Skam | 2015

Escenas de salud mental, tratamientos psiquiátricos, atracones y ayunos, pastillas sin inocencia y adultez sin ilusión.

–Tengo depresión –una confesión atraviesa el aire pesado y húmedo del bar.

Es uno de esos días en que la ficticia primavera santafesina pegotea la piel, engrasa los cabellos y hace cuestionar por qué carajos se ha elegido salir con bufanda a las 6 de la mañana. Dentro del negocio, la transpiración impregna el ambiente y se mezcla con el olor del café; paredes de ladrillo visto, mesas de madera barnizada, plantas de hojas largas y puntiagudas amenazan con acaparar el oxígeno. Detrás de una pared vidriada se observan, como hormigas coloradas, las figuras de los peatones cubiertos de sudor, que recorren calle San Martín.

–Yo también tuve –declara una muchacha. Revuelve el líquido marrón con una cuchara innecesariamente larga y le arroja a su amiga una mirada condescendiente –Es normal, ¿Estás medicada?

–Sí, Sertralina y Quetiapina –le contesta. Está un poco más inquieta que su compañera, pero habla igual de fuerte que ella.

La charla parece no ser de incumbencia de los allí presentes, pero resulta casi imposible ignorar las voces de ambas jóvenes, de unos veintitantos años, que expresan sin pudor sus penurias. Para las involucradas, la conversación parece ser banal, casi como hablar del clima.

–¡Ja!, yo igual. También estabilizador del ánimo y estuve un tiempo con antipsicóticos, para controlar los pensamientos intrusivos. Eso de querer matarse, o dejar de comer.

–A mí un poco de miedo me da.

–No te preocupes, es lo más normal del mundo. Si las tomás es porque lo necesitás.

La chica continúa moviendo con ímpetu su cuchara, el café frío tiene un aspecto amarronado turbio, se lleva un sorbo a la boca y lanza un suspiro de satisfacción. Los siguientes minutos, la conversación entre ambas aborda todos los espectros de la salud mental: medicación, tratamiento psiquiátrico, terapia, costos de consultar con un profesional, miedos.

La piba del café frío parece estar curtida, habla con soltura. La otra no se queda atrás. El tono de voz hace accesible la conversación a todos los presentes en la cafetería.

–Desde que tomo la de dormir, no me puedo levantar temprano. Ando media drogada todo el día, ahre

–Sí, es normal. Pero después vas a ver que te hace bien, te dormís enseguida, no te bombardean los pensamientos, descansas. Eso sí, seguís con terapia ¿No?

–Sí, mi psicóloga es lo más. Me preocupa la psiquiatra, no me habla.

Una moza pasa por al lado, mueve los ojos como diciendo “¿necesitan algo?”, una sonrisa de labios apretados es suficiente para dar a entender que no quieren nada más.

–¿Sabés cuando me di cuenta que era jodido? –dice la piba más liviana y continúa– Cuando mi psiquiatra me miró a los ojos y me dijo “Si no comés, te interno con un suero”.

Ana y Mia

El aire huele a empanadas frías y sanguchitos de miga humedecidos. El Parque Federal está tranquilo, la gente se dispersa por el predio de manera desigual, algunos pasean sus perros y los ciclistas desfilan velozmente sobre los caminitos de cemento. Bajo un árbol, cuatro jóvenes comen sentados en el pasto, sus mochilas están desparramadas a su alrededor, lo suficientemente cerca del grupo por los robos.

–Yo antes no comía – comenta una chica con soltura –. Desde los 14 años más o menos, había algo rarisimo en mi relación con la comida. Antes, desayunaba un pan con mermelada, eso era todo lo que comía en el día.

– Yo también pasé por eso –se ríe otra.

En el grupo hay un solo varón, que come y levanta ocasionalmente la mirada para observar a sus compañeras.

–Tenía una amiga obsesionada con la comida, entonces yo le copiaba. Me enseñó a contar calorías –comenta la última mujer en la conversación.

–¿Quieren ver fotos? –dice la que abrió la discusión.

–Bueno, dale.

El chico permanece en silencio, físicamente se encuentra en el mismo tiempo y espacio que sus amigas. Engulle despreocupado empanadas y sanguchitos, se toma un mate lavado y sigue comiendo. No presta mucha atención a la foto que observan sus amigas, quienes asombradas se lanzan miradas de angustia.

