Inestabilidad disfrazada de superación personal: sean bienvenidos al pluriempleo.
Volvamos a esta escena de hace algunas semanas: mientras todos se quedan con la imagen de Marina Calabró dedicándole un premio a un señor que evidentemente no la quiere lo suficiente (al menos no como ella parece necesitar) yo me detengo por un segundo en el fragmento de su discurso que me resuena, porque me hace empatizar: Marina Calabró tiene cuatro trabajos. Marina, que se pasa todas las mañanas charlando con el jadeo de Lanata entre esa nube de humo que lo circunda desde hace décadas, no puede sostener su casa con un solo laburo.
Marina, la hija de la Coca y el Calabromas, la que comparte pase con Yanina Latorre, la hermana de Iliana, tiene la misma cantidad de trabajos que yo. Me resulta problemático en muchos niveles. Me destruye anímicamente que mi realidad no sea ni única ni una excepción.
Me hace daño tener algo en común con Marina Calabró.
Siempre llega ese momento problemático en el que el oficio, el trabajo, aquello a lo que nos dedicamos, queda bajo escrutinio. Está esa instancia, innecesaria si me preguntan, en donde te obligan a llenar un formulario con tus datos para hacer el check in de un hotel y se pide que pongas “trabajo”. Primero, no entiendo para qué: si alguien es sicario o miembro de una célula terrorista, no va a escribirlo en esa ficha del Howard Johnson. Segundo, algunos nos dedicamos a muchas cosas. El magnífico mundo del pluriempleo, que viene de la mano de la flexibilización, el emprendedurismo y la precarización, nos deja con un tendal de pequeños oficios terrestres que llevamos adelante casi siempre bajo la sombra de un contrato de trabajo flojo de papeles, y dentro del multiverso del monotributo.
Cada vez que debo responder la pregunta “y vos, ¿de qué laburás?”, me congelo. Opto a veces por decir dónde trabajo, como si con eso bastara. “En tal radio, escribo acá, en este medio, con tal persona”. Hay una especie de rodeo que no tiene que ver con que me genere vergüenza mi oficio, sino más bien todo lo contrario: quienes hacemos muchas cosas a la vez rara vez podemos dilucidar la importancia de cada una de esas cosas en el gran esquema del mundo laboral.
Y los periodistas somos mucho, muy importantes. Fundamentales. El mundo no gira sin nosotros. Aunque nuestros salarios nos quieran decir lo contrario.
Hay un universo de personas que no sabe lo que es el pluriempleo. Hay toda una dimensión casi desconocida para mí de trabajadores del sector privado (y quizás también de ciertas agencias estatales, el poder judicial y la Iglesia) que viven con un sólo salario. Que incluso ahorran. Que cobran bonos y tienen “metas” y no se dan cuenta si cobraron o no el aguinaldo porque esa cifra, que para muchos es todo a lo que podemos aspirar en la vida, a ellos les resulta irrisoria. Es la gente que consultada sobre su trabajo suele dar nombres en inglés, siglas prefabricadas, y alguna que otra fantasía más. No tienen ni la más mínima vergüenza de decir que son “chief executive officer” o “in charge of front desk sales” para decir básicamente que son jefes o cajeros. Es gente que nació al calor de la hoguera de los Recursos Humanos, y que no tiene ni idea de qué hace el compañero de al lado, consumida su estadía en toda empresa por el oficio propio, sin ningún tipo de intenciones de generar algo colectivo, de organizarse, ni hablemos ya de sindicalizarse.
La vieja, monótona y previsible vida del obrero argentino ha desaparecido, y en su lugar ha crecido la patria del monotributo. Tu tiempo no sólo está supeditado a tu trabajo, sino al de tus amigos: lograr armar un fútbol 5 entre 10 personas que tienen entre 2 y 4 trabajos sin horario fijo es más difícil que poner a funcionar la central de Atucha o mandar a bañar al presidente.
Lo que otrora parecía un disvalor (trabajar 30 años en el mismo lugar) hoy para muchos es un sueño. Lo peor es que nos han pintado la inestabilidad laboral con la brocha gorda del discurso de la superación personal: no está mal que te despidan del laburo, porque eso te abre la puerta a nuevas oportunidades. No está mal que tengas dos, tres o cuatro trabajos, porque eso prueba tus límites y tu capacidad. No está mal que se te exija por sobre lo estipulado en tu contrato, porque eso te ayuda a empujar tus habilidades, a crecer. No es un problema que no puedas proyectar nada a cinco, diez o veinte años: todo a tu alrededor te dice que tenés que vivir el momento, que después se verá.
Así vivimos Marina Calabró y yo. Al menos yo no trabajo con Lanata.
Si la vida está regida por cuatro trabajos, el tiempo de ocio también. No queda espacio para nada que no sea laburar, y cuando no estamos laburando nos invade esa culpa estúpida que tan amablemente el capitalismo nos ha metido en la cabeza. Todo a nuestro alrededor nos invita a que nos sigamos dejando pisotear por la vorágine del mercado de trabajo.
Y después tenés a los conductores de Uber o a los niños de Pedidos Ya que intentan mostrarte que ellos son sus propios jefes, que eligen cómo y dónde trabajar, que han burlado el sistema y que no dependen de nadie. Generaciones enteras creerán que “relación de dependencia” refiere a una forma de vincularse sexoafectivamente, más que a una de las formas del vínculo laboral.
Pero no todo está perdido: aún queda que nos pisoteen los avances tecnológicos. En cualquier momento a tu compañero lo reemplazará una aspiradora robot con un algoritmo alimentado a post de Facebook y chistes de Yayo. Será quizás una experiencia más deshumanizada, pero no tendrás que compartir mate con alguien que le deja migas a la bombilla ni deberás oler su desodorante Axe de chocolate. Imaginen lo feliz que estará Marina cuando a Lanata lo reemplace una computadora con una base de datos de cuatro teras de frases de Jorge cargadas en su memoria. Al menos no tendrá que tolerar más seguir siendo fumadora pasiva.
Ahí está el tema: todos elegimos fingir que no somos perjudicados por este sistema. Ni el muchacho que labura en el Uber, ni quienes seremos reemplazados por una Inteligencia Artificial en dos semanas. Es mejor pensar que somos útiles, irremplazables, necesarios. Y lo somos. Vaya que lo somos. Pero eso, en la mayoría de los casos, no le importa a nadie.
Quisiera terminar esta columna con un llamado a la esperanza: no todo puede estar tan mal. Es cierto que el fenómeno de los nuevos mercados laborales nos está dejando sin espacios para realizar maniobras de reacción, y que las nuevas generaciones crecen creyendo que es mejor laburar en una oficina con mesa de pinpon que tener un recibo de sueldo. Pero entre ambos extremos algo debe haber. Quizás en los países serios como Finlandia, Noruega o Sudán del Este las cosas se den con otra tónica. Quizás ahí es más fácil explicar de qué se vive. Quizás Marina Calabró sube al escenario a aceptar la versión nórdica de un Martín Fierro de la Radio (ese que fue escindido del Martín Fierro general para no forzar a la gente fea de la radiofonía a cruzarse con los rostros de ángel de la televisión) y puede detenerse sólo a pasar un papelón siendo rechazada en vivo y en directo frente a los millones de personas y de alces que la están mirando por TV.