El gobierno de Milei apela todo el tiempo al discurso de la crueldad, y quizás lo correcto es empezar a desarmarlo con un poco más de crueldad.
Este verano ha sido más eterno que el Verano del ‘98, ese que motivado por los buenos ratings de Telefe se vio obligado a durar hasta el 2001. Este verano ha sido eterno porque nos hemos visto obligados a mantenernos quietos, sumisos, sin hacer mucho ruido, pura y exclusivamente porque cualquier tipo de movimiento cuesta plata. Y plata, sabemos, no hay. Salir a tomar un liso infiere una tarea de prospección, casi como si se tratara de rendirle cuentas al FMI. Se arman excels y movidas en donde la gente te cuenta en qué bares los lisos están más baratos, cuál lo tiene bien frío, en cuáles te venden empanadas que no salgan choto mil dólares.
Ya sé que estamos cansados de quejarnos de la realidad económica. Nadie está hablando de otra cosa, porque simplemente hasta ese primo tuyo que jamás en su vida se atrevió a hablar de política probablemente igual ahora está haciendo algún comentario que él no entiende, quizás, que es político, pero que en el fondo siempre lo es. Que si las sociedades anónimas en el fútbol sí o no, que si el aumento del colectivo, que si un paro docente, y que “¡no puede ser lo caras que están las cosas!”. ¿Cuántas horas al día hablamos de plata? Me destruye que toda conversación sea iniciada siempre con el tono de sorpresa con el que alguien dice “fui al súper y un kilo de duraznos me salió nueve mil pesos”.
Esto me parece, sobre todo, cruel. “Crueldad” es un término que nos ha ingresado en la vida política recientemente. No porque antes no haya existido, sino porque ahora es todo lo que el gobierno de Javier Milei tiene para ofrecer. Y yo un poco voy a decirlo y lo voy a reconocer: me siento interpelada por esa crueldad. Hay algo de ese borde, de ese filo, de esa cornisa por la que ellos caminan todo el tiempo, sin miedo a desbarrancar (porque desbarrancar para ellos no es un disvalor, sino en todo caso un golpe de efecto) que un poco me interpela. Me siento hasta más interpelada hoy por hoy por el discurso de la crueldad, que por ese del amor y la igualdad que tanto pregonábamos, el del amor que vencía el odio, el de la ternura, etc.
Yo no termino de desentrañar del todo las consignas de La Libertad Avanza. Quizás porque no están pensadas para mí, para nosotros, para los nuevos outsiders. Esos que miramos desde afuera como todo lo que creíamos que era justo, sereno, sensato y reclamable se diluye en un mar de constantes amenazas, violencias, lugares comunes, insultos, expresiones tontas, estúpidas, crueles.
Cada vez estoy más convencida de eso: si ellos recurren a la crueldad, a rascar el fondo de esa olla de las reacciones, a reírse de nosotros como si fuéramos un blooper puesto a su disposición, a mofarse de todas nuestras banderas sin tacto, sin imaginación, sin ideas nuevas, sin otra cosa más que la retórica cruel de quien nunca en su vida tuvo una sola herramienta por fuera de la violencia… bueno, hay bastante tela para cortar ahí, y devolverles el espejo de la misma crueldad.
Ya sé que nuestra tradición es otra y que tenemos que intentar ser mejores personas y que militamos por cosas demasiado nobles, demasiado grandes, demasiado espectaculares, como para meternos en el fango de andar discutiendo con un nene de 17 años que se esconde atrás de una imagen generada por IA, para decirle lo que suponemos sobre él con un alto grado de certeza, golpearlo justo donde le duela, para que le moleste, para que entienda, para que quizás así, a través de ese dolor, logre sentirse aunque sea un poquito visto. Tal y como lo vieron aquellos que hace años empezaron a tirarle cosas en redes sociales para que se sintieran representados.
Entonces me quedo acá, rumiando y pensando todas las cosas que podría decir y no digo, porque evidentemente estamos en un contexto en donde no podemos sumarnos a su juego. ¿Pero ustedes me van a decir, sinceramente, que no podríamos ser crueles con Diana Mondino? Que no hay dentro de la figura de Mondino un montón de cosas con las que podríamos ser extremadamente crueles, cosas terribles que podríamos decir de una mujer como ella, cosas con las que podríamos correrla Mondino.
