Nos vinculamos como chicos, huimos de todo lo que no sea inmediato y hacemos lo que nos da la gana: más que tardía, vivimos una adolescencia eterna.
La “adolescencia tardía” se refiere al lapso prolongado de transición entre la adolescencia y la adultez, caracterizado por la exploración, la indecisión y la búsqueda de identidad, extendiéndose más allá de los límites tradicionales de la juventud.
Toda esta parte la escribió ChatGPT. Se me escapa muchísimo una definición de adolescencia, porque es una de las instancias más personalísimas de la constitución humana. Es decir, no puedo hablar de “la adolescencia” sin hablar de mi adolescencia. Quizás ninguna adolescencia es “la adolescencia”, pero todas lo son: un cúmulo de experiencias que van de la vergüenza al autodescubrimiento, del disfrute a la angustia, y que siempre se resumen en ese momento de la vida en donde, con honrosas excepciones, nadie importaba más que vos. Lo que te pasaba, lo que no te pasaba, lo que te gustaba y lo que no, de qué tenías o no tenías ganas. Nada dependía de vos. Ni tu casa, ni tus viejos, ni tus hijos que no existían. Ni el país, ni tu trabajo. Absolutamente nada.
Hablo aquí de quienes tuvimos las adolescencias privilegiadas, esas forjadas la primavera kirchnerista, en donde en la mayoría de los hogares, aunque no en todos, los pibes y las pibas no teníamos que trabajar. Y por el contrario empezaban a aparecer algunos de los primeros consumos culturales que nos daban a todos cierta sensación de estatus. De que el mundo era enorme, apabullantemente enorme, disímil, claro, y que sin embargo no era tan difícil de conquistar. Cualquier canción estaba a un virus del Ares de distancia.
Quienes teníamos 14 años en los 2000 no queríamos ser adultos. La adultez nos proveía de un insumo básico para todas las huevadas que necesitábamos: plata. Plata para comprar el último reproductor de MP3, para viajar al primer Lollapalooza, para tener la última remera de 47 Street o esas chombas horribles de rugby que se usaban y que a día de hoy cierta gente sigue utilizando porque no puede dejar las cosas ir. Plata para comprar nuestro primer celular, el último modelo de la Playstation, ir de viaje a Villa Gessell en el verano.
Plata que nos permitiera pasarnos todas las tardes tiradas, escuchando el programa de Chento con el sol en la cara, sin tener que pensar si en nuestra casa faltaba algo o no. Sin tener que sentir vergüenza a la hora de pedirle a nuestros viejos unos mangos para ir a bailar a Ruinas Recoleta.
En un giro de los acontecimientos que bien podría haber simplificado lo que nos sucedió como generación, el edificio de Ruinas Recoleta dejó de ser un boliche para pasar a ser un lugar que vendía cosas para bebés de esas que salen 3 trillones de dólares y que cuando tu hermana te dice que está embarazada y que va a tener una criatura vos te agarrás la cabeza porque ya estás pensando en que vas a tener que endeudarte para comprarle un moisés que además de sostenerte al pibe también te lo entretiene, le hace masajes, aromaterapia y le explica cómo funciona el sistema financiero.
El último destino del edificio es ser el depósito de las motitos de Pedidos Ya. Es decir, las nuevas adolescencias, esas que ahora se ven forzadas a salir a trabajar, laburan en el mismo lugar en donde nosotros íbamos a fumar pasivamente, a tomar Frizze Evolution y a escuchar los primeros temas de reggaetón que, como en ese entonces eran pocos, se repetían constantemente.
Quince años después, no queremos ir a ningún otro lado. No nos interesa del todo, aunque lo repitamos hasta el hartazgo, la idea de “Dios, patria y familia”. Nos parece vieja, vetusta. Nos interpela quizás más el señor Migue Granados, viajando a Estados Unidos a comprar cositas caras, vistiéndose en todo momento con un pantalón de la NBA, como si no existieran distintos niveles de sofisticación, de responsabilidades. Si Migue puede ir al acto de la escuela de su hija, a trabajar y a recibir un premio con un short de los Chicago Bulls, ¿por qué no podemos nosotros? Antes nos hubiera dado vergüenza si un tío nuestro se aparecía en el acto del 25 de mayo con un short de Nueva Chicago, pero ahora nos parece deseable, aspirable. Es la promesa de una vida entera haciendo lo que se nos da la gana, sin pensar en las repercusiones de nuestras acciones.
