Una ciudadela que durante siglos albergó una extinta y sofisticada cultura: patrimonio mundial reconocido por la UNESCO, las ruinas de Teotihuacán hoy son un faro del turismo internacional y la investigacion arqueológica.
Por Juan Pablo Gauna
El sol resplandeciente sobre la tierra reseca, brilla entre los cactus y la vegetación baja. La Ciudadela recibe al visitante y lo transporta imaginariamente a otro tiempo, a otra civilización. Dos pirámides truncas se alzan imponentes, acompañadas por otras de menor altura. Los mexicas bautizaron a esta urbe de avanzada con el nombre de Teotihuacán ―“donde los hombres se convierten en dioses”. Según el Instituto Nacional de Antropología e Historia de México, la zona arqueológica cuenta con 264 hectáreas de extensión y recibe a viajeros de todas las latitudes, que se rinden a los pies de obras arquitectónicas que datan del Siglo I antes de nuestra era ―fecha estimada de construcción del túnel que pasa por debajo del Templo de Quetzalcóatl o de la Serpiente Emplumada.
Mientras los visitantes hacen pequeñas filas para recorrer el interior de las edificaciones, los guías turísticos brindan sus reseñas históricas y las artesanas locales ofrecen piedras labradas, collares y pulseras. Los asistentes recorren las obras con respeto y entusiasmo, mientras que la naturaleza completa la postal en comunión con este Patrimonio Mundial reconocido por la UNESCO en 1987.
A Teotihuacán se llega desde la Ciudad de México atravesando 40 kilómetros de autopista en dirección noreste. El trazado bordea paisajes montañosos a más de 2200 metros sobre el nivel del mar, presenta casitas modestas y coloridas en la zona de valles y permite apreciar teleféricos sobrevolando los cielos para ofrecer un sistema de transporte más ecológico. El tránsito es fluido, aunque en la hora de ingreso y egreso de la capital la congestión se hace presente, pues miles de usuarios se movilizan para desarrollar sus actividades cotidianas en la metrópolis. Una vez arribados a la zona arqueológica, se puede ingresar a través de cinco portales, ubicados en un camino periférico empedrado que circunda el área monumental.
Antes de ingresar a La Ciudadela sagrada, nos topamos con talleres de artesanías donde se trabaja la obsidiana y otras piedras de la región. Allí, un lugareño explica sobre las propiedades del maguey, que es una variedad de planta suculenta clave en el desarrollo de la civilización teotihuacana, ya que de él se obtenía papel, jabón, agujas e hilos, bebidas blancas y tenía propiedades medicinales. En una feria contigua se aprecia las bellas evocaciones de los pueblos originarios, acompañadas de la producción de bebidas alcohólicas: pulque, mezcal y tequila. No faltan artículos suntuosos con forma de pirámide y cráneos decorados con múltiples colores para la conmemoración del Día de muertos.
Una vez ingresados por la puerta 3, se ofrecen sombreros para guarecerse del sol intenso y los guías turísticos privados deleitan a sus clientes buscando la mejor propina posible. En los extremos de la zona arqueológica se levantan dos pirámides truncas ―del sol y de la luna― unidas por la Calzada de los muertos que servía para las festividades sagradas y para practicar el comercio. A los márgenes de dicha vía se suceden poliedros de menor altura. Todas las construcciones presentan escalinatas para llegar a la cima, pero cuentan los lugareños que el acceso está prohibido, debido al fallecimiento de un turista producido al hacer cima, también por preservación para reducir el impacto de la huella ecológica.
Los misterios sobre las poblaciones prehispánicas residentes en el Valle de Teotihuacán abundan porque se conoce poco al respecto. De hecho, las principales referencias históricas provienen de la información aportada por los mexicas o aztecas; fueron ellos quienes bautizaron a la zona y dieron cuenta de los pobladores que los precedieron, imponiéndoles sus propias denominaciones. Lo que sí se pudo esclarecer con sucesivas investigaciones científicas es cómo se llevó adelante cada basamento piramidal. A través de excavaciones se encontraron edificios superpuestos, ya que cada construcción representaba a un período histórico determinado, donde cada nueva construcción acercaba al pueblo a sus dioses conforme se elevaban a mayor altura del suelo, y la cima de las mismas se empleaba para ofrendas que incluyeron los sacrificios humanos. Es por esto que las pirámides mexicanas en cuestión no son huecas como las que se encuentra en Egipto, las cuales eran tumbas y tenían otro sentido religioso.
Según National Geographic, Teotihuacán fue en el transcurso de ocho siglos una urbe palpitante, que en su época de esplendor llegó a tener distribuidos en 22 kilómetros cuadrados a 125.000 habitantes. Los signos del poder presentes en esta zona arqueológica son evidentes, debido al hallazgo de cerámicas, esculturas y pinturas, que indican que la nobleza teotihuacana ejerció un fuerte dominio de la ciudad y de las rutas comerciales ―las cuales llegaban hasta Guatemala. En las residencias que componen La Ciudadela se encuentran distintos ornamentos en las paredes, por ejemplo, pinturas murales en tonos rojos que representan conceptos. Además, se halla obras de ingeniería de avanzada, como el desvío del río San Juan para abastecer de agua a este emplazamiento, que llegó a contar con una red de desagües cloacales y pluviales, desconocidos hasta ese entonces en Europa.
Lo complejo de esta la civilización teotihuacana provoca admiración, ya que el esplendor de sus construcciones ―con las pirámides más altas de Mesoamérica―, el dominio de una variedad de saberes y lo sofisticado de su organización social fueron de magnitudes poco conocidas en el mundo occidental. Pero a pesar de esto, es una incógnita por qué se produjo la decadencia de este pueblo promediando el Siglo VII. Las hipótesis más plausibles para explicar esto, llevan a pensar en guerras internas y escasez de recursos para sostener un imperio que fue muy poblado y extenso para la época.
Las investigaciones continúan en el lugar, y se suceden las excavaciones. A pesar de ello se evidencia dificultades en la preservación ―de acuerdo con el INAH, México tiene 193 zonas arqueológicas―, ya que solo una cara de cada una de las dos pirámides mayores es restaurada regularmente.
Al atardecer parecen actualizarse los hechizos, y el lugar con sus ecos remonta a las festividades de otros tiempos, podemos imaginarnos la veneración al sol y a la lluvia, y los sacrificios con ofrendas ostentosas. Las huellas de civilizaciones milenarias perduran, y los bloques de piedra gigantes, apilados unos con otros, se erigen en guardianes de la memoria. Todavía queda mucho por descubrir de esta civilización…