Y no me hagan empezar con la cantidad de cosas que podríamos decir de Manuel Adorni, el cabeza de rodilla, el frente con pasto, el hombre que apenas puede hablar de corrido sin titubear, el que nunca se saca la placa nocturna, el que repite frases y pone “fin”, como un gag de su propia ineptitud. No saben la cantidad de cosas que podríamos decir de Manuel Adorni, que parece un personaje de Capusotto inacabado, un personaje que Saborido escribió y que tiró en el piso de su departamento porque dijo “esto no sirve ni siquiera para hacer reír a la gente que no entiende nuestro humor”.
Hay tantas cosas que podríamos decir de la mujer con pinta de vecina mala que entrega las Malvinas y tantas cosas que podríamos decir del tipo con pinta de primo al que nadie invita a los cumpleaños, que se pasa todas las mañanas respondiendo preguntas a medias creyéndose que es un capo porque pagó a un montón de amigos invisibles que no existen que le festejan las cosas en las redes sociales. Y tantas cosas que podríamos decir del presidente, que tiene cuatro perros imaginarios que no están en ningún lado, que les construyó un canil para tenerlos encerrados en nombre de la libertad, que clonó a su perro con la esperanza de que ese gesto genético prolongue el amor en el tiempo, que ahora simplemente se pasa todo el día tratando de hacer lo posible para no parecer un enano pequeñito y duende, poniéndose zapatillas con tacos, poniéndose escaloncitos, poniéndose en la foto de tal manera que no se le vea ni su papada, ni su pelada, ni su barriga.
Hablando y repitiendo siempre las mismas frases como un Max Steel roto, armandose abdominales con Photoshop. Miren si a él, que se cree el más capo de los capos, no podríamos hacerle el chiste del “mascapito”. El mismísimo chiste que debe haber escuchado en el patio de la escuela a la que Milei fue ahora, como adulto, para reírse de dos pibes que se desmayaron al lado de él tratándolos de zurditos. Él, riéndose y regodeandose en la fragilidad ajena, como deben haberse reído de él hace 20, 30 años atrás cuando llegaba la clase de gimnasia y elegían a todos los compañeros y a él lo dejaban para el final.
Y yo sé que no se puede decir todo lo que me gustaría decir de Javier Milei. Yo sé que no podemos ser crueles con Manuel Adorni. Yo sé que no podemos caer en el juego de repetirle a la misma Diana Mondino que los jubilados sacan créditos a pesar de que estén por morirse, porque se merecen una buena calidad de vida. De la misma manera en la que cabría preguntarse porque Diana, sin haber trabajado un solo día en el Estado, sin tener carrera en la Administración Pública, definió sobre el ocaso de su vida ser canciller de un país cuando apenas le da la pera para salir en una entrevista con Mirta Legrand.
Yo sé que todo esto no lo puedo decir porque soy mujer, porque soy feminista, porque soy peronista, porque soy trabajadora pública, porque todo lo que nosotros hacemos y decimos está puesto bajo el escarmiento no sólo de los libertarios (que ahora nos pueden dejar sin trabajo, sin derechos, sin ganas de vivir) sino también de los propios compañeros que nos miran con un rostro casi de tristeza como esperando que nosotros respondamos siempre con la otra mejilla.
Yo no sé ya a esta altura que está bien y que está mal. Sí tengo una brújula más certera de qué es lo correcto y lo incorrecto y en este momento siento, perdón, que quizás lo correcto es empezar a desarmar esa crueldad con un poco más de crueldad. Cualquier otra cosa es responder a una herida de bala con un beso. Cualquier otra cosa es responder a un brazo amputado con un torniquete hecho de flores. Cualquier otra cosa es responder a un palazo en la cabeza con un burbujero.
Y entonces yo podría ser cruel y retorcida. Y cuando quiero puedo ser muy cruel y retorcida. Y cuando miro a alguien y le miro sus defectos y sus inseguridades, puedo ser la persona más cruel, la más retorcida. Porque soy una persona que tiene defectos e inseguridades, y sé precisamente a dónde hay que tocar. Porque yo también, en algún momento, fui la piba a la que alguien excluyó o a la que no le prestaron atención. Pero eso no me llevó a querer arruinarle la vida a 40 millones de argentinos. A lo sumo, me hizo periodista.
Este es el tema: a las mujeres, a los negros, a los putos, a las tortas, a las travas, a los pobres, a los inmigrantes, nos viven excluyendo y basureando. Y sin embargo, nunca jamás nosotros respondemos con crueldad. Y en eso yo ya no encuentro un valor. Encuentro, quizás, un gesto de torpeza.