El mercado sabe que ahora, los que andamos en los treintitantos, tenemos una moneda más de la que teníamos en ese momento, y podemos usarla con más independencia. No todo es celebrable: de nuevo estamos sufriendo porque no podemos entrar en un vestidito que consiste de tres trapos agarrados con dos sogas. Antes, teníamos el cuerpo y no teníamos la guita. Ahora tenemos (con suerte) la plata, pero los estándares de belleza nos quedaron lejos.
Nos vinculamos de formas adolescentes también. Nos likeamos y nos escondemos atrás de un teléfono, como otrora nos escondíamos detrás de una columna de la escuela. Nos distanciamos de todo vínculo que nos proponga algo un poco más profundo, tal y como hacías cuando tenías 16 años y la piba con la que estabas saliendo se ponía un poquito intensa, o descubrías que el chico que te gustaba era uno de esos loquitos que querían comprometerse cuando llevabas tres meses de novia. Ese, seguro, hoy vota a Milei.
Le tememos a todo lo que nos sea inmediato. Cualquier cosa que nos proponga una construcción a largo plazo nos parece un embole. Tal y como cuando sos adolescente y te vas de vacaciones con tu familia, el trayecto desde tu casa hasta Las Toninas se sentía interminable.
Hemos sido mal acostumbrados por los albores de internet, por la llegada de esto que todo el tiempo está modificándose frente a nuestros ojos. Somos la generación que vio morir “la vieja política” y nacer estas formas nuevas que no terminan de interpelarnos. Somos la generación que dejó de pensar en tener una casa propia, ni hablar en tener más de dos o tres hijos. A cada uno de esos hijos se le pone sobre la frente una cifra, en pesos, en años, en cálculos matemáticos. Somos también la generación que descubrió la libertad de andar toda la tarde en bicicleta escuchando canciones de Alanis Morissette y que no está mal estar en contacto con lo que nos pasa o lo que sentimos, que a lo mejor está copado ir a terapia, más no sea porque por más de una hora, forzosamente, hay una persona que está obligada a escucharnos hablar de nosotros mismos.
Esa primera sensación de libertad que nos da tener la bicicleta inflada, el mp3 cargado con las canciones que queremos escuchar y algunos pesos en el bolsillo para pararnos a tomar una Levité de pomelo cuando la tarde lo amerite, esa es una sensación que persigo constantemente. A veces al borde de olvidarme que, para tener esa soltura en la vida, esa capacidad de hacer lo que uno tiene ganas todo el tiempo, hay que olvidarse de todo el entorno. ¿Y qué somos los 30, 35, 40, como colectivo, más allá de las individualidades? Gente que, de a poquito, se fue desentendiendo de su entorno.
Con algunas excepciones, como la militancia feminista, el ambientalismo y la cantidad de personas que le siguen poniendo el cuerpo a la responsabilidad social. Hay un montón de otra gente que entró en otros berretines para encontrar explicaciones a la existencia humana y a la idea de trascendencia. No será ni por linaje ni por grandes ideas que seremos recordados. Más bien seremos la generación que se volcó a la astrología e intentó convertirse en sus propios jefes, para perder nuestros ahorros y volver a vivir con nuestros viejos.
Mientras que a nuestra edad nuestros bisabuelos ya tenían empresas familiares, una casa, cuarenta hijos y algunas cosas que ellos entendían como lujos (una heladera quizás, la posibilidad de irse a Calamuchita una vez al año), nosotros nos ceñimos mucho más a esas pequeñas victorias consumistas: cambiar el teléfono, tener lindas zapas, conocer todos los bares de Barrio Candioti, ir una vez al año a algún festival de música, saber quiénes son los participantes de Gran Hermano, seguir las cuentas de TikTok que todo el mundo sigue y mirar una vez al día algún stream para no sentirnos que nos quedamos afuera de la juventud, para prolongar otro ratito más la adolescencia tardía.
En un mundo que está lleno de pluriempleo y flexibilización, aspirar al shortcito de la NBA es casi que un proyecto sensato.
Por eso es pertinente sentarse a mirar a esos que sí la lograron, los Rebord y Granados de la vida. Ver qué hacen con esa vida, que es adulta, que tiene responsabilidades, pero que tiene todos los disfrutes de la adolescencia. Mientras nosotros seguimos mirando las mismas películas, escuchando la misma música, y poniéndonos tristes cuando alguno de los cantantes de nuestros años adolescentes dice alguna pavada y hay que cancelarlo, porque lo seguimos escuchando como si fueran referentes, porque no apareció nada más que nos hable a nosotros. Y si intentan hablarnos a nosotros, la única forma en la que van a interpelarnos es si nos hablan condescendientemente, porque en el fondo, en algún momento, nos creímos que no somos más que unos pibes que todavía no entienden nada.