generación era menos ingenua o más propensa al trabajo, porque, está visto, no somos ninguna de las dos cosas. De hecho, creo que hasta nosotros envidiamos a esos pibes que hicieron una carrera de jugar juegos que nosotros no podemos jugar porque no logramos desarrollar la motricidad fina tal y como ellos la han desarrollado.
Quisiera decirles, en plan “tía mayor”, que el éxito y la decadencia muchas veces vienen de la mano, que sostienen una relación pendular en donde a veces sos exitoso y después pasas a ser decadente, y a veces sos decadente y por un acto de magia te transformás en exitoso. En el medio lo que hay, usualmente, es un proyecto, algo hacia donde mirar. A veces es un par de zapatillas, a veces es una piba que te gusta, a veces es una carrera en el fútbol, en la música, en el stream. Me encantaría poder meterme en sus pequeñas cabecitas a ver qué es lo que ellos están proyectando. Me encantaría armar un viewmaster con sus cerebros cargados de ilusiones y hormonas. ¿A qué le tienen miedo? ¿En qué piensan cuando se apaga la luz? ¿Cómo creen que es la vida de Ibai, de Coscu, de Spreen, cuando la cámara se apaga? ¿Qué les causa ganas de reflexionar? ¿A quiénes abrazan? ¿Escriben poemas, los esconden? ¿Y cuando hacen un gol, aunque no haya una tribuna, a quién se lo dedican?