Aunque nos quieran dar culpa, pocas cosas generan más placer que un buen chisme. ¿Cuánto mejor sería el mundo si todas las charlas comenzaran con un “no sabés lo que tengo para contarte”?
Hay una categoría largamente instalada en los últimos años con la que yo me peleo muchísimo, y es la idea de que existe algo parecido al “placer culposo”. Me parece de una falta de respeto supina, siempre que no estemos hablando de algún que otro placer que, en realidad, implique la práctica de actividades ilegales. La idea del “placer culposo” es la máxima victoria de la trinidad del capitalismo, al patriarcado y la Iglesia Católica: esconde la tesitura de que entre todo lo que nos pueda traer placer siempre existirá en el fondo un poquitito algo que nos tiene que traer culpa.
Podríamos remontarnos a aquél primigenio pecado capital con el que todos y todas ya nacemos y que solo se nos puede salir a través del bautismo, para encontrar su raíz. Pecado capital que nació y surgió, ni más de ni menos, que de un susurro. Una datita que se filtró. Un viejo y querido chismecito.
Aquí nos detenemos, edecanes del amor: una de las cosas que más placer me genera y que a mi alrededor todo me dice que debería darme culpa (porque muchos y muchas de nosotros hemos cambiado la culpa cristiana por la culpa feminista, la culpa progresista, la culpa de la empatía, la culpa hasta de una cierta rectitud de los derechos humanos) es el chisme.
Resulta gracioso que hoy en día pareciera que a cierto sector de la sociedad se nos condene por gustar de los chismes. Se nos pregunta, con consternación, si no tenemos “nada mejor que hacer” que andar con habladurías. Y a veces no hay nada mejor que hacer, o simplemente no hay ganas. En este mundo que tiende al utilitarismo bobo, un chisme es casi un acto rebelde de la narrativa urbana. Con esto no quiero decir que me gusta la industria del chisme, de la que ya he hablado en otras columnas. No dedico excesivo tiempo de mi vida a ver en qué andan hoy las personas criadas en Recoleta, esas que son siempre famosas, aunque no podamos terminar de definir por qué. No, me refiero al viejo y querido chisme que se cuenta sobre un mantel de hule un domingo por la tarde mientras tu amiga, con la que no te ves desde hace mucho y ya le perdiste la cuenta de por cuál chongo va, te relata, pastafrola de batata o de membrillo de por medio, sin soltar el mate y sin hacerlo circular, una intrincadísima trama que tiene más o menos la misma cantidad de nombres y personajes que “100 años de Soledad” para justificarte por qué volvió con el ex.
Hay algo de este país que resiste en cada piba que se acerca un domingo a la mañana después de levantarse y mientras se desayunan una pizza fría para decirle al novio, al compañero de departamento, a la hermana, a la mejor amiga, “no sabés la que te perdiste”. Así comienzan los más maravillosos relatos, esos que llevan completos pormenores minuciosos de la noche anterior en donde no pasó absolutamente relevante, pero no importa. No, no se descubrió la penicilina, no se inventó el wifi, no se terminó de dilucidar cuáles son los más grandes secretos del universo, pero tal pibe que andaba con tal piba apareció de la mano con tal otra y esto generó una especie de cisma hacia el interior del grupo de amigos que va a terminar contándose en la oficina, en la caja del supermercado, en la cola para hacerte una tomografía computada.
No hace ni falta que yo les explique por qué me gusta el chisme. Junta las dos cosas que yo más amo. Una de esas son los cuentos, y no hay nada que esté mejor contado que un chisme. Hay una sutileza en el relato del puterío que a mí me lleva muy, muy atrás. ¿Qué hacía Roberto Arlt sino eso? ¿Qué hacían los grandes cronistas de este país? ¿Qué hicieron y qué hacen las Ocampo de la vida si no era chisme? Está bien, quizás en el fondo un chisme un poco más pretencioso, que había dejado algo estéticamente y artísticamente hablando para el porvenir de la Nación. Pero sin el chisme, ¿a dónde habrían llegado los grandes artistas y pensadores de este país? Por eso cuando un pibe tímidamente se acerca hasta a su tío, ese que le resulta el más capo de todos los hermanos de su padre porque le enseñó a jugar en la Play 3, y le dice “no sabés lo que pasó” se abre una especie de portal. Es el chisme un diálogo intergeneracional. Es sin lugar a dudas el anzuelo que nos permite ingresar a veces a los grandes debates que nos debemos como sociedad.
