Cuerpo docente

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El cuerpo de una docente necesita mucho tiempo para vaciarse de todo lo que sobra en el siglo XXI. Una célula madre ineludible de la tarea es que trabajamos con personas. Hace rato que no escucho el siguiente señalamiento (¡entre tantos!) a nuestra labor. Lo explicito: los médicos ganan más porque tienen vidas a cargo; los jueces, porque son responsables de la justicia. Las docentes trabajamos con el cuerpo social y cultural. Nunca un destino pero sí un rumbo: el de las personas.

Siendo docente, mi cuerpo no tiene descanso. Pretendemos que ser docente tenga una finalización reglamentaria (hora de entrada y salida, por ejemplo) pero eso casi nunca es posible. No me desprendo de la manija de la cabeza sobre mi actividad. Tampoco me desprendo de hablar ni del hacer sobre esa tarea. Estoy a favor del mayor descanso posible y del mayor placer posible dentro y fuera de las clases (en clases es leer en voz alta para y con alumnos, interrumpir y conversar, pensar sobre lo leído, reorganizarlo para aprenderlo) pero ¿quién se anima a explicar cómo sucede esto que puede ser placentero pero también puede no serlo?

Pido gancho para todos mis compañeros. Vuelvo a preguntas que reformulo en esta columna, para no olvidar qué puede ser enseñar: ¿qué docentes recuerdo y recuerdan? Hago esa lista para mí y piensan la de ustedes. Con esa lista en mente, vamos a otras: ¿alguna vez nos preguntamos cómo cada uno de ellos hacían para dar sus clases? ¿cuánto aguanta el cuerpo y la cabeza de una docente? ¿quiénes son las mejores y en qué edad? ¿quiénes son las que pasan por nuestro recuerdo como fantasmas buscando otra casa? ¿quiénes como una sombra? ¿quiénes como gnomos locos? ¿quiénes como artistas? ¿quiénes como humanos?

¿Cuánto puede la alegría y el cansancio de una docente mientras trabaja con personas? Y luego: las personas que son alumnas, aprenden con las docentes, es decir, con otras personas. También: las personas que aprenden pasan años, al menos quince o dieciséis (desde sala de cuatro a quinto año) en un aula. ¿Qué vemos, todos los que hemos sido alumnos, en la gota ambiental de una clase, esa que construye alguien que enseña? De repente van tres años que la tenemos, de cuarto a séptimo; o de tercer año a quinto, y ya nos estamos yendo. ¿Qué docente vimos? ¿Cómo cambió su cuerpo? Su postura, su voz, su modo de mirar. ¿Sé cómo mira mi seño cuando me reta? ¿Conozco las manos de la profe de plástica? ¿De qué licencia larga volvió? ¿Percibí el cambio de tintura en el pelo o la toma completa de las canas blancas? ¿Se pintó las uñas, usa otro jean? ¿Parece más contenta o más triste desde que se separó? ¿Camina entre los bancos, se sienta? ¿Su voz se escucha hasta el fondo del aula? ¿Se jubiló y rejuveneció?

Nos acordamos de las docentes que amamos y nos amaron, y de las que no. No importa por qué. Las recordamos. Podemos evocar claramente, estoy segura, un gesto suyo, único. Y seguramente lo ligamos a un aprendizaje, a un tono del conocimiento humano, cada uno sabrá qué tono asignarle. Nosotras también nos acordamos de alumnos y alumnas que amamos porque quién no elige a quién amar.

¿Nos acordamos del cansancio de la docente que amábamos? ¿Nos acordamos de su cuerpo? ¿Tenemos este cuerpo hoy porque hemos tomado decisiones como alumnos y alumnas, en las aulas en las que estuvimos con esas docentes, mientras crecíamos y llegábamos hasta acá? Somos parte de un cuerpo social. ¿Nos reconocemos? ¿Quién se anima a explicar cómo sucede eso?