Euphoria | 2019

–Cuando estaba en la secundaria, me re preocupaba por lo que comía. A veces, para no comerme un alfajor entero, me comía medio y dejaba la otra mitad para el otro día.

–¡Yo también!

–Yo me daba atracones. Seguía una dieta estricta, hacía ejercicios todos los días, pero llegaba el domingo y ¡zas! me comía todo. Una vez hasta me dio gastritis.

Los chicos parecen ser estudiantes universitarios. En algún momento se sacan las zapatillas, se tumban boca arriba y siguen hablando.

–¿Se acuerdan de los blog de Ana y Mía? Que peligro.

–Yo nunca los vi, me enteré después de eso. Igual no comía, tenía miedo de engordar.

El varón sigue sin hablar.

–Después de grande se me pasó. A veces tengo pensamientos… pero bueno, se me pasó.

La que arrancó el tema se ríe.

–Yo estuve en tratamiento tres años, con pastillas y todo. Creo que me di cuenta de que era grave cuando terminé en la guardia del Santa Fe después de un atracón.

El pibe cuenta que una vez, de chico, tuvo gastritis.

Ansiedad

El humo del cigarrillo hace espirales sobre sus cabezas, los grillos canturrean a su alrededor, el vaso rebalsa humedad, transpira. Una cerveza y un gin tonic, se pasan los tragos, prueban.

–Trastorno de ansiedad generalizada, eso tengo yo.

–Yo también tengo ansiedad

–No, no. Ansiedad posta.

–Sí boluda, diagnosticada.

Es feriado, la gente al día siguiente no trabaja. La esquina de Sarmiento y Maipú brilla gracias a unos farolitos amarillentos, que iluminan los rostros afortunados de quienes pueden costearse una comida afuera. Las pibas comen papas, nada más, pero piden trago tras trago, cerveza tras cerveza, fuman cigarrillo tras cigarrillo. Hablan de todo, de pastillas, de médicos, de marihuana y de ansiedad.

–¿Medicada?

–No, medicada no. Dejé las pastillas hace unos meses, me pudrí de tomarlas, ir al médico, los controles.

–¿Las dejaste así? ¿Sin más?

–Sí, no pasa nada.

La despreocupación es palpable, parece que cortar un tratamiento psiquiátrico está al mismo nivel que dejar de comer harinas. Las muchachas se ven envueltas en una cortina de humo, que sube hacia el toldo del bar y hace espirales, después, un vientito caliente empuja el halo gris a la calle. Ocasionalmente, algún auto de ventanillas polarizadas pasa a toda velocidad, trayendo un estruendo de reggaetón y alguna guarangada.

–Yo no debería tomar, “un vasito” me dijo el médico. Pero no me pasa nada, al principio vomitaba todo después de tomar –se ríe y continúa–. Ahora el sistema se acostumbró. Eso sí, marihuana no me animo a fumar estando medicada.

–Yo sí. Nunca me pasó nada.

–¿Y qué onda tu psiquiatra? ¿Es bueno?

–No me habla, escucha lo que le digo y anota recetas. Nunca me dio bien el diagnóstico, le tuve que preguntar.

–El mío es un copado, mal. Pero sale 60 mil pesos la sesión. Igual creo que voy a dejar, no quiero tomar más medicación, si no la dejo ahora, no la dejo nunca.

–Yo tuve que cambiar varias veces. Me di cuenta que no era bueno el anterior cuando le dije que tenía pensamientos suicidas, me recetó Clonazepam y me mandó a casa.

Ya no quedan papas con cheddar, ni cervezas acarameladas ni espectadores en las mesas del bar. Las chicas dejan propina, juntan sus cosas y comienzan a caminar hacia Boulevard. Mientras se alejan, el diálogo cambia de tema, ya no hablan de Clonazepam, de terapias alternativas, ni de traumas de la infancia. Se llevan consigo el murmullo de una sociedad empastada, acostumbrada a hablar a micrófono abierto sobre el vacío que la devora.

Kids | 1995

Dejar respuesta

Por favor, ¡ingresa tu comentario!
Por favor, ingresa tu nombre aquí