La máquina venció al ser humano. El VAR desnaturalizó el fútbol y nos robó su elemento más sagrado: el grito de gol. ¿Quién permitió que necesitemos la autorización de un par de burócratas para ser felices?
En los años 80, en una historieta titulada “Un adelanto formidable”, el Negro Fontanarrosa inventó el VAR. Mientras se juega un partido sin árbitro ni jueces de línea, un dirigente guía a un amigo por la “Torre de Referato” y le explica: “Aquí se hallan el árbitro y sus ayudantes. Lejos del público. Aislados del mundo. Controlando el juego a través de quince pantallas de televisión. Las cámaras no dejan ángulo ni sector del campo sin cubrir. Cuando la infracción es evidente, el árbitro pulsa un botón. En el estadio se escucha un silbato y el tablero indica qué es lo que se cobra y hacia dónde. Cuando la jugada es confusa, el árbitro puede recurrir a la imagen detenida o a la cámara lenta”.
“¿Eso no demora el juego?”, pregunta, visionario, su amigo, pero el dirigente lo ignora. “Todo es diáfano y evidente para el público”, concluye. En ese momento, el árbitro cobra una falta, a pesar de que, si daba ley de ventaja, el delantero se iba solo hacia el gol. Unos instantes después, mientras los dos protagonistas abandonan la torre, una explosión destruye la cabina dejando un tendal de sangre y humo. “¡Ha sido un misil MX-21! ¡Otra vez un MX-21!”, sale gritando un tipo. “Eso sí… los hinchas han progresado también en sus protestas”, dice el dirigente.
Hicieron falta pocos años para que el futuro imaginado por Fontanarrosa se vuelva realidad, y hoy quienes dirigen los partidos lo hacen lejos del césped, en cabinas repletas de pantallas. En 2016, la F.A. Board Internacional, el organismo que define las reglas del fútbol, autorizó el uso del árbitro asistente de video, conocido por su sigla en inglés VAR, que pronto comenzó a ser aplicado en distintas competiciones. Hoy lo utilizan prácticamente todas las ligas y copas de importancia en el fútbol masculino.
Los argumentos que justificaron la medida fueron variados, pero todos compartían la idea de que el fútbol debía seguir la tendencia de otros deportes (a pesar de ser muy distinto a la mayoría de ellos) e incorporar la tecnología porque es útil y transparente. En Argentina tardamos un poco, pero en 2022 la AFA finalmente implementó el VAR en la Primera División, satisfaciendo así las voces que se alzaban pidiendo que, de una vez por todas, dejemos de ser tan bananeros y nos “adecuemos al mundo”.
Pasaron casi dos años y el resultado no ha sido bueno. Las injusticias y los fallos dudosos no sólo se mantuvieron al mismo nivel, sino que, además, se agregó una nueva capa de suspicacia. Las irregularidades están más expuestas que nunca, pero no pasa nada.
El VAR se ha convertido en una herramienta que le permite al referí buscar cualquier detalle que se le ocurra para justificar la anulación de un gol o el cobro de un penal. Siempre habrá un dedo meñique adelantado (para lo cual el responsable del VAR puede elegir convenientemente en qué fotograma detener la imagen) o una mano en una espalda para inventar un empujón: quienes ya robaban, hoy pueden hacerlo en mejores condiciones.
Pero el párrafo anterior parecería sugerir que el VAR no es malo, sino que tan solo está mal aplicado. Y la realidad es que, más allá de que su correcta aplicación puede reducir daños, el VAR ha desnaturalizado y trastocado buena parte de la esencia del fútbol. Los partidos se vuelven lentos e intermitentes; cualquiera que haya jugado a la pelota sabe lo difícil que es mantener el ritmo si el juego se corta cada diez minutos.
Alguna vez el fútbol fue un juego sencillo y alegre. Hoy el VAR lo ha convertido en una actividad recelosa y burocrática, en la que nada –ni siquiera lo que acabamos de ver con nuestros propios ojos– tiene validez si no cuenta con el visto bueno del Gran Hermano.
Cada tanto, luego de algún fallo inverosímil, la CONMEBOL publica un video con los audios de los diálogos que suceden en la cabina del VAR. Lo que se oye allí es aterrador. Un enjambre de voces gritando en el oído del pobre árbitro, pidiendo rebobinar una jugada, ponerla en cámara lenta, cambiar de un ángulo a otro, en muchos casos, incluso, mientras la jugada se sigue desarrollando.