Esa frase no es más que otra mentira: no nos debemos nada. Como sociedad estamos debatiendo todo, todo el tiempo. Debemos ser uno de los países más pesados del mundo. Esto ya lo he dicho en otras columnas, pero lo voy a sostener hasta que me muera.
En fin, el chisme es uno de los tantos motivos que colocan al Diego por encima de Messi, acercándolo más al latir popular. Es el que nutre a los servicios de inteligencia. Es uno de los motivos por los cuales ninguno de nosotros podemos evitar, cuando vamos en el transporte público, mirar sobre el hombro del acompañante desconocido de aquel coche línea 15 mugroso, para ver qué está escribiendo en WhatsApp. No podemos evitar mirar, aunque sea de refilón, a qué le pone Me Gusta un compañero que está a nuestro lado en la oficina. Y si tenemos auriculares puestos mientras estamos esperando para que nos atiendan en la farmacia, igualmente nos quedamos escuchando qué hablan los dos que esperan atrás. Hay algo en ese tono de voz de dos personas que se están compartiendo un puterío, que a mí me parece espectacular. Tengo tías que imagino que lo único que hacen es juntarse a pasarse chismecitos de gente que incluso no conocen. Y todo chisme que se precie de serlo debe comenzar con una introducción que ayude al interlocutor a ubicarse en tiempo y espacio. Algo del estilo: “¿te acordás de la hija de la Norma? La que estudiaba canto en Santo Tomé y vendía prepizzas”. Nunca, jamás, la respuesta a la pregunta situacional debe ser negativa. No importa si no te acordás, no es lo importante.
Hay una pose de chisme. Se aprecia en la escena de dos vecinas sentadas en la vereda en los viejos sillones reposera o “silletas”, como le gusta decir a mis amigas del norte. Hay algo en esa pava de lata con su base tejida al crochet, en la mirada que intercambian cuando pasa una tercera vecina y esperan a que esté a 50, 60 metros para empezar a susurrar en voz baja. Hay algo de su postura que nos trae como en un diálogo intergeneracional a esa piba que va por la calle mandando un audio de Whatsapp. Y vos sabés por la forma en la que sostiene el teléfono, por el paso rápido, que le está contando a otra mina algo espectacular y que carece completamente de importancia.
Va a aparecer hasta aquí en mi relato que yo estoy diciendo que el chisme es algo solo del mundo femenino, lo cual es bastante machista de mi parte. Voy a hacer aquí una distinción: hay ciertos hombres que producen chismes, pero no saben reproducirlos. No es que no les interesen, sino que simplemente su relato no está tan trabajado, y omiten detalles o los pasan muy por arriba. Hay algo de la lógica, la mecánica, la cultura del chisme que a nosotras muchas veces se nos impregna desde muy pequeñas, y que hace que nos encante fantasear en torno a eso. Nos gusta hablar de los otros, nos gusta juzgarlos. Es lo que también nos hace daño muchas veces al sentirnos observadas y juzgadas. Creamos el monstruo que después, en algún momento de la vida, nos va a venir a destruir.
En cierto sentido, las redes sociales nos han quitado la posibilidad de hacer circular el chisme de la mejor manera posible, que es con planificación. Hoy en día una puede enviar una captura de pantalla a algún amigo, no quisiera dar nombres propios, pero a fines ilustrativos vamos a decir “Valentín Johnston Aragón” como para poner alguno. Esa imagen con dos emoticones que él ya va a saber interpretar a la perfección ya computan como un puterío en sí mismo. Y, sin embargo, en ese gesto nos estamos robando a nosotros mismos la posibilidad de sentarnos con un mate y unos bizcochitos de grasa a tratar de desentrañar una complejísima red que incluye probablemente gente con la que ya no nos hablamos pero que por algún motivo aún circulan en nuestros algoritmos.
Lo que peor me pone es que me quieren hacer sentir culpable de esto. Cuando yo sé que yo también soy fuente de chisme para un montón de gente, y eso no me preocupa en lo más mínimo. No es que acá estoy diciendo que es lindo, que me encanta que hablen de mí. No soy Javier Milei. Digo en todo caso que es parte de la condición humana: nos interesan los otros, nos generan curiosidad, y si hay algo de su sistema de creencias, sus deseos, sus motivaciones o decisiones que no terminamos de entender lo pasamos a través del tamiz de nuestra subjetividad pulverizando toda chance de derecho a réplica.
Cuánto mejor sería el mundo si todas las conversaciones pudieran comenzar, sin distinción, con el magnífico: “No sabés lo que tengo para contarte”. No, no sé. Me declaro ignorante. Es la única ignorancia que no duele. La única que genera, sin culpa, placer.