Hugo y los Gemelos tocaron en Ochava Roma como forma de demostrar su apoyo al centro cultural y comunitario, que atraviesa una difícil situación por el aumento de tarifas. La crónica de una noche ardiente.

La gente va y viene entre el estudio y el escenario, llevando y trayendo cosas, y como el pasillo es angosto se apretuja, se choca, se pone de costado para pasar. Los músicos preparan sus instrumentos y el vestuario, los operadores arrastran cables, la que atiende la barra revisa con preocupación que no se le congele la birra. La puntualidad férrea que exige la radio trastoca la tradicional laxitud horaria de los recitales, y provoca que todos estén apurados y atolondrados.

De fondo suena un tema del Tavo Angelini. El público ya llenó la sala, y respira el clima de ansiedad y expectativa que precede al acontecer de lo extraordinario: en este caso, lo extraordinario es un recital de Hugo y los Gemelos, con todo lo que eso implica.

Yo me pongo la campera –es una de las noches más frías del año- y salgo al patiecito que me ha visto fumar tantos cigarrillos. Ahora ya no fumo, pero salgo a escuchar las conversaciones de la gente que fuma, que por lo general son más interesantes que las de la gente que no fuma, como si hubiera en el silencio de los patios, de la noche, de la brasa que quema lentamente, algo que propicia otro tipo de conversación.

Claudia y Abelardo hablan de la situación crítica que atraviesa Ochava Roma, centro cultural, radio y refugio hace casi quince años para las miles de formas que puede adoptar la fantasía.

—¿Cuán delicada es la situación? –pregunto.

—Estamos viviendo al día.

El desfinanciamiento de la cultura, la ausencia de políticas públicas orientadas a fortalecer los medios de comunicación comunitaria y los aumentos cada vez más desmedidos en las tarifas son un cóctel explosivo para lugares como Ochava Roma. Una boleta de la EPE de 110 mil pesos, intimaciones de Sadaic, desperfectos técnicos. Es mucha plata, y se vuelve demasiado para un espacio que todavía apuesta a hacer circular la cultura y la información sin el lucro como eje rector.

Quizás el problema es ese: quizás es un anacronismo tener una radio que no le cobre a los programas por salir al aire, aunque eso permita que hoy haya veinte programas llenando el éter santafesino, dos de ellos en formato taller.

Fue ese mismo anacronismo el que me permitió a mí, con dieciocho años y poco más de un año de Comunicación cursado, empezar a hacer radio, en lo que fue mi primera experiencia periodística. Cierro los ojos y me veo llegando a la esquina de Santiago de Chile y Pasaje Magallanes, con una amiga a la que le habían dicho que capaz en Ochava Roma nos daban un espacio en la grilla, aunque no tuviéramos experiencia, ni planificación, ni talento, ni ninguna de esas cosas.

“¿Qué quieren hacer?”, nos preguntaron Juan y Claudia. “Un programa de jóvenes para jóvenes, que hable de música, de cultura, de política, desde el humor”. “Bueno, dale, arranquen cuando quieran”, fue su respuesta. No hizo falta nada más.

Confianza en el otro, pasión y amor por lo que uno hace, ganas de compartirlo y plata: a veces no hace falta nada más. Los primeros tres ingredientes pueden contribuir a conseguir el cuarto. Por eso Hugo y los Gemelos tocan hoy en Ochava Roma, dos meses después del lanzamiento de “Se viene el agua”, su cuarta producción discográfica.

La fecha se titula “Gorra de luz”, y se promocionó como una forma de “agradecimiento y apoyo” a Ochava Roma”. Lo hacen en el marco de “Todos tienen algo que ocultar menos yo y mi mono”, el programa radial que hacen Alejandro David y Claudio “Chuca” Chiuchquievich todos los viernes a la noche en Ochava. “La banda de blues psicodélico litoraleño más grande del planeta en el centro cultural con más onda del planeta”, los presenta el Ale, entusiasta.

El fuego que vimos brillar

“Elevamos la gorra de la luz”, dice el Abuelo Hugo, que relata el origen ancestral de la palabra “EPE”: “Por ahí pedía fiado diciendo ‘EPE te pago’; pero algunos no son de fiar”. El ambiente reducido le sienta bien a la banda. Las letras se entienden perfecto, Hugo puede caminar entre la gente, el amuchamiento nos protege del frío y va encendiendo cada vez más esa chispa que, ya sobre el final, se volverá un verdadero caldero.

Melina me vendió unas empanadas de pescado riquísimas y me cuenta que el proceso arrancó a las cinco de la mañana, cuando salió a extirparle al agua barrosa esos armados y esos amarillos. “Se viene el agua”, corea la gente, y la banda suena cada vez más poderosa, como si público y banda se retroalimentaran mutuamente, en un fascinante complot para detener el tiempo y ponerlo a bailar.

Ochava Roma
Foto: Pablo Martínez

A pesar de las dificultades, la música nunca dejó de sonar en Ochava. El fin de semana pasado hubo un festival de punk, mañana hay un festival de metal, y ahora bailamos con un clásico como “Sigmund Freud”, del anterior larga duración de los Gemelos, “Esos que están en esa”. “Hace como nueve años que no tocábamos acá, la última vez éramos aún más”, me cuenta Pato, el guitarrista, en un breve descanso, mientras el Chuca prepara su segmento de lectura.

“La radio nos devuelve la noción de origen, del comienzo de los tiempos en comunidad, del necesario espacio de tribalidad que habita en nuestra animal humanidad en la cual predisponerse a escuchar quizás sea más importante que decir”, dice, y la música de sus palabras se entrelaza con la música de los Gemelos, y ambas músicas crecen y vuelve a suceder la magia. 

Luego llega el monólogo final de Jodurcha, que augura que “de acá salimos con vida y más fuertes” y hace una promesa: “si salimos todos, volvemos todos”. Es el preludio de “Guaymallén en las Vegas”, un tema inédito de más de diez minutos, que jamás fue tocado en vivo y que, en palabras de los propios Gemelos, probablemente jamás vuelva a serlo.

La banda improvisa solo tras solo y la gente baila en alocado frenesí, entregándose a la sensación de estar presenciando algo único. En un mundo de simulacro y repetición, mientras el capital persiste en su intento de fragmentar y clasificar las vivencias para convertirlas en “experiencias” replicables y vendibles, el encanto de vivir una experiencia verdadera, fugaz e irrepetible, es como el encanto originario del fuego, que se prende, quema y se extingue. 

Después del fuego, con el escenario vacío y mientras tomamos las últimas latas, esta nota se vuelve más colaborativa de lo que ya era. Primero un amigo me dice que un amigo suyo estuvo sacando fotos, que me va a pasar algunas, y después otro amigo me sugiere un título: “El precio de la luz”. El precio de la luz puede ser muy alto. Pero la luz que vimos brillar recién, sobre el escenario, pero también abajo entre los cuerpos, esa luz que irradia el fuego cada vez que muchas manos se juntan y lo encienden.

Esa luz es impagable.

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