No falto a clases si estoy un poco ronca, salvo que de mi boca salga aire sin sonido, único caso en que te firman una licencia que dice: “reposo de voz”. Pienso en este punto en la voz como materia a reposar, parecida a una masa que leva. Se obtiene densidad con ese diagnóstico. En el aula, les pido a los alumnos que se muteen para no cansar las cuerdas vocales, y yo escribo lo que les hubiera sido dicho, pero mucho menos (no se puede escribir todo lo que se dice en el aula).
Sobreviene el silencio. También tiene cuerpo el silencio. Como un ente benéfico, ocupa la sala, se aposenta, se adueña. Paso a advertir cómo es el ritmo del grupo sin el peine de mi voz, que suele igualar los tironeos de poder que imponen los adolescentes cuando hablan entre ellos.
¿No les pasa? El docente no puede hablar y entonces los adolescentes expresan en un volumen mucho más audible sus conversaciones. Abandonan el secreto o los mensajes escritos. En algún momento alguien de una esquina contesta a otro una conversación ajena, o le hace un chiste y todos ríen. Algunos se molestan por el comentario, mejor que se metan en lo suyo los de atrás, profe. De frente al pizarrón escribo las consignas, los dejo que resuelvan. Sé que terminará pronto la discusión sobre cuándo deja de ser secreto un secreto que se dijo en voz alta.
Hay dos personajes de la literatura cuyas voces tienen cuerpo cuando las leemos y podemos imaginarlas: la de Holden (Salinger), el charlatán adorable que se escapa de la escuela para salir de aventuras antes de que sus padres descubran que lo echaron. Oímos la voz de Holden irse de tema y volver a él, mientras camina, toma un tren o un taxi; la oímos arremeter con ira contra sus compañeros y profesores, y con ternura hacia su hermana o la prostituta; y la de Bartleby (Melville), el escribiente sin historia que repite una única frase hasta el final, con voz lacónica y serena, casi inaudible. Pienso en ellos e imagino a muchos de mis alumnos y alumnas representados en esas dos voces.
Los habitantes de este planeta aprendimos la lengua materna en la escuela de vivir, siglo a siglo. Pero algo sucede entre el siglo XX y el XXI, una decisión tecnológica que reduce al mínimo la voz humana: la comunicación virtual diferida. Y de toda esa marea virtual, hoy preferimos (incluso, no soportamos) nuestras voces humanas grabadas. Imponemos reglas a quienes quieren conversar con nosotros o envían un audio. No tenemos tiempo de escuchar. Una llamada por teléfono nos genera un rechazo tangible, como si una boca dientuda fuera a salir del celular para comerse nuestra oreja.
¿Conversamos? ¿Qué une al silencio con la conversación? Pienso que una respuesta puede ser: el conocimiento de la voz humana. En la escena en que Holden llora y le confiesa a su hermana menor que quiere salvarla, ser el guardián oculto en los campos de centeno que abraza a los niños antes del precipicio a la adultez, es el tono íntimo entre hermanos lo que reconocemos. Ese ir y venir secreto, el cuchicheo que ocultan de los padres en voz baja. Reconocemos eso, lo hemos hecho, esconder así las voces de nuestros padres. En Bartleby, el narrador, conmovido por la serenidad y la persistencia en la voz del escribiente, asombrado por la repetición del “preferiría no hacerlo” (resistencia pasiva al sistema de trabajo) el narrador, que es su patrón, invierte por una vez el modelo capitalista y es quien acompaña la soledad y la pobreza del empleado: le ofrece casa primero, lo visita en la cárcel después, le cierra los ojos con suavidad cuando muere y pregunta por su historia.
Y ustedes ¿estuvieron adentro de un aula en silencio? ¿Lo recuerdan? Les deseo esa experiencia, a contraluz de la mía. Cuando estén ahí, aparecerán todas las voces que los rodearon cada vez que fueron estudiantes: sus compañeros, sus docentes, los gritones, los parcos, los discutidores, los que cantaban. Si hoy no tengo voz para dar clases, la recuperaré mañana. Mientras tanto, es hermoso escuchar el murmullo que se acrecienta y bulle como una ollita crepitante, detrás de mí, mientras escribo en el pizarrón.