La generación ácido hialurónico es la nueva versión de los estereotipos de belleza que nos obligan a ser adolescentes eternas. ¡Pero es para sentirnos mejor con nosotras mismas!
En la cola del supermercado, bajo la luz fría de esa dicroica que no te deja esconder la angustia, llega la frase: “Vos estás igual”. Es una vil mentira. No estoy igual a nadie, menos a mi. Si estoy igual a algo es a la construcción estética que las novelas argentinas hicieron las de las tías solteras. La voz de la interlocutora suena sincera, por lo que elijo devolverle el gesto.
“Vos también estás igual”, digo. No elaboro sobre la idea. No explico igual a quién. Pero se me vienen a la mente varios rostros: Emilia Mernes, las chicas de Gran Hermano, Sofía Gonet, la que sale en la propaganda de los tampones, Nicki Nicole.
Es decir, ella tiene la cara de todas las niñas de la generación ácido hialurónico.
Hay un fenómeno espectacular que se da cuando te cruzás con alguien a quien no veías hace mucho tiempo: se abre una compuerta y en la mente se te configura un panel de expertos al estilo “Intensamente”. En este caso, mi compañera de fila del super otrora era mi compañera de escuela. De ella sólo recordaba el nombre, la propensión a comer semillas de girasol, y el abundante perfume Ticket que solía utilizar y que se impregnaba en la corteza frontal de mi cerebro impidiéndome escuchar nada de lo que la profe de Geografía, Mabel Tapón, decía. Por culpa de ella jamás pude aprenderme las capitales de África. Tampoco es que puse mucho empeño de mi parte.
En épocas de redes sociales es muy difícil no saber nada de alguien, pero la piba del super jamás entró en mi algoritmo. No ayuda que jamás tuve Facebook, red social por excelencia para chusmear en qué andan los excompañeros de colegio, las examigas de patín y los exnovios de tus amigas. Hay un mundo de historias mínimas inconducentes que se me pierden en la tangente, que aguardan a ser descubiertas por el ojo interesado. Así que el impacto de ver a alguien en vivo y en directo, sin filtros y sin fotos toqueteadas, casi 16 años después es aún mayor. No se ha generado un marco de referencia. No hay una historización del envejecimiento.
Si yo estaba sorprendida, ella ni me imagino.
Su calidez me dejó un rato pensando en lo mucho que hemos perdido la posibilidad de sorprendernos genuinamente al ver a otra persona. La urbe digital de las redes sociales nos vive cruzando en una cola del super digital con gente que no nos importa, pero que nos rellena la existencia. Ella me miraba como los turistas miran a los carpinchos cuando aparecen en algún Parque Nacional, con la fascinación propia del descubrimiento. Me la imaginaba después volviendo a su grupo de WhatsApp de amigas, esas que me conocen, a contarles del encuentro para definirme en vaya una a saber qué términos. Yo hice lo propio. Es parte del contrato social.
Mi asombro, sin embargo, no estaba tan ligado al descubrimiento como a cierta angustia. Esta piba está haciendo todo lo posible por mantenerse siempre adolescente, y se le nota. No en la forma de esos adolescentes tardíos de los que ya he hablado, sino en la construcción estética de una belleza siempre fresca, siempre lozana, que lleva horas de trabajo diarios, cientos de miles de pesos de inversión, y alguna que otra decisión medio polémica en términos de salud. Su cara no es la cara que yo recordaba de su adolescencia, sino otra. De otra adolescente. De adolescentes de ahora.
Hay algo para decir en torno a las violencias que las mujeres recibimos constantemente en forma de sugerencias de belleza. Están en todos lados: en Tiktoks y comentarios sobre el almuerzo, en propagandas y campañas publicitarias, en los estándares que se nos imponen con un nivel de sutileza digno de una célula terrorista que hace inteligencia. Es un cuento de no acabar, además: siempre surge un nuevo método, una nueva dieta, un nuevo producto. No podés estar afuera. Estar afuera significa dejar que el tiempo pase. Y el tiempo que pasa nos acerca más a una muerte que nos encontrará, lamentablemente, feos. O con la piel seca. O con ojeras y pelo finito. Y, se sabe, no se puede morir así.
