En la cola del cajero, en la verdulería y en terapia, los argentinos estamos todo el día hablando de plata. Y vos, ¿cuánta agua le ponés al shampoo?
Suele ser un síntoma atendible cuando la mayor parte del pueblo argentino está hablando de un mismo tema. Otrora quizás podíamos engañarnos y creer que esas obsesiones se circunscribían a nuestros círculos sociales más íntimos, a la charla con nuestro compañero del trabajo, nuestra familia, nuestros amigos, a lo que se espía en la cola del cajero, en la verdulería, la sala de espera del dentista o la barbería que es, sin lugar a dudas, el lugar en donde yo más cómoda me siento tratando de captar los humores sociales. Hoy en día las redes sociales nos dan la sensación de que esa burbuja se magnifica. Y si acaso tanto el círculo social más cercano como aquel universo de los internautas sirvieran de muestra para tratar de probar mi punto, esta sería la conclusión: estamos todo el tiempo hablando de plata.
Como si nos hubiéramos todos transformado en ese yuppie del microcentro porteño del que siempre nos reímos y mofamos o en los nuevos criptobros de los que también nos reímos y nos mofamos o en los viejos y queridos señores con olor a heno de Pravia que suelen tomar un café a la mañana en esos bares de la peatonal que uno olvida que todavía existen y hablan de una plata que no tienen, en términos que no terminan de entender y con una soltura que les resulta antinatural, no hacemos otra cosa que estar todo el tiempo hablando de dinero.
Esto no es nuevo: el pueblo argentino suele tender a las obsesiones. No estoy descubriendo con esto ni la pólvora ni el WIFI. Esas obsesiones, que a veces duran instantes y a veces duran una vida, nos ayudan a construir nuestro sentir nacional. Somos, sin lugar a dudas, las personas más pesadas sobre la faz de la Tierra. Cuando algo nos gusta o nos disgusta, simplemente no podemos dejarlo pasar. Tenemos que hacer, lisa y llanamente, un circo de eso. Pasamos de obsesión en obsesión, como si la vida se nos fuera en eso, y en este momento nos obsesiona, claro, la plata. Dirán ustedes que la plata ha sido la gran obsesión del pueblo argentino durante mucho tiempo, que todos y todas en algún momento, aunque nos cueste más o menos reconocerlo, nos hemos obsesionado un poco con la plata. Con querer tener más plata, con querer saber hacer plata, con tener plata sin tener que trabajar, con ganar el Quini, el prode, un bingo mugroso más no sea. Con que nos llame Susana Giménez y nos diga que nos ganamos un millón de pesos, aunque ahora un millón de pesos quizás no nos parezca tanto. A todos nos asalta la ilusión cuando vamos caminando por la calle y encontramos monedas. Y hemos sufrido el dolor que provoca desarmar la casa de alguna tía que se murió para encontrar unos fajos de australes escondidos en una cortina. No hay nada que nos resulte tan fugaz y a la vez tan intrínsecamente necesario como la plata. Pero no la plata para vivir, que es algo que imagino sucede en todos los países del mundo. Ni siquiera la plata para consumir, como en ese viejo cuento del sueño americano. Creo que simplemente tenemos un fetiche por los billetes, las monedas, los cheques, los bonos. Es como si hubiésemos quedado metidos dentro de un sueño eterno de Domingo Cavallo, en donde de ratos Cavallo es el malo de la película y de ratos Cavallo es el bueno de la película. Como esas series que duran muchísimas temporadas, tipo CSI, que tienen 300 protagonistas distintos, pero que siempre cada tanto vuelve el protagonista de la primera temporada, a veces para hacer una maldad, a veces para recordarnos que lo importante son los amigos que nos hicimos en el camino.
Y apostar siempre al dólar.
Esto, claro, explica bastante por qué también ganó de alguna manera un tipo que prometía volar por los aires el Banco Central y dolarizar la economía, a partir del día 1 de su gobierno. Y aquí estamos, fijándonos en Google si podemos comer arroz con gorgojos y si no nos vamos a morir por eso.
Me encantaría tener ahora información de Google acerca de cuáles son las cosas que más se han buscado en el último tiempo, porque creo que ese tipo de dudas, con total seguridad, aparecen: “¿Cómo hacer para que dure más el shampoo? ¿Qué pasa si se me venzan los yogures de la heladera? ¿Me los puedo comer igual? ¿Puedo comer el queso si le crecieron unos hongos verdes y un pequeño señor con la cara de Neustadt en la parte de arriba? Es decir, si corto al pequeño duende con cara de Neustadt que tiene el queso que está en mi heladera, vaya una a saber desde cuándo, ¿lo puedo usar para ponerle a una prepizza?”.
