Por Celeste Medrano

Hacía cuarenta grados de calor aunque ya eran las once de la noche en Resistencia, la ciudad capital de Chaco. Estábamos sentadxs afuera, en un barcito. Habíamos presentado el libro sobre los relatos de la Abuela Matilde Romualdo —hija de sobrevivientes de la masacre de Napa’alpi—; ese libro que en verdad se llama "los susurros" porque supimos que una masacre se cuenta de a poco, de noche y susurrando. Aprendimos esto como receta para transformar un trauma —de violaciones, de torturas, de apropiación de niñxs y muertes— en memorias, en potencia de todxs y nos lo enseñaron las nietas de la abuela, mujeres qom que de niñas la escucharon a Matilde narrando sentada a los pies de la cama.

Estábamos entonces con la masacre en la piel cuando ella, una artista plástica, grabadora, muralista y docente chaqueña, comenzó a contar una foto. Relató que hacia un tiempo, en el 2012, durante los primeros trazos de un mural pintado en Quitilipi en honor al centenario del pueblo —que se despliega aledaño a la zona donde ocurrió la matanza—, un criollo le había mostrado la imagen que pertenecía a su abuelo. Pequeña, de cinco por diez, rodeada por un borde claro, en blanco y negro, estaba retratada la casa baja de este hombre, exhibiendo una galería con plantas, un portoncito y una serie de postes que, ubicados adelante, a tres metros, hacían de linderos y estaban, sobre cada uno de esos postes, las cabezas de los indígenas asesinados en aquel capricho estatal ocurrido en Colonia Aborigen, un 19 de julio de 1924. Las cabezas sin sus cuerpos, como trofeos del triunfo de la barbarie sobre unas formas de vivir en los territorios sin arrasarlos. Las cabezas mudas gritando ultrajes.

Ella contó que el criollo nunca quiso prestarle la foto, no quiso ni que le saquen otra foto, ni que la fotocopien. Mezquinó su vergüenza así como años antes, mezquinó una tierra comunitaria para su propio beneficio. Escondió su macabro acto aleccionador. No aprendió nunca nada. Ella intentó por todos los medios posibles obtener una réplica de esa foto, se congració con su dueño, almorzó con él, lo acompañó en otros relatos. La empresa fue infructuosa, el archivo de la memoria de la violencia quedó en las manos del perpetrador ¿Quedó en manos del perpetrador? No, pues ella nos la relató, y nosotrxs sabemos que vivimos de relatos, que ahora vamos a contar esta foto hasta el cansancio, la vamos a contar y a pintar y a dibujar y a bailar. Nosotrxs no vamos a entregar nuestros archivos a la patética necesidad de la prueba —a esa que necesita el poder pasa reproducirse—, nosotros vamos a afectarnos con el relato de la foto y la foto va a ser tan verdad como las mujeres abusadas y luego asesinadas durante la masacre, tan cierta como los niños que se llevaron para el ejército o como sirvientes en las casas de las "familias bien", tan incuestionable como las y los qom, moqoit y vilelas violentamente asesinados y luego mutilados, decapitados por no jugar el juego binario de los pobres —siempre más pobres— y los ricos —siempre más ricos—; ese que fue antes Conquista de América, luego masacres indígenas, posteriormente dictadura eclesiástico-militar y hoy es la ultraderecha en ciernes.

¡Una foto con postes y sobre los postes las cabezas de los y las indígenas brutalmente asesinados en la masacre de Napa’alpi perpetrada por el Estado argentino y los criollos terratenientes! Con nuestros archivos, susurrados, de boca en boca, abrazados, pegajosos, llorados hasta el infinito y luego celebrados, esos que están en el cuerpo, que se resisten al papel: NO PASARÁN.

 

Gracias Licha Bernal por guardar en tu memoria este archivo que hoy compartimos para la carne de todxs. Gracias Tati Cabral por ser territorio de todas las que volamos al encuentro del Chaco y sus claroscuros.

 

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