Un país que elige a sus (anti)héroes

furia

Terminó Gran Hermano, el show en el que siempre gana el varón más aburrido que conociste en tu vida. Una edición con un público tan violento como los participantes: ¿qué nos dice de Argentina?

Todos tenemos ese amigo al que siempre le va a ir bien. Quizás circula entre el grupo social más reducido la idea de que es un suertudo. A veces simplemente se trata de gente que sabe estar en el momento adecuado en el lugar adecuado. Con frecuencia, ese amigo es de clase media alta, blanco, fachero y heterosexual. Es, en síntesis, el que podría cubrir el fisique du rol de un ganador de Gran Hermano.

¿Pensaron que íbamos a hablar de otra cosa? Ilusos.

Comenzaré por decir que no es la primera vez que en esta columna doctrinaria hablamos de los realities en general, y de Gran Hermano en particular. Sin embargo, este Gran Hermano que terminó hace breves momentos se configura como una especie de excepción dentro de su género, una rara avis, un caso de estudio. Es imposible analizarlo sin mirarlo a través del prisma de esta realidad extraña en la que estamos viviendo. Es imposible, sobre todo, porque un detalle sobresale: este Gran Hermano que ahora nos abandona comenzó el mismo día que el gobierno de Milei.

Los fans más viejos de este programa quizás podamos recordar un Gran Hermano con este mismo nivel de potencial socio-político: el primigenio, aquel que tenía a Solita Silveyra como conductora, y que comenzó a mediados del año 2001. Los participantes estuvieron adentro de la casa mientras afuera se caían las Torres Gemelas y el país tenía 23 presidentes en una semana. A su salida, los que cumplieron con la estadía completa fueron recibidos por una Solita que les tiraba toda la info de una, así sin filtro, edulcorada por una dulce advertencia: “Te vas a tener que hacer fuerte”. Soledad sabía de qué hablaba: esos chicos habían entrado a una casa a aislarse en el momento en el que, para muchos, realmente finalizaba el milenio pasado y comenzaba el nuevo. Inadvertidamente, habían sido un experimento mucho más complejo que el que los productores se habían planteado en un primer momento. Quizás eso quedó impregnado en el ADN del formato. Eso, el tendal de denuncias por distintos delitos de mayor o menor gravedad cometidos por los exparticipantes, y la firme tendencia de que no importa quién se destaque en el transcurso del programa siempre termina ganando el varón más aburrido que conociste en tu vida.

Ese al que siempre le va bien. Ese que nunca es cuestionado por sus acciones. Ese que puede permitirse ser aburrido, porque con ser varón alcanza.

En este tipo de formatos, de todas formas, no siempre el que trasciende es el que gana. De hecho, si ahora ustedes hicieran una lista de cinco personas que salieron de algún reality show, probablemente entre los más memorables no se encuentren los ganadores. Argentina es un país que disfruta, aparentemente, de ver cómo una persona puede degenerarse poco a poco en televisión abierta, para después no elegirlo como ganador. Es un fenómeno espectacular. Es maléfico, cancelable casi. Millones de personas alentando a alguien en su descenso a la locura para sacarlo de la contienda por el premio cuando faltan dos o tres programas.

Somos unos tarados completos.

En esta edición, la protagonista indiscutida fue Juliana, alias “Furia”. En principio cuando ella se presentó así debo reconocer que dudé: me recordó a ese amigo que quiere imponer su propio apodo y no va a parar de joder hasta que todos le digan “la Bestia” o “el Titán” o algo así. Pero las primeras jornadas de Furia en la casa demostraron que el apodo era más que acertado: narcisista, temperamental, con una tendencia a creer que el mundo gira alrededor de ella, gritona y violenta, portadora de la verdad absoluta, manipuladora, una mujer rota y presa de sus propias inseguridades.

Ponele un perro muerto y una relación rara con la hermana, y básicamente tenemos al presidente.

Furia, además de libertaria (obviamente), se configuró rápidamente como el ejemplo máximo del arquetipo fetiche de esta era: una antiheroína incomprendida, una iluminada adelantada a su tiempo, una figura casi mesiánica pero con discursos de cultura pop. Una basada. Alguien que prefiere medir inteligencias antes que discutir ideas.