Con soltura, nuestras abuelas nos sugerían salir de casa con buenas bombachas por miedo a que de urgencia nos tuvieran que llevar a una guardia y, sabemos, en una guardia no te atienden con un calzón con agujeros. Nuestras madres se obsesionaban con el nivel de abrigo, incluso en esas etapas de nuestra vida en donde nuestro sistema inmunológico tenía la solidez robusta de un central de un equipo del ascenso. Nuestras amigas, incluso esas que nos aman, nos encuentran defectos. Y nos sugieren con amor una cremita, un tratamiento, una dieta, un nuevo producto que recomienda el gurú de turno.
Entonces después, en algún momento, todas tenemos las mismas cándidas en el estómago, la misma deficiencia de calcio en los huesos, los mismos problemas en el ciclo menstrual.
Acorde a tener también, a su tiempo, los mismos traumas.
Ahora las pibas de 22 años, que son las que marcan los criterios estéticos para todas las demás, andan con la cara de Santi Caputo. Un Santi que, a seis meses de asumir un rol importante en el estado, ya tiene las cejas de Beatriz Salomón en los 80s y el rostro de un querubín tallado por Bernini en 1613 bajo amenaza de muerte por el mecenas de turno. Santi Caputo tiene cara de que se prende en todas. Hace rutinas de skin care, fuma armados, come sin gluten y se va a dormir escuchando frecuencias Solfeggio de 174 Hz, esa que en teoría atrae la abundancia y el éxito y que se yo.
Las niñas de 22 años andan con la boca que parecen dos mollejas previo a meterlas en la parrilla. Ya sé que de cuerpos no se opina, pero no estoy opinando de ellas sino del sistema perverso que les dice que a los 22 años tenés algo para corregirte. No, a los 22 años sos perfecta reina. Te juro. Tenés la impunidad que te confiere la salida de la adolescencia, probablemente te mantienen tus viejos, tus primeros sueldos te los gastas en una crema de bokuchiol que sale lo mismo que un salario mínimo y las canciones de Emilia Mernes te interpelan. Es decir, escuchás “Una loca fancy, mala, pero cutie” y te interpela como si por primera vez hubieras leído a Pizarnik teniendo deudas y un corazón hecho polvo. Creeme cuando te dijo, no necesitás inyectarte nada. La frescura de tu piel te la da el hecho de que todavía sos de clase media y podés ir al Lollapalooza sin endeudarte a ocho años. Tenés la cara perfecta porque todavía no sabés lo que es generar un plan de pago de la deuda con el AFIP. La crema traída de Taiwán no tiene nada que ver. Te podrías poner W40 en los pómulos que seguirías regia. Es más, probablemente el serum que usas es W40 con mejor marketing.
Lo que más me duele de las imposiciones estéticas es la idea de que una las sigue para sentirse mejor con una misma. Es la mentira mejor armada de la historia de la humanidad, superada sólo por la llegada a la Luna de los yankees. Nadie hace esas cosas para sentirse mejor con una misma, las hacemos para sentirnos menos peor. Las hacemos para pertenecer. Las hacemos porque nada te rompe tanto por dentro como quedarte afuera de una charla entre tus amigas, cuando todas fueron a la misma mina que les hizo las uñas con gel y vos tenés las uñas del Roña Castro después de una pelea. Es torpe y hasta infantil creer que invirtiendo plata y tiempo “en una misma” no estamos en realidad apostando a que con eso la vida nos va a ser más simple. Creemos que compramos tiempo, que alejamos la inalterable vejez, que enmascaramos nuestras otras frustraciones.
Nos sentimos bien por un ratito, porque eso nos enseñaron. Mostramos las uñas y conseguimos la inmediata validación de la tribu, que festeja y nos aplaude ese detalle, ese mínimo detalle, mientras atrás el mundo se prende fuego. Y jamás hablamos de la depresión, de la hipertensión, de la falta de laburo o de la injusticia social con el nivel de compromiso, de cariño, de atención con el que hablamos esas uñas de gel.
Pero no está ni bien ni mal. Como todas, como siempre, como desde el inicio de los tiempos: hacemos lo que podemos.