Audio y video oficial sobre la intervención del VAR en la jugada de González Pirez durante el partido entre River 🇦🇷 y Fluminense 🇧🇷 por Copa Libertadores.pic.twitter.com/KNaPKJkp1A
— VarskySports (@VarskySports) June 8, 2023
Ninguna persona puede llevar a cabo con serenidad su labor bajo la atenta y vigilante mirada del panóptico. Mas aun, nadie puede mantener el juicio con un tsunami de voces gritándole en diferentes idiomas en la cabeza, como si tuviera esquizofrenia.
Pero, sin lugar a dudas, lo más terrible que ha hecho el VAR es habernos robado lo más hermoso que tenía el fútbol: el grito de gol. Uno ya no puede gritar un gol en paz: debe esperar varios minutos hasta que un ejército de burócratas corroboren, verifiquen y autoricen el tanto. En otras palabras, debemos esperar que nos autoricen a ser felices. Sin ir más lejos, el que fue quizás el gol más importante de los últimos 35 años, el segundo de Messi a Francia, lo gritamos tímidamente, esperando la autorización de unos tipos vestidos de traje en una cabina.
Autorizar, corroborar, verificar, chequear, son verbos que fueron inventados para otra cosa, no para el fútbol. El fútbol no son bisectrices que se trazan en una pantalla. El fútbol es gritar un gol y exorcizar miles de demonios internos; es un momento extático, una epifanía colectiva que hoy debemos medir, porque quizás alguien anula el gol ocho minutos después.
Dice Martín Kohan en una nota en diario Perfil: “Nos imponen dividir esa experiencia en dos: una cuota cuando la pelota entra; la otra, varios minutos después, cuando el administrativo completa un trámite y ratifica (o rectifica). Dos momentos de felicidad a medias que, sumados, no equivalen para nada a la vieja felicidad entera”. Si deformaron el núcleo más sagrado del deporte y lo volvieron insulso, ¿vale la pena seguir llamándole fútbol? Las nuevas generaciones hoy no saben que las cosas fueron, en algún momento, diferentes. Nacen creyendo que los goles se gritan así, a medias, como pidiendo permiso.
Quienes proclamaban la necesidad de la tecnología exigían mayor transparencia, aunque nada es menos transparente que las deliberaciones entre el árbitro y sus jefes del VAR, que se desarrollan de forma encubierta, a nuestras espaldas. Lo que han logrado, en cambio, es someter al fútbol al imperio de la ciencia y su aparente objetividad, de la mano del solucionismo tecnológico, que cree que cualquier problema puede resolverse a través de la tecnología.
Frente a la imperfección humana, la respuesta está en las máquinas, en su fría e inobjetable verdad; nada más alejado de la magia que alguna vez existió en el verde césped, y que hoy sobrevive en las categorías de ascenso, en donde el que te roba es un tipo de carne y hueso que lo hace a cambio de un simple par de damajuanas.
Roland Barthes reflexionaba sobre la terrible transformación que implicó la fotografía para las personas, que pasaron de posar frente al pintor a hacerlo frente a una cámara. La relación ya no era de humano a humano, sino de humano a máquina. Walter Benjamin pensó lo mismo en relación al cine: si en el teatro se actuaba frente al público, en el cine se actúa frente a la industria. Paul Théberge destaca que lo mismo sucedió en la música de la mano del avance tecnológico, cuando las bandas dejaron de llegar al estudio con sets ya ensayados y tocados en público para pasar a componer en el estudio mismo.
El VAR es la continuidad del mismo proceso. Si antes los jugadores jugaban (es decir, representaban su personaje) frente al público y frente al árbitro, ahora, en cambio, juegan frente a la computadora, y es ella la que decide. Que el público siga estando ahí es solo una mímica, pero ni siquiera sabemos lo que sucede mientras la pantalla decide: estamos excluidos, totalmente afuera.
Dice nuevamente Martín Kohan, en otra nota en diario Perfil: “La televisión hoy televisa a un hombre que mira televisión (un árbitro, un VAR) y cree en lo que la pantalla engañosamente le ofrece, antes que en la verdad de los hechos que ocurrieron y que él presenció. Cada vez es más certera la advertencia que Walter Benjamin formuló en un texto merecidamente clásico: ‘En el país de la técnica la visión de la realidad inmediata se ha convertido en una flor imposible’”.
Eso es el VAR: un eslabón más de una sociedad que ya no concibe la realidad si no está mediatizada. Seguiremos esperando, entonces, el momento en que un grupo de justicieros, cual luditas del siglo 21, invada la cancha para romper la cabina del VAR y nos permita volver a gritar un gol en paz.
Impecable nota, muy fundamentada, abrazo Octavio ¡¡