Si metíamos en una minipimer a los personajes de Zap!, más el 80% de los militantes de Milei, con dos o tres minas que hagan crossfit y un otaku sacábamos una mezcla parecida a Furia. Y a Telefe le encantó, porque a los televidentes nos encantó. Insisto con esto: las primeras semanas de competencia, me obsesioné con ella. Es imposible pensar en esa casa sin atribuirle a ella la centralidad completa del relato.

Y como en toda tragedia, esa construcción de centralidad es la que tarde o temprano la llevaría a la ruina o, peor, al ostracismo: si al principio adentro y afuera de la casa todo se movía a favor de Furia y sus agendas y estrategias, sobre el final todo comenzó a girar de forma contra cíclica.

Dirán que esto es un análisis demasiado pretencioso de una mujer que simplemente participó de un reality, y yo les diré que sí… porque no es un análisis de Furia: Gran Hermano ofrece siempre, y sobre todo, una espectacular posibilidad de analizar al público, más que a los especímenes que habitan la casa.

Si la protagonista de esta edición fue violenta, temperamental, volátil, frágil en sus vínculos y border, también lo fue el público. Semana tras semana, alimentado por los tapes que la producción genera y las opiniones de los panelistas que se erigen a sí mismos como la columna moral de este país, el “supremo” (como le gusta llamarlo a Del Moro) hizo y deshizo a gusto. Acompañó a Furia y a sus secuaces en las más insólitas de las jugadas, justificó cada berretín, y canceló a Ceferino Reato cada vez que osó ponerse en contra de la decisión que su líder espiritual tomaba esa semana. Es decir, de entre las mil cuestiones por las que Ceferino podía ser cancelado, eligieron hacerlo por haber opinado en contra de un ser nefasto. Entiendo que se preste a la duda. Ceferino suele estar a favor de lo peor de nuestra sociedad.

Mientras los meses pasaban, el aislamiento se volvía cada vez más irrisorio. No ya por el hecho de que la producción definió incontables veces meter más gente en la casa con la idea de poder así prolongar aún más el éxito televisivo. Eso, en todo caso, no hizo más que sumarle al descontento general. Pero dentro de la casa los ánimos se caldeaban porque el presupuesto semanal ya casi no les alcanzaba para nada, porque cada vez era más difícil cocinar para tanta gente, porque Furia se la pasaba gritando e insultando sin aportar absolutamente nada a la casa más que discordia, y porque los participantes sospechaban que la producción toquetaba cada vez más los premios y los castigos. Esto, claro, llegó al extremo cuando se les dijo a los tres finalistas que no se les iban a dar los premios que se les habían prometido. Hay un pibe que pasó siete meses encerrado en esa casa que se llevó una (1) moto chiquita y provisión de cervezas gratis por un año como premio.

Hemos visto bingos de parroquia que entregaron mejores botines.

Y como la tragedia no se completa sino hasta el final, cuando las ilusiones se asesinan en cadena nacional, finalmente Furia no llegó a la final. Quedó en el camino. Salió octava. Como si fuera el Guillermo Moreno de esta elección presidencial.

Ganó un uruguayo con problemas de alopecia que se hizo famoso porque formaba parte de una banda de cumbia cheta. Sinceramente, no se me ocurre final peor. No el argenchino que conmovió a todo un país, ni la señora mayor que hablaba de meterse cosas por el ano, o el homosexual provinciano que está casado con un milico. No las niñas hegemónicas ni los estrategas que flashean duranbarbismo de primetime. No: ganó el tipo que no hizo absolutamente nada para ganar. Ganó ese que la gente cree que es “buen pibe”. Porque en este país nos enamora la locura, pero nos moviliza la bondad. De todo esto no puede leerse nada entrelíneas, salvo que probablemente Telefe volvió a llenarse de plata exprimiendo a las señoras de Facebook y a los niños de Tiktok por igual, encontrando una mina de oro quizás sin buscarla.

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