Creímos que para estas alturas íbamos a estar tirados en Miami con una camisa fea pero carísima, tomando una bebida fea pero carísima, en una playa horrenda pero carísima y estamos aquí, sin posibilidad siquiera de ir a tomar unos mates al Espigón Uno porque la yerba se fue por los cielos y el dengue, hoy por hoy, es el verdadero dueño de esta ciudad.
Caer por debajo de la línea de la pobreza es, como bien dijera la excelentísima Mariana Enríquez, el verdadero temor que tienen todos los argentinos. De esa ilusión de aferrarnos a lo irremediable se agarra esa fracción del periodismo militante, por un lado, gran cazador de clics, por el otro, que está haciendo un esfuerzo inmenso por contarnos que esta vida en la que estamos ingresando es la mejor vida que podíamos tener. Para eso existen las páginas web del estilo OhLalá, esas que reemplazaron las viejas revistas que vos podías leer en una peluquería o que tu abuela siempre tenía en el baño para cuando ibas a hacer del número 2 y no tenías celular con el que divertirte. Se llenan esos portales con títulos del estilo: “cómo llevar a tu novia en una cita romántica y que no se enoje porque no tenés plata ni para cargarle nafta super al auto” y “la nueva moda europea: ponerte en pareja con tu hermana para achicar gastos”.
Epa con esta última.
Los títulos, aunque inventados para poder generar el golpe de efecto que quiero para esta columna, no se distancian tanto de los reales: “Cinco formas en las que podés transformar una camisa en una correa para tu perro”, “Los tips para charlar con tus hijos acerca de la crisis económica y contarles por qué es mejor cambiarse de escuela a una más sencilla que no es ni de doble escolaridad, ni bilingüe, ni les enseña natación y alfarería”. Largo, pero real.
Cantidad de páginas escritas sobre nuevas dietas que nos proponen, ¡oh, volver a las legumbres! Tal y como volvían nuestros abuelos en la posguerra cuando lo único que tenían para comer eran cuatro garbanzos de porquería que habían venido en un barco lleno de ratas y que probablemente les iban a causar botulismo, pero por lo menos por un rato tu abuela o bisabuela hacía una buseca y les parecía que el mundo seguía estando más o menos en el mismo lugar en donde lo habían dejado antes de la guerra.
Y resulta que ahora se van a poner de moda los casamientos íntimos, con pocas personas. Y que es mejor hacer vacaciones de cercanía, porque así generás más arraigo. Y que es bueno tomar agua, y no tanta gaseosa, lo cual es cierto, pero no por los motivos por los cuales te lo quieren vender. Y que de pronto podés empezar a cultivar tus propios vegetales en tu casa. Y así es como de a poco, la crisis económica nos transforma en el sueño húmedo de toda esa generación del 70 que vivió en el hipismo, y que pensó que en un futuro todos íbamos a tener una vida más frugal.
Yo me encuentro a mí misma por lo menos cuatro o cinco veces por día teniendo esta charla de autoconvencimiento. ¿Para qué vas a ir al cine si las películas son todas una porquería? ¿Para qué te vas a ver con esa amiga? No necesitas tomarte nueve lisos, podés escribirle un mensaje de whatsapp. Y así sucesivamente, porque una no se da cuenta de los pequeños privilegios, de las casi invisibles medidas que va tomando en pos de la economía hogareña, pero en contra de su salud mental, en contra de su salud afectiva, en contra incluso de sus propios deseos.
Y sé lo que me van a decir. Hay gente que la está pasando peor. Obvio que hay gente que la está pasando peor. Todas estas páginas que me preceden probablemente hablaron de lo mal que la está pasando mucha gente, que el principal problema que tiene no es tener que cambiar la marca de shampoo, sino lisa y llanamente no tener guita con la que darle de comer a sus pibes. Pero permítanme, por un momento, abandonar mi culpa blanca y regodearme en el hecho de que puedo llenar estos caracteres con todas esas cosas que probablemente debería tratar en terapia, pero que, como ustedes saben, estoy yendo cada vez menos porque es también otra de las cosas que vamos a recortar.