Hay pocos lugares donde me gusta estar hoy: casa, escritura o aula. Me camuflo en esos espacios, me amparo de las violencias mediáticas y políticas cotidianas. Esos tres lugares son como la capa élfica que sirve para hacerse casi invisible, confundirse con el entorno y sortear momentos difíciles.
Algo hay en la escuela hoy: me hace sentir en un lugar seguro. No sé cómo definirlo. Tampoco estuvo siempre lo que percibo. Sé que no, la obviedad es que cada época nutre una clase de Lengua y Literatura con su imperativo de contexto, explicando nuestros actos cotidianos, como una nube invisible que se nos posa.
Pero algo me ampara adentro de un aula hoy, y también lo protejo y lo replico. Tiene que ver con la persistencia y con la presencia humana, por un lado. Una avanzada del siglo XX, como un castillo de proa, entrando en el arca deforme del siglo XXI. También tiene que ver con un orden: el entrenamiento de pensar. Y con un desorden: el desvío del impulso adolescente para todo, incluso para negarse a leer o escribir, que me desafía.
Cuerpo presente en tiempo real. Me hace salir de la falsedad del reposteo infinito, esa aparente democracia de la red. Mauricio Kartun dice que el ataque del actual gobierno al arte, y en especial al teatro y al cine, se entiende porque el concepto de la idea teatro es un concepto al que este gobierno le teme. Se pregunta ¿qué tipo de ideas incorporamos cuando leemos un poema, vemos una obra de teatro o escuchamos una canción? Se responde: “Ideas. En un formato conmovedor: conmovedor en el sentido más literal de la palabra, movedor con, un formato que entra y te mueve”. Eso sigue sucediendo en la escuela. Aún en la peor clase, en esa en la que creemos que nadie responde o escucha.
Los imperios con los que se goza este gobierno quieren, estoy segura, la desaparición del arte tanto y de la educación. Desaparición de lo que es de todos, en sentido griego. Accionan como zombis: se alimentan de lo que hace sentido, desde todos los ángulos de un prisma virtual defectuoso. La alteridad del avatar sin cuerpo y el espejismo del cálculo, son sus placeres.
¿Cuáles serán los nuestros? Vuelvo. Retrocedo. Al aula, a la casa, a la escritura. Donde funciona el camuflaje, la capa élfica. Aunque tengo pocas esperanzas de que Silicon Valley no triunfe, pienso: hay que entrenar en lugares seguros. No sé bien qué quiero decir con esto, pero tiene que ver con la lentitud y con la demora.
Me gustan los laberintos porque hay que pensar para seguir. Das el primer paso sabiendo que veinte más allá pueden llevarte frente a una pared tapiada. No te importa, porque vas a volver. Vas a retroceder y hacer de nuevo esos pasos, torciendo la ruta para dibujar otra flecha que apunta a la idea de llegar. Algo de esto está en la escuela, estoy segura. Nunca un camino recto.
Vuelvo. Fumo un cigarrillo rodeada de mis plantas en el patio antes de saber si voy a poder terminar este texto. Miro el cielo paleteado de gris humo. Cae una llovizna invisible. No habrá tormenta, las nubes no están cargadas de negro en el clima cambiante del planeta. Fumo y pienso en Romeo y Julieta, empecé a leer la obra de Shakespeare en tercer año. Pido un deseo de continuidad: leer y tener las energías para dar la voz. Sé algo: leer es algo seguro. Arrojás la piedra aireada de la voz, en el aire estalla su trayectoria y la piedra sonora se divide en mil astillas blandas, directo al corazón de los estudiantes. Algunas entran, otras caen ahí nomás, cerca.
Mis alumnos la van a juntar, la van a guardar en el bolsillo (dice mi ego) para volver a ellas cuando la mano las saque en un apuro, en el medio de un desierto o en la cumbre de una montaña. En este instante imagino un ejército de estudiantes llamado La Liga Humana, que lee en voz alta de a cientos de miles, para hacer retroceder el mal. Me río con el idealismo cristiano que acude a mí invariablemente cuando escribo. Termino el texto con esa imagen liberadora.